Tu voz desempolvó las horas.

Alegraste mis siete angustias.

En cuatro patas

maúllo en los tejados.

Te separo de las sombras,

del recuerdo.

Atrapo un relámpago

y vuelvo a casa.

Me meto entre las cobijas

y estás en mi lecho,

gatamente disponible

como si no hubieras muerto.

No es por ego o pura vanidad, pero en el sentido intimo de las cosas, y mis amigos lo comparten, soy el más inteligente.
No hablo de la inteligencia adquirida con disciplina y que es ágil y certera como la de un matemático o un físico. Tampoco de la inteligencia lucida que profesan los sabios y los poetas maduros. Menos de la inteligencia que alumbra ante otras y hace ver las cosas fáciles como la de los artistas.
Mi inteligencia es distinta porque surge del ingenio, y el ingenio como la música, cada vez debe ser más sutil y fino.
No afirmo que las otras inteligencias carezcan de ingenio. Es solo que la mía carece de disciplina. No me interesa dar respuestas sistemáticas y generales, sin darme la oportunidad de florecer mientras hablo, entregándome al asombro.
Muchos dedican todo su ingenio a luchar por un sueño y lo consiguen. Se condenan al amor por el amor, tienen hijos y envejecen, debido al éxito de sus aciertos, cómodamente (todo hombre soñador y coherente tiene una mujer que lo sueña). Son, en resumidas cuentas, el ejemplo a seguir de las generaciones futuras. Se les recuerda por su aporte a la humanidad. Son los puntos de referencia de sus adeptos.
Pero también hay otro tipos de personas, la mayoría, que por miedo a enfrentar sus demonios se aferran a los que otros ya vencieron y asumen como propios.
En forma moderada, pertenezco al segundo tipo de individuos, a los indefinibles. Con la diferencia que en mí las ambiciones no van más allá de mis narices. Por ello, no puedo defender una idea cabalmente porque deja de interesarme cuando ya no me pertenece. Tampoco me preocupa el seguir los preceptos de la sociedad, de lo simple que se ve conseguir un trabajo, una mujer, una casa y vivir lleno de ilusiones.
No puedo, por lo inteligente que soy, hacer bien las cosas. Debo agudizar, cada día, el ingenio y solucionar mis problemas más inmediatos, como el conseguir dinero para los cigarrillos y las cervezas.
Cada día es otro paso al anonimato. Cada día me despreocupo más del mañana y duermo, al final de la jornada, contento de conseguir lo necesario. Al no tener dinero controlo los impulsos de consumir cosas que no necesito.
Al no poseer proyectos a futuro, el presente, un poco, se me dificulta. Entonces, mi inteligencia, al igual que mi ingenio que la bombea, con los días, se agudiza. Mi genialidad se debe a que, lo que para otros es casi biológico (una vida tranquila, rutinaria, en una casa, enamorado, con un buen sueldo y un perro que ladre a las visitas) para mí es casi imposible.
Soy genio en la medida en que hago mal las cosas. Entre más desfachatado más brillante. En eso, sin duda, aventajo a mis contemporáneos. Ellos pertenecen a la época de la precocidad, donde los más precoses son los preferidos de la suerte y están, a causa del compromiso, siempre ocupados. Ellos no sentirán una crisis existencial como solitaria en el estómago.
Por ellos, por los que ignoran que la tristeza es posible, seré el caudillo de los inútiles, a los que como a mí se les oxidó el corazón por el desuso, pero que, admiten, sin envidia, que yo, de manera impecable, hice las cosas mal.



Para los que nacieron en el campo y se criaron entre árboles. Para los que jugaron en potreros y asustaron a los caballos. Para los que metían cocuyos entre las cobijas creyéndolos más naves espaciales que cocuyos. Para los que buscaron lombrices en la tierra y se fueron con ellas en un frasquito, en el bolsillo, a pescar. Para los que, desafortunadamente crecieron, cuando la infancia sucumbió a los tentáculos de la razón, y sintieron que al campo no podían progresar y se marcharon... habrán de saber que serán, de alma, campesinos.

No importa que se pongan ropa fina, vayan a bares de rock, hablen de mujeres, trabajo, la academia, la ciudad. No importa si compran pomadas y químicos para disimular la tez rosasea que caracteriza al campesino. Porque creen que en la ciudad la palidez es estar a la moda. El pálido es el contemporáneo.

No importa que cambien de acento y se crean más civilizados, frecuenten los cines y las discotecas. Después, regresan al campo de visita. En casa miran a sus padres y sientan tristeza de ellos. De la humildad tan macabra en que viven. De que hacen parte de un pasado que ignora que el dinero hace más rápida y más desdichada la vida, pero más rápida. Entonces le compran ropa nueva a sus padres.

Se creen mecías y saludan con exagerada amabilidad porque saben que están de visita. Si se quedasen para siempre, no saludarían tan rápido y sin tanta bulla.

Saberse efímeros los hace sentir importantes. Exhiben sus ropas, sus peinados, sus tez pálidas. Porque en la ciudad la piel se blaquea. Invitan a los antiguos amigos a cerveza y les cuentan de cómo se vive en la ciudad.

No importa que vuelvan a la ciudad y se encierren en sus cuartos a recordar los paisajes de la infancia y anhelen volver a casa. Porque en la ciudad hay que estar encerrado. El encierro es la representación del individualismo, del desconocimiento del otro. En la ciudad deben andar a prisa, ir algún lado, entrenarse para la indiferencia y desacostumbrarse de saludar a todo el que se encuentran.

Pero los días de descanso, así no se lo digan a nadie, anhelan volver al campo, solo volver y ver los árboles, los pájaros, las nubes. Estar unos instantes y disfrutarlos. Luego partir a la ciudad hasta que deciden volver definitivamente al campo. Se construyen una casa y viejos, se entregan felices a la muerte.

Fueron como animales de circo que divirtieron a muchos durante años. Estuvieron encerrados, con las tres comidas al día. Ya cansados de lo mismo, a un descuido del domador de animales, se escaparon al campo. Vuelven más viejos a morir donde nacieron. Aceptando que fue un error haber huido de la muerte cuando fue vida.

Para los que nacieron en al campo y están lejos de él y aún se sienten jóvenes para volver, no duden, vuelvan al campo ahora que están jóvenes. No esperen toda una vida para decidir algo que pueden evitar.

Estén seguros de irse ahora, que son briosos y pasionales, y disfruten del campo, del silencio malacaroso en un balcón y vivan. No dejen que la vejez los prive de coleccionar ocasos, de ordeñar la noche, de sentir que es larga y tranquila la vida. No le teman a su libertad.

Vayan y no me esperen, no me llamen, no me juzguen, es que se me está empedrando el alma. Qué no les pase lo que a mí. Que tal vez prefiero el tedio y derramarme todos los días sobre estás líneas. Tal vez les sea tarde esperarme.
Brindo por los que aún tropiezan y se le encharcan los ojos. Por los que alguna vez soñaron con que eran astronautas. Por los que han mirado un revólver con satisfacción. Por los que esperaron el amanecer con una botella rota en las manos. Por lo que hablaron solos dormidos confesando sus más siniestras tristezas. Por los que se entregaron tanto que se olvidaron de recibir.

Brindo por todos aquellos, que alguna vez, fueron rebeldes sedentarios.

Alzo la copa de vino y me atraganto por aquellos, que ante un tejado, por la perdida de una pelota, sintieron una desolación alarga cuellos.

Brindo por los que vivieron tan intensamente que no tuvieron tiempo de estar tranquilos. Por los que fueron tan ellos que la noche de sus penas no conoció el alba. Por los que aún sabiendo que su causa es una causa perdida, alzan el pecho y con más determinación continúan. Por los que beben solos y esperan pacientemente a que la vejez les haga compañía.

Brindo por los que intentaron por todos los medios creer en Dios. Por los que habiendo nacido en mi patria aún se resisten a ser conquistados por el progreso y la idea de una vida digna.

Brindo por los que jugaron con muñecos de yupi y creyeron que eran monstruos de cabezas gigantes. Por los que apostaron con un amigo el amor y perdieron. Por los que se hacían los que no tenían hambre para que sus madres les diera la sopa. Una cucharadita por su mamita que los quiere tanto y la boca se abría después de una malacara complaciente. Brindo por los que se asustaron ante un espejo porque amanecieron más altos y con los primeros vellos en las axilas. Brindo por los que se hacen perseguir de la infancia porque se robaron la nostalgia.

Por los que alzaron el teléfono y preguntaron por una persona que no conocían para no sentirse tan solos.

Brindo por ustedes, derrotados, los que saben que mañana es un peor día.

Brindo por los que se hacen los dormidos para que la irrealidad no los sorprenda.
Derrotados ¡A su salud esta derrota! La felicidad no existe.

Mi situación no es envidiable. Quiero llorar y sacar con lágrimas esta mierda que siento. No puedo. Estoy jodido. Me pesa mi vida, mi inutilidad. Tantas veces he dicho que no soy bueno para nada que al parecer es para lo único que sirvo. Pienso que represento el papel del incomprendido, el solitario, el decadente, el triste, el que involuciona al sedentarismo.

Estoy comprimido, estancado, estático, al margen de mis sueños.

Mis sueños no son lo que siento. En mí pesan y por mi cobardía de hacer de ellos mandamiento de vida, me inmovilizan. Ya no los siento como punzadas en lo profundo del alma, sino como un agudo desanimo.

No quiero hacer nada. La universidad me parece lo mismo que estarme en un rincón del cuarto, con las manos en las rodillas, apretando los dientes, esperando a que la muerte se apiade y venga a hablar conmigo.

Me estoy cansando de no poder estar en otro estado de animo distinto a la desolación.

Alegría habítame desde todos los sentidos. No me dejes ser el mismo disco rayado; el mismo eje condenado a girar sobre si mismo, a lo oscuro, el dolor. ¡Si tan solo pudiera llorar!

No vislumbro lo que me contiene. Me duele ser el que soy. Nadie más que yo. Mi más sincera mentira. Me sufro desde los pies hasta el inconsciente. Soy del tamaño de un precipicio. No termino de caer. No lloro.

Me tengo a mí mismo, con los días más extraño.

Creí que vivir en una provincia, en un pueblo, como en mi infancia, ayudaría a remediar mi desasosiego.

Creí que un pueblo me limitaría a ver el cielo y sentirme satisfecho con los ocasos, una de las diversiones de Dios en las tardes.

No me sirvió de nada la provincia. En menos espacio soy más desierto y más selvático.

La geografía de mi alma no está pavimentada. Estoy más allá de lo que ven mis ojos, de lo que tocan mis manos, de lo que respiro, huelo y oigo. Estoy tras el velo que cubre el vacío.

No puedo huir de lo que soy y padezco. Pero si puedo no tener casa. Tal vez lo que no me deje llorar es que mi cuerpo desconoce del dolor del alma. Mi cuerpo siempre ha tenido una cama cómoda, tres comidas al día y ha podido protegerse del frío. Hasta en mí soy disparejo.

Debo salir, hacer un viaje, irme de Girardota. Vivir el dolor de mí alma y hacerlo cómplice del cuerpo.

No quiero saber que un día voy a engordar de ser el que soy ahora, el inútil, el que por miedo a la vida se entregó a la rutina. No quiero huir de todo por miedo a encontrarme.

No. No quiero representar por más tiempo a el incomprendido, el ofendido, el muerto en vida.

Necesito vivir. Irme de viaje. Caminar sin rumbo fijo. Debo ser condescendiente con lo que siento.

Siento que no sé para donde voy. La cotidianidad me lo dice a todo momento. No puedo convivir ni construir una relación estable con una mujer, me es difícil trabajar, se me complica la conversación, no puedo defender ninguna de mis ideas, me asusta todo lo que se conjugue con responsabilidad...

En definitiva, en el sistema en que todos se proyectan y ven sus sueños, yo resbalo y me quedo cruzado de brazos, consumido por la impotencia.

No puedo jugar a ser un ciudadano honrado y trabajador. Sería matarme en vida. Perderme y no aceptarlo.

Si, lo que necesito es seguir mis corazonadas. Irme al mundo. Tener más territorio para expandirme. Darle a mi cuerpo la oportunidad de trasportar mi alma, que si la entiende, sea su dolor y juntos, cuerpo y alma, me enseñen a llorar bajo las estrellas.

Es hora de ser más yo de lo que soy ahora. Más triste y hombre. Más mundo y sueños.

Quiero hacer algo por mí, así fracase: Irme de lo que por cobardía considero mío. Cambiar mi sedentarismo por paisaje.



Soy un resentido desconfiado. Me cuesta mucho creer en las mujeres. Bueno, a las que quiero.


Soy conciente que con este texto las cosas me serán aún más difíciles. Pero que le voy hacer, debo ser fiel a lo que siento y creo. Y creo y siento que todas las mujeres son unas putas antes de ser madres y renunciar a ser mujeres para ser madres. Aunque hay algunas madres... Hum... ¡Qué madres!


Lo de putas no lo digo en forma despectiva. Al contrario, desde el más puro sentir, donde se limita con la santidad. Digo putas como digo aves. La diferencia es que las aves saben esa cosa de ser aves y volar en invierno, a tiempo.


El problema es que las mujeres que me la han jugado no lo han hecho muy bien que digamos. Fueron inocentes.


Al principio creí en ellas. Hasta puedo decir que les fui fiel mientras no dudé. Pero cometieron el error de dejarme pistas. Al parecer fue a propósito para que las descubriera como si yo fuera el detective privado de los cuernos. Y por mi manía de contar historias, de construir hechos con frases sueltas, de leer los rostros, terminé descubriéndolas. En sus rostros vi la culpa. La culpa hizo que sus facciones fueran casi angelicales. Sus pupilas se dilataron constantemente y para no sentirse descubiertas fueron cariñosas y condescendientes.


Hay que desconfiar de las mujeres que te dicen que eres el hombre de su vida. Sobre todo en el momento en que estas serio y no estas pensado en ellas, sino en como desenmarañar un proyecto de novela o el desenlace de un cuento. Y te dicen que eres el hombre de su vida y uno, sorprendido, por tan preocupante ocurrencia, no le queda más de otra que sonreír.


Pero uno nunca llega a imaginarse que tal afirmación fue dicha porque el recuerdo de otro les arañaba las entrepiernas más que tu desprevenida sonrisa. Luego, como para que esa piquiña las haga menos culpables, te excitan y hacen el amor contigo, pero ya no te dicen que eres el hombre de su vida. Y si te lo dicen, es probable que sea cierto y que eres un tipo celoso y posesivo. Porque después de hacer el amor, y si la mujer queda satisfecha, es muy difícil que mienta. Pero si se quedan calladas. ¡Cárajo! Sin duda, hay otro y lo piensan mientras les lames un seno o las ves desnudas.


Lo mejor y lo menos recomendable es que las embaraces. De este modo estarán condenadas a madurar y ser mamás. Pero ya serás tú el que huya. Lo mejor es irse a aceptar que eres un cornudo.


¡Ah, cómo duele la infidelidad cuando uno es la victima! No es fácil admitir que eres una sucursal. Pero si eres lo suficiente maduro para no alterarte. ¡Adelante! Serás el héroe más huevón y burlado.


En mi opinión hay que mandar cualquier sospecha al carajo. Con ella la madre de las sospechas, la mujer: La puta que te hizo frijoles, la que se mojó contigo a altas horas de la noche sin importarle un resfriado, la que te regaló unos calzoncillos de cumpleaños, la que te prestó dinero cuando no tenías ni para comprarte cigarrillos, la que te lloró porque la maltratabas con tus palabras filosas, la que amaneció a tu lado y se reía porque la noche fue corta para tocarte, la que no podes nombrar de otra forma diferente a la de puta porque su recuerdo te duele, la que te hizo sentir querido, la que te dijo pingüino, la que te abrió el pecho para que la traición como espina te chuzara el corazón. Entonces desde lo más profundo de tu sentir, donde se fermenta el odio y representas la soledad sílaba por sílaba, lo único que podes decir es puta. Nadie puede recriminarte, nadie que haya sentido lo mismo, porque hay que sacar el dolor sintiendo, sufriendo y gritando puta, puta, puta...


Tal vez ellas se sientas ofendidas. No debería ser así. En serio. Lo de putas es desde el más puro sentimiento, la justificación de que por ellas estás vivo. Deberían sentirse halagadas porque aún se les recuerda y es difícil olvidarlas.


El puta te queda bien. Hasta luce con tu vestido. Puta me abriste los ojos. Espero a otra a la que pueda querer con toda la fogosidad de mi cursilería y me haga reprimir al tipo indeseado que soy cuando estoy en frente de un par de tetas que parecen inteligentes. Puta no te hagas madre ni me odies, por este texto, más de lo que yo te odio. Te necesito para sentirme triste por estos días y andar con las manos en los bolsillos, cabizbajo.


La empanada tiene personalidad. Es de los alimentos el que más me atrae. Podrán decir que su cresta es amorfa y que parece la comida preferida de los punquetos. Puede ser. Pero, es de todas las comidas rápidas la más lenta, la que más se ve. Su cresta es precisamente el centro de su encanto. La empanada, si fuera un ser animado y pudiera responder por sus actos, sería, sin lugar a dudas, un alimento seductor, un don Juan de la Verdura y la comida rápida, siempre dispuesto a dejarse comer.

Por la venta de empanadas hay mucho muchacho como yo estudiando en una universidad. También muchas acciones comunales, grupos juveniles, parroquias, han subsistido de las ventas de las empanadas. Incluso han viajado a la costa con el dinero recaudado.

A parte del episodio anterior, a mí me parece que la empanada representa el pasado de la mayoría de habitantes de Antioquia. Y los que no hayan comido empanada son seres simples, su característica, no es precisamente la de ser soñadores. Vivieron su infancia a medias.

Para ser consecuente con la hipótesis anterior, tan forzada diría un lector, recurriré a un episodio de mi infancia.

De mi infancia lo que más recuerdo son las empanadas que hacía mi madre. Cuando las comía me sentía un ser afortunado y fantasioso. Imaginaba que las empanadas eran solo para mí, al menos las de mi madre. Hipótesis que se desvirtúo con los años. Las empanadas no son un secreto familiar, como lo puede ser el intento de suicidio o aborto.

Más que los muñecos de yupi y las botas con calcomanías del hombre araña, eran las empanadas.

En mi imaginación creí que las empanadas eran hechas de pequeños hombrecillos que mi madre atrapaba y encerraba en la masa amarilla. Creía que estos hombrecillos estaban hechos de cebolla, papa, carne molida, yuca. Qué como uno tenía sangre y huesos, ellos tenían verdura y sal.

Cierta vez me quedé viendo cocinar a mi madre. Me asustó como ella forraba a los hombrecillos en la masa amarillenta que después echaba a freír. Mierda, me dije, qué cosa tan fantástica y cruel.

Por algunos días me quedé sentado en frente de la cocina, mirando la ventana, por si sorprendía algún hombrecillo, materia prima de la empanada. Una tórtola, una cucaracha, pero ni señal de los hombrecillos.

Decidí preguntarle a mi madre como atrapaba los hombrecillos y si yo también podía hacer empanadas. Ella me dijo que no sabía nada de hombrecillos y que lo de las empanadas se podía arreglar. Al día siguiente me puso a moler papa, carne y yuca. Fue un trabajo agotador. Me inquieté, sabía que mi madre me ocultaba algo. Me mentía sobre los hombrecillos empanada.

Cada empanada que comía lo hacía con sumo cuidado. Tenía la esperanza de encontrarme, en el interior, una piernita o una manita de algún hombrecillo. Nunca encontré nada, pero aún conservo la esperanza. No dejo de mirar con curiosidad cada empanada. Algunos amigos me miran perplejos. Ellos no entienden como disfruto de tal manera con un alimento tan barato. Pero es que ellos no saben lo de los hombrecillos. De saberlo, en vez de mirarme, me ayudarían a buscarlos. En esa búsqueda nos santificaríamos.

Lo que hago cuando me como una empanada y no encuentro nada, me sonrío y me dijo: Camilo, vos si sos un huevón ¡Duendecillos! ¡En que estas pensando! Pero me siento pleno, vivo y niño. Por ello cuando como empanadas miro si los que están a mi lado, también comiendo empanadas, se sonríen. Si los hacen también les sonrío y ellos me sonríen. Sabemos que ocultamos algo con las empanadas y nos hacemos, así no sospechemos lo que sea, cómplices.

Sin lugar a dudas, soy uno más de los que se han ensoñado con las empandas. No sé si encuentre algún hombrecillo. Quizás ni existan. Pero sé que ha muchos les ha pasado lo mismo, incluso con otro alimento, bien pudo ser con un pollo asado, una sopa de fideos o un huevo revuelto. Ahora, si tiene las agallas de confesarlo, yo, el vigilante de los hombrecillos empanada, me sentiría más tranquilo y estaría dispuesto a ser su cómplice. Ya que la vida es más intensa cuando está precedida de pequeñas complicidades.

Mis amigos creen poder salvar el mundo. Mientras los escuchaba recordé, que hace meses, perdí una novia porque no asumí una posición política. Ella no entendía como a mí no me preocupaba el macabro gobierno de Álvaro Uribe. Yo le dije que tampoco sabía porque no me preocupaba. Creyó que le estaba tomando el pelo y me dejó por no ser revolucionario. No volví y ella ahora está embaraza.
Cambiar el mundo no es posible. Las doctrinas están pensadas por hombres y por ende tienen fisuras por las que el control y el poder se filtran y generan la supremacía de los unos sobre otros. No hay igualdad entre los hombres. Los unos disfrutan destruyendo a los otros.
Basta con mirar la prensa colombiana para enterarse que la guerra ha sido la razón de nuestra historia, el deporte de la injusticia.
Uno se pregunta entonces ¿Para qué sirve el gobierno? ¿Para qué la democracia? ¿Para qué la oposición? Si las cosas siguen igual, incluso peor. ¿Los muertos registrados no son ya suficientes?
Quizás sea muy pesimista y si se pueda salvar el mundo. Pero de ser así, no tomaré partido de ninguna reforma. No me interesa. Hay gente nacida para esas cosas, por algo se hacen llamar sociólogos, economistas, politólogos, etc. Que ellos entonces, si pueden, incluso mis amigos, salven el mundo.
Considero que para cambiar el mundo habría que acabarlo. Matar o desaparecer aquellos que estén en desacuerdo, aquellos que por sus condiciones de obreros y de discapacitados mentales no entienden la magnitud del asunto. Así, quizás, con los pocos que queden sea posible un mundo mejor.
No veo como los hombres se subordinen felices y realizados a un acuerdo común. El hombre es testarudo por naturaleza. Habría que extinguir la individualidad del hombre. Y sí el hombre no sospecha quién diablos es ¿Cómo se pretende que conozca a otros?
No propongo nada que este almargen de uno mismo. El único mundo posible de cambiar es el interior, el propio, el más íntimo. Y eso que ese es un mundo aún desconocido. Pero cualquier avance, desde ese punto de partida, puede generar cambio.
Querer cambiar el mundo sería una perdedera de tiempo y un desgaste innecesario. Al menos para mí. El tiempo que podría gastarme parado en un parque, en un auditorio, en reuniones con políticos lo invierto en pensarme y pensar que haré para ganarme la vida. Como conseguiré una casa y un trabajo estable y como haré para que el pelo no se me caiga antes de tiempo.
Mis preocupaciones están más al alcance de mis manos. Me dirán que soy un egoísta y solo pienso en mi bienestar, cuando el mundo se desmorona y se destruye. Si, es verdad, soy egoísta. Pues por más que me angustie eso no va a cambiar la mentalidad del político que roba el dinero público ni la del asesino que quiere saciar su sed de muerte.
El único mundo permeable es el propio. Es saludable cambiar de filosofías cada cinco años. De ahí que las cosas que me desvelan sean las mas obvias, como tener presente que a un tinto no se le puede echar sal y una camisa morada no combina con un pantalón naranja. Además, no se puede ir a un dentista a curarse de un daño de estómago.
Me interesan, en gran medida, las cosas simples, las que me son útiles y me sirven para las necesidades básicas. Ejemplo conseguir dinero, no mucho, el suficiente para tener que comer, vestir, dormir y cerveciar.
La vida no es tan complicada como para embarcase en esa empresa de querer salvar el mundo y ser el mártir de una idea ajena. La vida debe sernos vivible. Y eso es posible si soñamos cosas posibles.
Primero uno y luego, si queda tiempo, los otros. Suena crudo, pero es mi más sincera posición.
El hombre no puede menospreciarse al querer cambiar a otro individuo si éste no quiere cambiar. Eso sería como salvarle la vida a un suicida, que sería igual que matarlo.
En síntesis, no creo en la política ni en la democracia ni en ningún mecanismo de gobierno. Las cosas están tan desastrosamente bien constituidas que es una utopía renovarlas. Ese monstruo establecido no lo permite, así, en los deseos reprimidos de una nación se pida a sollozos un cambio.
Mi único gobierno es el mecanismo de mis decisiones. Soy mi patria. El resto es un accidente que pensaré como evitar y soportar. Por ello no creo en el voto y no voto.
No creo en el cambio que esté al margen de uno. Ese cambio radical que promete un mundo mejor. Mientras existamos los pobres, los que no sabemos la utilidad de la política, los que cada día estamos más jódidos, los que nos reproducimos como conejos, los que optamos por la religión del analfabetismo, los que sonreímos con el estómago vacío, los que si morimos no importamos. Mientras la política, por culpa de la misma política, nos sea ajena como los problemas del vecino, el mundo no se puede cambiar.
Por esa cosa de la política, por ese juego del bienestar público, hemos descuidado nuestra propia vida por seguir los sueños de otro. No votar ni creer en nadie diferente a uno mismo. Quizás así, sin la política, su sentido social, tenga vigencia, al saber que es lo que decidimos para nuestra vida. Quizás, entonces, amigos míos, cuando tenga las cosas claras, iré con ustedes a donde sea, convencido de que se puede cambiar esta mierda.
Por el momento no sé lo que soy y lo averiguo. No tengo trabajo, me duele cada cosa que dejo de hacer, fumo marihuana para bailar mi incertidumbre, fornico de vez en cuando y llevo sobre la espalda una soledad que no conoce la luz del día.
Sí, cuando se decide esa ardua tarea de preguntarse por uno mismo, cual es su misión en esta vida, se descubre que se está perdido. Y se cree que se tenía más noción de uno mismo cuando uno no tenía tiempo de preocuparse por esas cosas.
Los seres que empiezan a cuestionarse y buscarle sentido a su existencia se vuelven bichos raros. Empiezan a padecer una tristeza sin motivo, sin explicación, que no entienden. A toda hora van cabizbajos como si el inclinar la cabeza les menguara la agonía. Se aíslan de todo lo que antes frecuentaban, los amigos, la rumba. Se sienten inútiles en todas las actividades laborales y artísticas. Se creen atrapados en una época que no les pertenece.
El camino a uno mismo es un sendero brumoso, espeso, oscuro. Por ello todo aquel que se aventura a ese viaje no encuentra a donde ir, se para a mitad de camino y no sabe que dirección tomar. No hay brújula ni sol que lo guíe. En su interior no hay más que oscuridad. Eso asusta al viajero y ya no solo cree estar perdido en su interior sino también en el exterior, en su cotidianidad. Empieza a dudar de lo que hace y padecerse tanto interna como exteriormente. Siente las manos pesadas y se le cae todo. Se tropieza con regularidad, no sabe que decir cuando lo invitan a conversar, se distrae y le molesta el ruido, se hace más inexperto con el sexo opuesto, es desmemoriado, olvida citas o reuniones, se queda callado más de lo usual y se hace indeseable a la hora de departir sobre política o religión. En conclusión estar perdido en uno mismo, después de la niebla, es acampar en el desierto.
Pero es más numerosa la cifra de los que desisten del viaje que los que fracasan. Huyen de sí mismos porque les es preferible hacer que pensar. Los hechos son más productivos que los proyectos para ir al abismo. Pero el que desiste de sí para estar moviéndose de un lado a otro, buscando desesperadamente una misma cosa: placer, huye es de él mismo. Huye de sí para encontrar sentido a su existencia en ver televisión, en escuchar reggetón, en drogarse, en tener hijos y conseguir dinero. Pare de contar. Eso se obtiene en corto tiempo. Luego, como no hay más satisfacción, llega la hora de rendirse cuentas y descubrir que no hizo nada para sentirse bien con él mismo. No tuvo tiempo de tirarse en una manga a esperar la noche, no supo lo que era ir al teatro, no vio en otros lo que había de él, vivió sin asombro.
El caso no es envejecer sino vivir. El viejo puede hablar de su experiencia, pero eso no siempre implica que haya vivido mucho sino que aguantó la vida, soportó el peso de los años, nada más.
Cuando se dice que la vida es breve es porque el que lo dice nunca tuvo tiempo para vivir la propia y cuando quiso vivirla se encontró viejo y sin energía. No hizo lo que quiso hacer. Se distrajo en otras preocupaciones que creyó fundamentales. Puso su deseo en un fin que le cegó ante la vida. Los hijos, las profesiones, los electrodomésticos, los bienes raíces, los viajes al exterior... lo alejaron de sí mismo.
En fin, hablo mucho de la vida como si yo hubiera vivido algo cuando apenas soy un bebe en pañales en este mundo. Pero sospecho que esa bruma en la que estoy, mi incertidumbre, es lo que soy. Es la bienvenida que me hago. La bruma es la señal de que ya he empezado el viaje a conocerme y me estoy palpando desde adentro. Sé que después de la bruma encontraré la luz que ando buscando. En mí las cosas terminaran bien. En caso de que no sea así y las cosas empeoren es porque no han terminado. No importa si en el trayecto, en el camino me dicen irresponsable, vago. Considero que la única alternativa para no juzgar es dejarle a la vida, en su sabiduría, que decida que hacer conmigo a casarme con un estilo de vida y descubrir, ya viejo, que siempre estuve equivocado. Estar equivocado siempre es una opción. Al parecer la más fácil.

En algún momento de la vida nos atormenta la idea de fumar, que nos estamos jodiendo los pulmones, que nos arde la garganta, que nos da tos, que nos molesta el mal aliento, que somos adictos, que no paramos de fumar, que es imposible no prender un cigarrillo con una taza de café cuando llueve, que no se puede hacer otra cosa más que fumar cuando se quiere dejar de fumar.
Entonces ¿Para qué dejar de fumar? Si nos detenemos a pensar en que momentos fumamos, descubrimos que es cuando estamos pensando, cuando conversamos con un amigo, cuando queremos desenmarañar un cuento o un poema antes de escribirlo, cuando estamos solos, cuando caminamos.
El humo es la radiografía de nuestras ideas. Claro, no todos fuman para pensar. De ser así este país sería otro y no sería tan analfabeto. Si todos los políticos, los empresarios, los docentes fumaran tendrían tiempo para pensar la vergüenza de ser seres reprimidos, mojigatos de la buena costumbre.
En manos de no fumadores, de entes no soñadores está el futuro del pueblo. De ahí que muchos artistas sean chimeneas andantes, contaminantes del aire. De alguna manera lo que hacen es invitar a fumar y a sentir las delicias de fumarse un cigarrillo en un potrero o en el balcón de una casa.
Bueno, no todos los fumadores son seres pensantes. La mayoría de ellos fuman por fumar, porque un comercial de televisión dijo que el fumador es mas sexy, porque vieron a un estrella estadounidense con un cigarrillo. Pero conservan el principio de los verdaderos fumadores, de los que tosen en la mañana. Ellos así no piensen porque creen que se les cae el pelo, si conversan de su cosas, así sean ridiculeces, pero son las cosas que solo pueden decir cuando fuman.
Sobre el tabaco se ha escrito mucho, cuentos, poemas, crónicas y nos es para menos. Hasta este texto está mejor tratado en otras paginas. Pero ¿A caso no tengo derecho? Si la vida es una espiral como decía Goya ¿No soy un círculo? ¿No repito lo que otros ya dijeron? Por ello la literatura contemporánea no prospera, es humo de otras bocas. Fernando González, en el libro De los viajes y las presencias, dice que un texto puede estar bien escrito, lleno de detalles, pero si el autor no se ha parido en sus líneas, si se ha reconocido a sí mismo, escribirá una obrita para los archivos. De ahí que no me impida escribir sobre el cigarrillo. Son mis palabras, el humo de mi boca.
El éxito de toda relación amorosa se debe a como se conviva con los integrantes del sexo opuesto de la familia. En este caso la madre.
El hombre que encontró el amor, su complemento, fue porque amó insaciablemente a su madre.
Toda relación, después de haber transitado por la fiebre del cortejo, de haber superado la incertidumbre del desconocimiento del otro, de haber aceptado el silencio como otro dialogo, llega a la cotidianidad, a la convivencia, a la intimidad de las relaciones caseras.
En la intimidad de la casa el hombre es él en esencia. Se comporta igual a como se comporta cuando está ebrio. No le da miedo decir te quiero y enojarse. Camina en calzoncillos y reniega porque el huevo tiene cebolla. En casa tiene claro lo que le gusta y lo que no. A veces es injusto. Pero es él.
En la calle es otro tipo. Vende la imagen de Don Juan, de amante, de superhombre, de papá, pero esos comportamientos son máscaras y artificios. Lo que busca es la mujer que lo trate y lo consienta como lo hace su madre.
A fin de cuentas, lo que recrimina, reclama, le gusta, lo llena de su madre es lo que le exige a la persona que lo acompaña.
Se tiene la manía de buscar fuera de casa lo está dentro de casa. Muchos se pasan la vida en busca de la mujer que siempre tuvo a escasos metros. De ahí que se enamoren de cuanta mujer los saluda y siempre estén huyendo.
El hombre puede tener tres mujeres, pero sino se ha detenido a observarse, a analizar como se comporta en frente de su madre o hermana, a entender porque las trata de una forma y no de otra y que esa otra forma es la que utiliza con sus amoríos que se esfuman cuando descubren que los trata de otra forma y no de otra, no puede entender que está solo y que su búsqueda del amor es vacía, sin bases claras.
Me dirán que tengo un complejo de Edipo avanzado, que condiciono todas las mujeres a mi madre, que lo que quiero es follarme a mi madre. En fin, puede ser. Pero los que hayan sido educados con una madre que a la vez fue padre y les permitió el ocio para que pudieran pensar que hacer o no hacer con sus vidas, entenderán a fondo estas líneas, que no son más que gratitud y amor por la madre. La madre es y será la materia prima de nuestras relaciones amorosas.
Los hombres como yo, que han tenido el amor de su vida desde antes de nacer, aventajamos a los huérfanos, a los que nacieron hombres, a los patriarcas, porque no nos basta con una madre. Necesitamos otra, la que nos acompañe a envejecer a un mismo tiempo. Por más que se quiera a una madre el envejecimiento propio es disparejo al de ella. Por ello se le exige y se le da más a la mujer que te acompaña. Ella debe suplir las injusticias de la moral y del tiempo.
No son excusas ni pretextos para justificar el amor por mi madre. Lo que busco, como muchos otros hombres incapaces de confesarlo, es reindicarme con mi madre y que mejor forma que encontrar una mujer que se le parezca, que me toque y que me acompañe a envejecer en un mismo tiempo.
Estas líneas están dirigidas a mis amigos. Son más de dos y menos de cinco. Pero entre esos dos números hay una gratitud que no puedo medir ni graficar con números.
Querido lector, si eres uno de mis conocidos, le pido, cordialmente, que aleje la mirada. Estas palabras lo pueden dejar miope. Es por su bien. La amistad en ojos del no amigo es cosa borrosa. El no amigo por más que intente no distingue ni siente ninguna emoción intima y se aburre. Por ello el no amigo bosteza cuando manifiesta su estima.
Hace días le escuché decir a Cesar Alzate que uno es de donde son los amigos. Eso me parece muy sabio, muy profundo.
Basándome en la máxima de mi querido Cesar puedo concluir que mi patria es mis amigos. Las conversaciones son la geografía de esta nación. País donde las cervezas son el himno patrio.
Mis amigos se entregan como el paisaje a los ojos. Bueno, en sentido metafórico. Pero supongamos que las emociones pudiesen recordarse con la alegría y la nostalgia con que se recuerdan los paisajes, entonces mis amigos serían danzarines ocasos a mi ventana.
Ellos dan más de lo que puedo recibir. Mi condición de pordiosero no es una máscara. Es sincera porque no he pedido nada. Solo recibo. Y no hay intención ello. Lo hago naturalmente, en silencio. Sé que algún día daré toda la ausencia que me define.
Nunca elegí los amigos. El destino me los puso. Así los vivo, así los siento, así los extraño, así los evoco y los dejo partir.
Si son mi patria a donde quiera que vayan es un ya haber llegado para mí.
A mis amigos les adeudo estas palabras. Se las ofrezco porque no son familia y no debo rendir cuentas de mis responsabilidades. Porque no son mujeres que me sugieran ser otro en la intimidad. Porque no son la vida que juega conmigo. Porque no son Dios que pide pleitesía y prudencia. Porque no son arte, porque no son yo es que son mis amigos.
A veces me pregunto que sería de mí sin amigos. ¿Con quién hablar mis preocupaciones más intimas, las que comparto en secreto, las que ante un conocido comprometen mi imagen de individuo cuerdo y piadoso?
Las fantasías solo pueden compartirse entre amigos. Hay una perversión mutua, cómplice y creadora. Perversión que los hace seres inacabados, inagotables. Seres que aprenden a comunicarse con otros diálogos, como una mirada o un gesto. Seres que pueden estudiar la divinidad del ocio sin pronunciar una palabra.
Los amigos me hacen un ser fantasioso e íntimo. Por ello, es monstruosa una fantasía para quien la desconozca y quiera comprenderla, sin antes haberla fantaseado.
A mis amigos, entonces, mis huidas, mis inconstancias, mi situación financiera (siempre en banca rota), mi literatura, mis secretos, mis descabelladas ideas... A ellos yo con todo mi silencio.
Amigos míos, por ustedes me comprometo a fumarme un piel roja en las tardes frías. Como una hoguera a media noche son sus conversaciones. Que mis palabras sea el humo de la hoguera y le rasque al cielo las estrellas.


El hombre es un ente reproductor. Su paternidad pasa a segundo plano por el instinto.
El hombre no está diseñado para entregarse a los hijos. Su espíritu de premiador insaciable, de macho ejemplar, de semidiós agripado y de aventurero lo lleva siempre a ser un tipo insensato, incapaz de fijarse en la cotidianidad del hogar.
El llanto de un niño, la lista del mercado, la administración de la canasta familiar, la educación de los hijos, entre otras cosas, lo alejan de su hombría. De ahí que delegue a la mujer sus responsabilidades inmediatas.
Él, por orgullo, no se atreverá a tomar una trapera, a leerle un cuento a sus hijos. Para él son trivialidades y el hombre que las hace es afeminado.
Si un amigo lo pesca en actividades domésticas le recriminará. Ha perdido el poder de la casa, su autoridad flaquea, de seguir así aprenderá a menstruar.
Para él su lugar en la familia es conseguir el dinero para comer, pagar los servicios públicos, el arriendo.
Por su rol de máquina de hacer dinero pide que se le rinda pleitesía, que no sea debatido, que se le respete porque es el único que piensa, porque sin él no es posible sobrevivir.
Entonces se le debe aceptar la infidelidad, los golpes, las borracheras.
Es un manipulador admitido. Se acostumbró a ser idolatrarlo. Mientras trabaje lo demás no importa.
El hombre llega a una cantina, pide una copa con aguardiente y dice Malparido. Alza la mano y sorbe el licor. Se concentra en la pantalla del televisor ubicado en la coyuntura del techo y la pared, parte superior-izquierda de la barra.

El hombre mira con peculiar atención a la mujer que aparece en la pantalla de ese aparato. La desea. La mujer sino es modelo, es una presentadora de noticias o una protagonista de novela.
La mujer es bella, su rostro no tiene fisuras o imperfectos estéticos. Ella es la mujer perfecta, la mujer que vive dentro de la caja.

En caso de que el hombre le de por destapar la caja o la carcasa del televisor, encontrará solo cables y circuitos en vez de un harem de mujeres bellas.

Aún así, el hombre de entre los cables visualiza caderas, pechos, piernas, nalgas y rostros de las mujeres televisión. Cierra los ojos, aprieta los dientes e imagina sus más inalcanzables deseos.
El hombre paga la cuenta, se toma el último aguardiente y vuelve a casa.

En casa lo espera una mujer de carne y hueso. Antónimo de la mujer televisión. La mira de pies a cabeza. Sus cabellos rebujados, su boja desproporcionada al tamaño de los ojos. Él sonríe de desconsuelo, como gesto de resignación. La culpa por ser su mujer y no la mujer televisión.

El hombre le recrimina a su mujer que tenga mal aliento, que huela a sopa de fideos, que se preocupe por él y le pregunte como le fue.

El hombre sabe que su mujer es lo más real que tiene y es lo único que lo hace sentir hombre, pero algo en él se niega a aceptarlo.

Entonces medio saluda a su mujer para motivarla a servir la comida. Se dirige como un sonámbulo a la sala y se sienta al frente de la televisión imaginar motivos para divorciarse.
El onanista es un ser triste y la tristeza seca los huesos. De ahí que la mayoría sean flacos. No es una regla general, pero si muy característica.

Es muy común, cuando camina acompañado de alguien que le interesa, que lleve las manos en el bolsillo como queriendo esconder su culpa de ya haberla poseído sin consentimiento.

Él no gusta de las caricias prolongadas porque sabe las que quiere. Es práctico en eso del placer. Las caricias que da son la que anhela recibir. No muy lentas ni muy rápidas, no muy suaves ni muy fuertes, solo caricias con carácter y decisión. Caricias que se recuerden.

El onanista no se destaca por ser un deportista o un trabajador juicioso. No tiene energía para ello. Más bien es un ser ocioso con tendencia al psicoanálisis. Eso cuando ha pasado la adolescencia. Le gusta exorcizar de sí todos sus demonios para pensarse. Es común que manifieste ser una persona sin rumbo, que anda en el limbo, en la incertidumbre y que disfruta de ello. Pero en esencia es onanista para ocultar sus pasiones.

El onanista cumple todas sus fantasías en cuestión de minutos. Puede acostase con seres inalcanzables y librase de sus compañías al instante sin disculparse y sin sentir culpa.

Como dato curioso se le ve acompañado de las personas que desea, o observarlas, cuando no las conoce, con vital atención, como si esos actos fueran los frutos de una cosecha. Él recolecta sus fantasías que satisface en el baño o en el cuarto. Siempre en lugares íntimos.

Para muchos el onanista es un ser incapaz que recurre a tales actos por miedo al fracaso. Pero no es así. Es un ser capaz y éxitoso. Él cuenta con un decálogo de fantasías realizadas, una lista de amores disponibles, una inducción de métodos en caricias, una colección de rostros y cuerpos.
De por sí el ononista es un ser cortés, saludable, hasta alegre, minutos después de la consagración a sí mismo. Sabe que no tiene que rendir cuentas de sus actos.

Es un ser débil. Su debilidad se debe a que no tiene que soportar la compañía de otra persona después del acto sexual. Cosa agotadora.

Después del acto se acostumbra a hablar, a representar cierta satisfacción falsa, a dar caricias de compromiso y ocultar el tedio y las ganas de dormir. Se debe aparentar ser fuerte cuando en esencia lo que se quiere es estar solo y reponerse.

El onanista se salta todas las reglas de cortesía que solo prolongan el tedio. Sigue su instinto y se duerme o se marcha, así se le recuerde como un ser insensible. Pero es el más sensible y honesto. No se miente así mismo para satisfacer los miedos de otro.

El onanista es un ser triste y la tristeza seca los huesos. De ahí que la mayoría sean flacos. No es una regla general, pero si muy característica.

Es muy común, cuando camina acompañado de alguien que le interesa, que lleve las manos en el bolsillo como queriendo esconder su culpa de ya haberla poseído sin consentimiento.

Él no gusta de las caricias prolongadas porque sabe las que quiere. Es práctico en eso del placer. Las caricias que da son la que anhela recibir. No muy lentas ni muy rápidas, no muy suaves ni muy fuertes, solo caricias con carácter y decisión. Caricias que se recuerden.

El onanista no se destaca por ser un deportista o un trabajador juicioso. No tiene energía para ello. Más bien es un ser ocioso con tendencia al psicoanálisis. Eso cuando ha pasado la adolescencia. Le gusta exorcizar de sí todos sus demonios para pensarse. Es común que manifieste ser una persona sin rumbo, que anda en el limbo, en la incertidumbre y que disfruta de ello. Pero en esencia es onanista para ocultar sus pasiones.

El onanista cumple todas sus fantasías en cuestión de minutos. Puede acostase con seres inalcanzables y librase de sus compañías al instante sin disculparse y sin sentir culpa.

Como dato curioso se le ve acompañado de las personas que desea, o observarlas, cuando no las conoce, con vital atención, como si esos actos fueran los frutos de una cosecha. Él recolecta sus fantasías que satisface en el baño o en el cuarto. Siempre en lugares íntimos.

Para muchos el onanista es un ser incapaz que recurre a tales actos por miedo al fracaso. Pero no es así. Es un ser capaz y éxitoso. Él cuenta con un decálogo de fantasías realizadas, una lista de amores disponibles, una inducción de métodos en caricias, una colección de rostros y cuerpos.
De por sí el ononista es un ser cortés, saludable, hasta alegre, minutos después de la consagración a sí mismo. Sabe que no tiene que rendir cuentas de sus actos.

Es un ser débil. Su debilidad se debe a que no tiene que soportar la compañía de otra persona después del acto sexual. Cosa agotadora.

Después del acto se acostumbra a hablar, a representar cierta satisfacción falsa, a dar caricias de compromiso y ocultar el tedio y las ganas de dormir. Se debe aparentar ser fuerte cuando en esencia lo que se quiere es estar solo y reponerse.

El onanista se salta todas las reglas de cortesía que solo prolongan el tedio. Sigue su instinto y se duerme o se marcha, así se le recuerde como un ser insensible. Pero es el más sensible y honesto. No se miente así mismo para satisfacer los miedos de otro.





A todos nos debe preocupar el orden público del país. La carnicería generada por los conservadores y los liberales al principio de esta guerra, las masacres a cargo de la guerrilla, los flagelamientos del ejército, la idiotez implantada al pueblo a través de la iglesia, la arbitrariedad e injusticia impuesta por los paramilitares, la corrupción política.

Eso es para erizarle los pelos a cualquiera, pero, al parecer solo se los eriza a las victimas directas de la violencia. Seres obligados, en su mayoría, a llorar en silencio. Se les enseñó la doctrina de soportar, de ser victimas, de seguir aguantando. Como viven la cosa podría ser peor.

La diferencia de los que aguantan y de los que abusan del poder, es que los primeros quieren sufrir y los segundos no aguantan que se les haga un guiño de ojo. Los primeros, que son todo un pueblo, son simples borregos y los segundos, que son unos cuantos, feroces lobos.

Pero eso puede cambiar y los borregos ser lobos y los lobos ser borregos. Planteo una tesis pensada para menguar la guerra. No acabarla, solo menguarla. La guerra es el tributo a la democracia, el puente al el ideal de Grecia. La tesis consiste en incluir en el currículo educativo de los colegios, de las universidades, de los institutos una materia que se llame VENGANZA. Si, como se lee, VENGANZA. Bien podría incluirse en el evangelio de la misa de los domingos.

Enseñarle a la gente a matar por VENGANZA. Que tengan un propósito, una misión que realizar por odio.

Suena ilógico, pero tiene su aplicabilidad. Aquí los que matan lo hacen por deporte. No saben nada del muerto. Nunca se preguntan la causa de su muerte. Son los sirvientes de ideales ajenos que desconocen. Basta con preguntarle a los peones de la guerra que por qué matan y contestan porque el jefe les ordenó. No sienten nada por el muerto. Sentirían más remordimiento si se les dañará una silla. Si se va matar a alguien que al menos se involucre al corazón. Sería una muerte honorable, una muerte sentida.

Sí se matara al violador de tu hermana, al asesino de tu padre, al que te escupió en la cara... Y se estudiara con sangre fría el arte de la muerte, la mortandad se reduciría a la mínima expresión.
Cuando se quiere matar a alguien el resto de mortales poco importan. No se volvería a ver en los medios de comunicación noticias referentes a masacres. Morirían graneados y no a montones.
Si cada persona que ha sufrido la desaparición de un ser querido se vengara, saciara su rencor, estaría lista para graduarse en el arte de la VENGANZA.

La VENGANZA no permite que otros paguen los paltos rotos. Es tanto que las relaciones interpersonales mejorarían. No se delegaría en los otros la responsabilidad de solucionar los problemas propios.

Algo tiene de cierto ese dicho de que si no puedes con tu enemigo debes unírtele. Entonces, los civiles, los escupitajos de la guerra, se convertirían en una plaga con sed de VENGANZA, con ansias de matar a sus agresores. Serían un batallón de ratas indestructible e intocables.Además, andarían armados, y por ende los agresores pensarían dos veces en hacer cualquier fechoría. Habría tal tensión, tal respeto por la idea de la VENGANZA, que los opresores sensatos pasarían de largo.
Me llamo Camilo Betancur y de todos mis amigos soy el que tiene los pies más grandes, y quizás más flacos.

No me avergüenzo de ellos. Al contrarío, son mi mayor atractivo. Los pies grandes, que parecen más a aletas de buzo, son la defensa del cobarde. Están hechos para huir. Máxime si se tiene en cuenta que con las mujeres las batallas se ganan huyendo.

También son un atributo del buen caminante, así como los dedos largos caracterizan a un pianista, a un escritor, a un guitarrista y las orejas pequeñas delatan a una mujer inteligente.
Si, además de tener los pies grandes soy un cobarde. Todos tenemos defectos, pero los defectos aceptados están más del lado de las virtudes.

Mis pies, como decía, son grandes y feos. De pequeño no me quitaba las medias. Me avergonzaba de ellos y de los calambombos que tengo en las coyunturas de los dedos. ¿Se imaginan la incomodidad de dormir en casas ajenas, aceptar una invitación a una piscina y la insensatez de bailar descalzo un bambuco? Eran mis grandes tormentos. Por esa época era más un renacuajo que un niño.

Pero tener pies grandes me ha facilitado las cosas, con las mujeres sobre todo. A ellas les gusta que uno les hable de los tabúes, de los temores, de los defectos y cuando se les hace participe, ellas se sienten parte de uno.

No me imagino un cuerpo simétrico, perfecto. Sería un cuerpo aburrido, sin encanto. La belleza es una espiral en la estética, la sensibilidad no codificada. Uno desea más las partes deformes, el talón de Aquiles del otro. Entonces se acaricia, se besa como queriéndole decir que ya no es su talón de Aquiles, ya hay quién lo proteja. Así mis pies han despertado el instinto maternal de las mujeres que han estado conmigo. Es tanto, después de terminar me llaman añorando mis pies.
Sí, mis pies despiertan cierta simpatía. Son tan amorfos que sonrojan, asombran. En ocasiones siento celos de ellos. Opacan mi personalidad. Importan más por el misterio que generan que lo que yo pueda decir de mí. Además su tamaño genera curiosidad. Hay una creencia de que el que tenga pie grande tiene un miembro responsable.

Bueno, mis pies son grandes, feos, es lo único que debe importar aquí. Lo otro es retórica.
Continuando, gracias a mis pies me he salido de más de una metida de patas. A ellos debo que aún no tenga un hijo y que no sea un ser sedentario.

De seguro sino hubiera nacido con los pies grandes tendría los pies pequeños y sería un administrador de empresas o un sacerdote.

Medellín no tiene parques públicos ni zonas verdes que los respalde. Todos los parques son un tributo al concreto. Para subirse en un árbol hay que dibujarlo con crayolas en el concreto y pararse sobre él. Esos parques están diseñados para que la gente llegue a ellos y continúen con la presión vivida en sus casas.

No es sorprendente que muchas mujeres en estos sitios se les escuche cantar pedazos de canciones de un comercial de detergente. La arquitectura de estos parques esta hecha para que las amas de casa no olviden las canciones de Fab o Lavomatic, para que los hombres suden y piensen en las modelos de cerveza Águila.

Estos parques son la enajenación de la civilización y mientras esta gente no se pregunte por ellos mismos el sistema es una rueda engrasada que gira a la perfección.

Así es Medellín, la ciudad en que se lee, según las campañas publicitarias. La ciudad futuro, la ciudad civilizada, la ciudad sur. Pero Medellín es una farsa. Medellín es la ciudad de la indiferencia, un juego de intereses políticos, una ciudad visitada en lugares estratégicos para proyectar una imagen equivocada, una ciudad invadida por el progreso y la prisa, la ciudad de la moda de desconocer al otro, la ciudad de los envases de cerveza vacíos, la ciudad de robots con corbata.

Era más Medellín cuando era la capital del sicariato, cuando Pablo Escobar era el Mesías, el Jesucristo que convertía el agua en Wisky y multiplicaba la cocaína.

Medellín ahora es una sonrisa plástica llena de prótesis. Los académicos se jactan de que a Santo Domingo subieron los reyes de España, y que Medellín fue la cuidad cede para el congreso de la lengua. Cuando aquí ni los indigentes saben hablar para atracar. La Medellín de los parques y la zona verde es ya más recuerdo. Arquitectura de postal.
Quién escribe carga con el peso de sus días alegres y otros no tan festivos, en los que desea debatirse a puños con cualquiera. Es un tipo que duerme, orina, se amarra los zapatos, se desvela en las noches esperando llamada de una mujer, trabaja, le da hipo, suda, se pee y no se baña por higiene.

Nada del otro mundo esconde en estas líneas, excepto su llanto. El mundo necesita personas dedicadas a atormentarse por el daño producido por otros. Por aquellos que están tan decididos en derrotar todo obstáculo con tal de lograr sus metas, el llamado progreso, que forjan su propio bienestar sobre el quejido estomacal del hambriento.

Las seguridades adquiridas por el dinero son el muro que divide al hombre del hombre y de la naturaleza. El hombre camina sistemáticamente porque así se le educó, autómata de autómatas. Esta en vía de extinción el individuo que camina las tardes de los sábados y se deja embrujar por el paisaje.

En lo profundo del pensamiento, allá donde las ideas fenecen si nacer, el extraviado de sí mismo pide a gritos una sacudida, una válvula de escape a su lenta, lenta muerte ¡Arriba la motosierra!Acabemos de una vez por todas con todo. Desempolvemos la escopeta del abuelo y desde los balcones coleccionemos transeúntes. Démosle uso a los destornilladores, que os sirvan para arrancar ojos. Quememos vivos a los amigos. Empalemos a los que utilizan todo tipo de violencia para ejercer el poder. Declarémonos la guerra. Esos son los pensamientos ocultos del que no se conoce, del que se traga cuanto piensa y finge estabilidad, del que naufraga por no reflexionarse. Nada más simple y más complicado que eso.

Por ello, es hora de pensar más allá del matrimonio, de la procreación, de sistematizar los días como maquinas. Hay que volver a confiar en los pies, son ellos los que nos guían. Volver a reconocer las orejas, las narices, los ojos, las pestañas... Hace falta pararse en la ventana y ver fugar los ocasos.

Pero, mientras nada pasé y el individuo se siga desintegrando día a día por temor a su inconciencia y por ende al exilio, solo queda sufrir por el daño causado por otros. Lector, así que alce el pañuelo por el fututo. Llore hasta que considere necesario salir a la calle a golpearse con el primero que encuentre. Si sobrevive a la pelea, en la recuperación, en lo que demore en sanar las heridas, tendrá una porción de tiempo para pensarse y llorar.

“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio, pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” Mateo 5:27, 28.



El amor ha muerto. Claro lo tenemos en nuestros corazones. De ahí que la infidelidad sea tan común como comer y vestir.


La rutina, el habito y la costumbre han adormecido el deseo por el otro. El otro ya no es una soledad que nos acompaña a conversar largas horas.


La individualidad del otro es en un electrodoméstico más en la casa. De ahí que el otro se desee de la misma manera en que se ansía una máquina de moler o un calcetín.


¿Qué pasó con las cosquillas en el estómago? ¿A dónde partió el erotismo? ¿Dónde quedó el brillo en los ojos? Parece que la necesidad de ser amado se fue de casa.


Somos entonces, en su mayoría, los hombres los que decidimos ir a buscar lo que ya no poseemos, lo que reclamamos en casa: Mujeres que nos despierten el deseo. Mujeres que nos complazcan con posiciones como el pollo asado, la vaca muerta, el fraile, el helicóptero.


Nosotros apaciguamos nuestras carencias afectivas con nuestro instinto de premiadores insaciables. La variedad de mujeres nos reafirma la virilidad.


Tal vez hay que replantear el amor cortes, el que se implantó en Europa en los siglos VII y VIII. Era el amor de la soledad, el que cantaban los trovadores. Un amor que consolidaba el matrimonio como contrato civil. Fuera del tramite se tenían amantes. Era un adulterio aprobado. ¡Sí! Opto por el amor cortes.


El amor cortes revivirá las cosquillas en el estómago y le quitará al otro su facha de electrodoméstico. Será lo que nos vuelva contemporáneos a la sociedad de consumo y al ataque publicitario de los medios de comunicación.


El amor cortes nos hará alucinar con el otro. Sobre todo cuando las campañas publicitarias nos restrieguen en la cara sus modelitos semidesnudas. El amor cortes dará otro giro a la moral. Será un elogio a la fornicación. Así apaciguaremos el dolor de ver una Ana Sofía Henao en la carátula de un cuaderno de norma.


El amor cortes hará resurgir el deseo. Nos dará la posibilidad de amar fuera de casa donde el corazón late a gritos. Y al llegar al hogar nos hará soportable las caras de nuestras mujeres. Caras pálidas, sin rubor en las mejillas.


El amor cortes o si se quiere la infidelidad hará que seamos menos mojigatos y dejemos de concebir el amor como un bien patrimonial, inasequible al deseo.