Tres amigas se encuentran después de varios años. Las tres tienen niños pero ninguna ama al padre que los engendró.

- Yo creo que a los hombres, cuando se lo merecen, hay que darles un bofetón. Dice C.

- Yo creo lo mismo. Pues el chico con el que andaba está enfermo. Como no quise nada con él y eso es decisivo, él se endiabló y se puso violento. Pero, cuando una no quiere nada con un hombre ya nada le despierta el deseo. Bueno, el caso es que este chico llegó a desesperarme tanto que una vez le tiré el mercado encima y le di puños como una loca. Confieso que descansé. Concluye L.

- Yo salí con un man que si estaba loco. Imagínese que una vez en el centro, sin motivo, empezó a armarle problema a otro chico que estaba sentado. El chico me decía que me lo llevara que estaba a tiempo. Pero nada, este man seguía insultándolo e invitándolo a pelear. Hasta que el chico sacó un cuchillo y nos persiguió tres cuadras. Cuando llegamos a la casa me lleve las manos a la cabeza y empecé a gritar: “¡Hijo de puta, hasta hoy sigo con vos! ¡Me voy! ¡Casi me haces morir de un infarto! Contaba F.

- Y qué sucedió luego, pregunta L.

- El man se queda mirándome como si yo fuera la loca y me dice que me calme, que lo estoy asustando, que mirara como temblaba Lulu, la perrita que le había regalado su madre. Me dio más piedra y de un manotazo cerré la puerta. Concluye F.

- Hiciste muy bien, pues yo al mío, y lo celebro, después de aguantármelo casi cinco años, le di su bofetón. La cara que puso. Es para morirse de risa. Como si le hubieran cambiado la compañera y él no se hubiera dado cuenta. Finaliza C.

- Creo que nos enredamos, quisimos ser mesiánicas y nos crucificaron. Yo admito que hubiera querido que mi nena hubiera sido hija de un hombre que admirara. Pero, a veces, veo unos gestos que hace la chiqui y me descentran. Dice L.

- Es cierto, pero también hay que aceptar que nadie nos obligó y hasta lo disfrutamos. Responde F.

- Pero eso no quiere decir que sean ellos los compañeros que deseamos para educar a nuestros hijos. Todos son unos miserables y tus experiencias F. no son las más afortunadas. Argumenta C.

Justo en ese instante se escucha el llanto de un bebé y las tres mujeres, como felinas, corren a socorrer el hambre de alguna de las tres creatura que sueña con caballos azules que cabalgan por los tejados.
Es de noche, nos hemos fumado un porro y quiero jugar con los ovarios de ella. Para que la cosa no sea muy evidente,  sigo siendo, a pesar de mi reputación, un viejo discreto y busco mi cuaderno de apuntes y le leo algo insinuante. Ella sonríe, se lleva la mano a la entre pierna y me dice:

- Florentino estas pasado de moda.

- Pero nena, si lo que quiero es compartir una rato contigo, nada más.

- Por eso mismo. Lo que no entiendes es que a los caballos viejos los reemplazan los caballos jóvenes, los que aún son briosos.

- Bueno, pero vení te leo un último texto.

Aprovecho un descuido de ella y llevo mi mano a sus piernas y ella me abraza pidiendo más caricias. En ese momento me retiro y le sonrío:

- Mis mañas son más inquietantes que los bríos. Nos vemos linda.

Me confunden los trámites. Hasta para llenar una boleta que dan en los supermercados por compras mayores de 20 mil pesos para la rifa de un televisor necesito que me ayuden. Lo único que hago por iniciativa propia es asustarme.

Soy experto en aburrirme, constante en la inconstancia. Por eso me cuesta cultivar afectos y me es imposible llamar a un amigo:

- ¡Hey! estoy solo y triste. ¡Qué tal si nos tomamos una cerveza o un café!

Pero no llamo. No puedo, aunque anhele hacerlo. Me gusta estar solo porque no soporto la idea de decirle al otro hermano solo cuando lo necesito. Cuando pido algo es porque sospecho que no me lo pueden regalar o solo por aparentar que soy descarado.

Últimamente que intento explicarme me siento más incoherente. Recurro más a la paradoja para estar conmigo. De ahí que Julio Cortazar afirme que las explicaciones son errores bien vestidos.

Por épocas dejo de frecuentar a los amigos porque no me soporto en ellos. Somos insoportablemente parecidos y por ello acudo a la distancia que es distinto que al olvido.

Después de mucho reflexionar sobre estos sentimientos he encontrado que se deben a que no estoy reconciliado con lo femenino. Y si mal no recuerdo, esta ruptura me ocurrió cuando tenía catorce años. En ese entonces se abrió esta herida que aún supura.

Una noche, si el proceso debido me acosté niño y al día siguiente desperté joven. De un momento a otro caí al abismo y le vi la cara al diablo.

La caída la proporcionó una prima. Gracias a la electricidad de su cuerpo olvidé mis muñecos de yupi, mis volquetitas de madera, mis llantas, mis paraísos perdidos, mis castillos de arroz, mis sueños de ciruela…

Ella me besó en la boca, puso su pezón en mis labios, me mordió la oreja, me incitó a que le enrollara su vello púbico y luego lo soltara como resorte.

Después de lo sucedido con la prima sentí en la mitad del pecho un vacío inexplicable. Con el paso del tiempo entendí que lo que me había sucedido en ese momento era que había perdido la inocencia. Lo peor de todo era que mi prima ocupaba todos mis pensamientos. Ella me había despertado todas las hormonas y todo para mí a partir de ese momento era follable: El aire, las matas de plátano, las revistas de cromos, las mortadelas, los caramelos del álbum de chocolatinas, las cáscaras de banano, las gallinas, tu tía y tu novia, todas las mujeres, el amor… eran follables y la prima retefollable.

El único problema era yo con mis cuatro pelos en el sobaco, mi voz de megáfono averiado y mi insinuación de bozo. Es decir, apenas tenía tarjeta de identidad para entrar en la prima y partirla en dos. Mientras su novio era mayor de edad y podía partirla en dos las veces que se le diera la gana. Eso ya era una diferencia abismal.

Con los días el deseo por la prima era más fuerte. El recuerdo de su desnudez de jugo de naranja raspándome el estómago, la vejiga, los riñones me daba escalofrío en la noche hasta que jodido de tanto pensarla me masturbé. Estaba boca bajo en cama y al moverme sentí algo bacano. Me volví a mover y más bacano. Mierda, la cosa de moverse sobre el colchón es bien bacana, me dije y pusssssssssss. ¡Mierda! Pensé que el pipi se me había dañado. ¡yo, el gran Florentino puedo quedarme mongólico! Estaba tan asustado que recé un padrenuestro, el primero sentido de verdad.

No sabía lo que me pasaba porque nunca estuve preparado para mí. Sabía que me había saltado un paso y por eso era que me contradecía una y otra vez. Por ejemplo, me decía no más colchón y volvía al cochón con más determinación hasta que descubrí la mano y con la mano me quedé. Me parecía fantástico que pudiera apretarla o soltarla un poco imponiendo mi propio ritmo.

Culpé a mamá por lo que me sucedía con las mujeres. La maldije porque ella no me dijo que el amor era un casco de limón untado de pimienta que te extrémese y te deja lleno de llagas y suspiros. Tampoco me advirtió que la mujer entra en uno como si uno fuera un cuarto y te desordena para luego irse.

Pobre mamá, ya no la culpo, apenas tuvo tiempo de ser ella para educarme. Madre te perdono por haberme dado la vida. Te perdono porque ahora soy yo quien debe aceptar que soy esta mancha de aire perdida en algún lugar del olvido. Madre te libro de todas mis culpas porque ahora voy, como siempre debió ser, sin desvíos, a la invisibilidad, a la inutilidad total.