Hartarse de respirar, de creer que la mujer que quieres aparecerá de pronto y te dará un puto beso, de mirar por la ventana las mismas nubes y asombrarse porque todavía eres un romanticismo pasado de moda, de usar bufandas porque es el accesorio del siglo XXI.

Hartarse de que los amigos aparezcan con discursos vitalistas y luego se marchen dejándote a oscuras, de leer y no recordar, de escupir sin que nadie te vea, de no poder desprenderse de la madre porque cocina muy rico.

Hartarse de que amor sea solo una función de un cajero automático y no tengas cuenta bancaria para el cortejo, de que el sexo deba padecerse para sentirse mamífero y eterno, de que la soledad te siga halando las piernas antes de dormir y se te burle por triste, de que cuente hasta diez y nada suceda, de que a muchos kilómetros estén los senos que tanto te deleitan en la mujer que ya no delitas.

Hartarse de la sombra, de las entradas prolongadas, del bruxismo agravado, de la hipermetropía y el astigmatismo, del estómago delicado, de ocio adictivo, del pájaro que canta menos porque no le gusta la jaula rectangular de la loca sin alpiste, de la barba que aparece, de las orejas que crecen, del reloj que te dieron para que te digan señor en la calle, del teléfono que no suena porque no te interesa hablar sin mirar a los ojos, de los años que te inmovilizan, de las mujeres que ves en el metro y no vuelves a ver, de los artistas que creen que pueden salvar el mundo porque son flacos y buena vibra, de los evangelistas que profetizan el paraíso y no soportan la picadura de un zancudo.

Hartase hasta que los ojos se pongan rojos, hasta que las cervezas estén vacías, hasta que a la cama vuelva una copiloto, hasta que se acepte que no hay remedio, que todo está jodido, que las ciudades se tragan los espíritus, que los cuerpos nacen sin alma, que la muerte se divierte de tanto vivo muerto y por eso se lleva a los vivos vivos.

Hartarse para estar en domingo toda la semana, besar sin deseo, comer de gula, hablar de solo, caminar sin rumbo. Hartarse, hartarse, hartarse… de una buena vez hartarse y ser indecente para hartar al otro y hartarse menos uno mismo.
NO te escribiré más si eso es lo que quieres. Seré breve entonces. Basta de esperanzas, de juegos invalidos del corazón. Pero mi corazón invalido te dice adios con un te quiero entre latido y latido. Aún eres magia que derrota la ausencia. En fin, querida mía, hasta que el azar se acuerde de nosotros.
Saludes a Catalina, la gata que nunca quise.
Encontrarse a una persona que no tenga un raspón en las rodillas y los codos es un descubrimiento a tomar en cuenta. Porque las cicatrices son recuerdos en relieve que develan que hubo un sueño o una lección importante.

Recuerdo una caída monumental. Estaba en sesto y mamá me había dado una bicicleta verde marca Arvar. Con varios amigos nos íbamos en las tardes a patrullar la carretera de la vereda. Queríamos aprender a pedalear de pie y ser ciclistas expertos.

Cierta vez, un sábado, mamá me dijo que fuera por la leche. Tomé la bici porque había que atravesar la vereda. Sentía el viento y las manos temblaban en el manubrio al pasar las rocas y los huecos. No había nada más mágico.

De regreso a casa vi a una niña que me gustaba. Su mamá la peinaba. Me acomodé la mochila en la que llevaba la leche. Empecé a pedalear de pie para que ella me viera. Justo frente a su mamá caí sobre la barra y luego al suelo. Me levanté como pude. La botella de coca-cola litro y medio en la que traía la leche se quebró. Intenté pedalear pero la cadena se había enredado. La niña y la mamá fueron en mi ayuda. Les dije que no había pasado nada y me monté en la bici. Cuando me aseguré de que ellas no me veían me miré los codos y las rodillas. Estaba raspado. Entonces lloré y descubrí que los hombres si lloran y el amor era una caída vergonzosa.

Me caí muchas veces y por ello desconfío de aquellos que no tienen cicatrices. Por lo regular son el tipo de personas que hacen un escándalo porque los picó un mosquito o les salió una espinilla en la nariz. Son los que caminan hasta donde llegue la señal del celular. Son los que viajan y se fotografían desde todos los ángulos posibles para poder tener tema de conversación. Son los que no se atreven a cambiar de rutinas. Son los que temen volver a la infancia donde rasparse las rodillas no era un evento traumático.
Me desperté con la respiración entre cortada. Había soñado que estaba iracundo entre las sombras. Fui a la cocina por un vaso de agua y volví a acostarme.

Al día siguiente tenía una cita con una amiga. Ella me había invitado a caminar a su pueblo natal. Comparamos una caja de vino tinto, frutas, agua y panes. Llegamos a una quebrada. Extendimos una sábana y nos comimos los panes con mantequilla. Ella extrajo de su bolso una pipa y fumamos marihuana. Nos tocamos. Los movimientos eran lentos. Los besos más profundos y secos. Nos apretamos y sentimos los cuerpos bajo la ropa. Pisss…

Desde hacía unos días me sentía desconfiado de mis erecciones. Había llegado a un estado de plenitud que no hacía falta el deseo. Entonces cada encuentro duraba lo que duraba la primera erección. Después no había fuerza que hiciera erguir el pájaro. Cuando sucedió el estremecimiento quedé casi muerto y lo único que quería era dormir. Ella durmió conmigo.
Nos despertamos y tomamos vino. Fumamos más. Las nubes ennegrecieron el cielo y se escucharon los truenos. Decidimos marcharnos. Había que cruzar la quebrada descalzos. Luego subir una roca para llegar a un camino. Sobre la roca nos besamos. Empecé a olerla. Ella se sentó encima. La fricción de los cuerpos cada vez más violenta. Empezamos a gritar como animales en celo. Parecíamos gatos, lobos, perros cuando nos tocábamos. El deseo en un ambiente natural, rodeado de árboles, viento y agua era más instintivo.

Un trago de vino. Nos despedimos con un beso en la mejilla. Estaba cansado pero con ganas de seguir hasta el fondo. Quería más acción. Tenía sed de cuerpo. Llamé a una amiga que estaba cortejándome hacía unos días y que había evitado porque no me gustaba. Nos encontrarnos en su apartamento. Estaba recién bañada con el cabello mojado y suelto. Nos sentamos en un sofá. Ella trajo ron y cervezas. Nos besamos. Nos tocamos. La erección fue sofisticada y de aguante. Nos mordimos. Ella me tocó el miembro y yo llevé mis dedos a su sexo. Los gemidos y la furia. Con violencia nos revolcamos en el sofá, en el tapete, en la cama. Pisss…

Ella me abrazó y yo quería dormir al otro lado de la cama. Además no me había gustado que tuviera barba bajo el mentón. Tampoco que en los dedos me hubieran quedado grumos. Me eché saliva en los dedos y los limpié en la sábana. Ella con su lengua me rodeó la oreja y cerré los ojos. Estaba agotado y pensaba en como irme. No me arrepentía de lo que había sucedido pero no quería que se repitiera. Ella no me gustaba y estaba en su cama queriendo irme. Para no desespérame con las caricias fraguaba un plan de escape. Había decidido irme y no volver. Huiría definitivamente.

Abrí los ojos y ella estaba aferrada a mi pájaro. Me hizo el mejor sexo oral de los últimos suspiros. Sin besarla me aferré a ella. Sobre la pijama le hice presión a su vientre con mi pelvis. Empecé a sudar porque era una urgencia venirme para poder huir. Pisss…

Dormí otra hora. Ella tenía el desayuno servido. Ninguno habló. Lavé los platos. La miré y le dije chao. Ella dijo chao. Tomé el autobús rumbo a casa. La ciudad estaba gris. Una brisa empañaba los cristales. Limpié el vidrio. No tenía rabia