Llegué hace unos días a una ciudad donde nunca llueve, donde el aire infecta más que el cigarrillo, donde el transito es un accidente gramático, donde la comida es infinita, donde me va bien y no me siento bien. Para el vacío no hay fronteras.

Camino por las calles sin rumbo, con las manos en los bolsillos. Bolsillos que están rotos de soportar el peso de la incertidumbre. Entro a supermercados, compro cigarrillos. Camino, me siento en las plazas públicas a mirar a la gente. Miro e intento pararme y contar historias para ganarme la vida de esa forma. Pero me abrumo y me quedo sin hacer nada. Regreso al cuarto triste y desilusionado de mí.

Por suerte un amigo me hospeda sin cobrarme alimentación y dormida. Paso las noches sin frío y con la panza llena. Pero no es suficiente. Falto yo. Me la paso encerrado en el cuarto, leyendo, escribiendo, fumando, pensando en mi problema con el sexo opuesto.

No me interesa el mundo afuera si tengo para comer y dormir. Menos trabajar para conseguir dinero, vivo con poco y ahora lo que quiero es escribir. Nada más que escribir. Entenderme. Hacer de mis líneas tubos de laboratorio de mi personalidad. Ando hecho un lío de párpados caídos.

Así van las cosas. De vez en cuando cortejo a una chica y cuando lo difícil está hecho y solo falta pedir el número telefónico, el mail, el abrazo, el beso, la fiesta, me despido.

Dentro el deseo se debate con la voluntad. Deseo abrirle las piernas a todas las mujeres, pero quiero dominar el instinto, dejar de añorar y temer al amor. Por eso no salgo. Quiero estar en todas mis facultades para ver más allá de mis limitaciones.

Llevo cuatro días encerrado. Cada vez el precipicio aumenta. Doy golpecitos en el pecho y escucho el eco, el vacío ilimitado dentro de mí.

La habitación dentro de una pensión, Juan dentro la habitación, el vacío dentro de Juan, y las sombras, el gris, las calles, el frío, la cabeza baja, el peso, el dolor de garganta y el paso de los días como dardos en los ojos.

Otra vez la altura hacía el fondo de mí. Otra vez la ventana y la tentación de saltar de cabezas al asfalto.


Ayer dormí en mi primer cuarto que no debo abandonar al otro día. Miré la llave antes de dormirme y la puse al lado del pasaporte, la cedula de ciudadanía y algunos soles. Descubrí la importancia de tener llave de un lugar. Es la señal de que eres independiente y no tienes que pedir permiso para salir o entrar. Es una ruptura, tal vez la primera, al cordón umbilical.


La habitación está entre la llave. Pues es la llave la que me permite el ingreso y saber que lo que veo está diseñado a mi gusto. En el cuarto hay una cama portátil, de hierro, negra, de una plaza. Para que fuera cómoda la cama, Hernán, el hermano de Neville (el peruano que me hospeda) me ayudó a buscar algunos cartones. Doblamos los cartones después de limpiarlos. El polvo se extendía, estiraba los brazos y tocaba todo. Sobré los cartones acomodamos el colchón que forramos con una sábana de Aladino.


Barrí el piso. El polvo salía por la habitación y se pegaba a todo, hasta a los sueños. Salía por la puerta e iba directo a la terraza, en busca de ropa limpia.


La habitación está en un tercer piso, es la única que hay en el tercer piso, es la única que abre mi llave. Porque una llave tiene su chapa así como uno tiene su mitad por ahí que no se deja encontrar. Soy llave sin chapa pero si tengo una llave con chapa. Espero que esa chapa a la que debo incrustarme también busque a la lleve con antejos que soy.


Para subir al cuarto hay que utilizar una escalera de madera. La escalera se debe apoyar en la pared cada que se baja de la habitación. En caso de que otro inquino mueva la escalera, debo gritar para que alguien la acomode y así poder descender.
En el segundo piso hay siete habitaciones, en su mayoría habitadas por peruanas. Hay dos baños y un lavadero compartidos.


La habitación de Neville está al final del pasillo del segundo piso. Ahora es una habitación limpia. Hablo de esta habitación porque también tengo las llaves de ella, por eso la siento cercana. La limpiamos, le sacamos el polvo. Para pintar es lógico mover las cosas y llegar con trapos a ángulos insospechados, a las oficinas de operación de la gripe porcina. Claro que mientras pintábamos y limpiábamos hablábamos de otros polvos en otros cuartos triangulares, más húmedos, más coquetos, más precisos, más rosados, más gritones, más íntimos, más paisas, más dispuestos a dejarse mover de sitio, a dejarse aspirar la mugre con besos y palabritas torcidas.


El resultado es que como pintores nos va mejor conversando. Pues fue un fracaso el cuarto. Quedó como para mirar de reojo y evitarse el comentario por respeto al buen Neville.


Ya en mi cuarto, en mi primera noche en mi cuarto, miré la llave. Me sentí raro, con ganas de llorar, pero de alegría. Sabía de la importancia de las llaves y sus propiedades curativas.


La llave es manifestación visible de la intimidad, es el conjuro al lugar que espera sin horarios. Las llaves son un camino a la libertad y la despreocupación. Con la llave se posee la tranquilidad de ser y estar en un lugar donde es posible tirarse sus pedos, hablar dormido, levantarme a media noche y fumarme un cigarrillo, conducir alguna vecina a jugar un poco a las caricias, hacer flexiones de pecho y abdominales diaras para estar en forma cuando venga la muerte. Las llaves dan estatura, calma. La llave permite sentirme parte de algo acondicionado a las propias especificaciones. Las llaves remiten a un espacio propio e intimo.


Porque las llaves de hotel están provistas de llaveros de 20 centímetros de largo para que al huésped le de vergüenza llevarlas. Además son llaves provisionales, con hora determinada. En cambio la llave de tu propio cuarto la llevas a todas partes, incluso cuando viajas lejos y no las necesitas. Hacen parte de tus objetos preciados.
Con una llave se puede abrir un cuarto, un pan, agujerear una pelota, escribir puto en la pared de un baño, señalar el lugar donde vives. Con una llave se lleva un lugar a todas partes.


Una llave guarda muchos otros objetos así la llave por si misma apenas ocupe el lugar de una menta: Las escaleras, la ropa extendida a un metro de la puerta, los gatos que pasan por el techo y maúllan reclamándome por la interrupción de mi estadía a sus aventuras gatunas, los zapatos de nuevo en desorden, la ropa, la mesa de planchar en la que planeo escribir un libro de poemas, el taburete con algunos libros, la canasta donde guardo las medias sucias, la ventana que da al cielo gris, los cigarrillos que se apilan, las voces de las vecinas que quieren conocerme, el jabón de baño que me dio Luciana, la toalla húmeda, el amor debatiéndose a muerte con el polvo, el folklore peruano, la promesa de Consuelo (una de las vecinas) a enseñarme a bailar… Todo eso resumido en la llave del cuarto, en la llave que llevo con cuidado.
Hoy me siento fuerte. Después de dormir en un templo Krsna y bañarme cada que defecara, vestirme todos los días para estar limpio, comer frutas al desayuno, leer, hablar de los chistes sofisticados de Krsna, danzar por las calles de Buenos Aires (Belgrano) festejando el día, soñar con mis manos y hacer lo que quiera en el sueño. Después de despedirme de Luciana, partir con el remordimiento de no haber encarado a la ciudad y sentir las noches en las calles. Después de cuestionarme el amor, Dios, la muerte, la búsqueda, el dolor, la vergüenza, la vanidad, llego a Perú renovado y con una risita bajo los labios a escribir de nuevo para este blog.

Confieso que hice una maldad y no me arrepiento. En el camino, en el bus, conocí a otro chico de Colombia, se sentaba justo al lado. Estaba triste y solo, sin dinero y con ansias de retornar a Cali. Me sentí con nostalgia de estar lejos. Así que mi hice cargo de él y compartí mi comida. Partimos el pan con atún, bebimos agua con Tan (sabor a naranja). Le di galletitas y le conté mi historia. Luego cenamos, le presté un saco por el frío que hacía en la frontera de Argentina con Chile donde en estos momentos los nevados parecen un helado de vainilla. Lamenté no llevar una cámara para demostrarle a mis ojos que existe un blanco más blanco que el blanco. Me sorprendió Chile y sus controles. No puedes entrar verduras ni furtas porque no son nada comparadas con las frutas y las verduras chilenas, por eso hay que comprarlas en Chile. En fin, en Chile si no sos ingles perdes el tiempo y sos un pobre diablo. Afortunadamente iba de paso. Llegamos a Lima y busqué un Hostel favorable. Con suerte encontramos en la municipalidad de San Juan de Miraflores, por Canevaro, frente al bulevar, un hostel de 15 soles. Claro, después de buscar mucho y de pasar por marica al preguntar por una habitación. Pues no había hostales de viajeros sino de traque que traque ¡ay que rico!

En la mañana le pasé 10 dólares a Fabio para que llegara a Colombia, al menos para que comiera algo. Caminamos un rato. Le hablé del amor, de la necesidad de Dios así sea para interrogarlo, de la dicha de viajar, de las ganas que tengo de una arepa, de la idea de llegar a Colombia contando cuentos en el camino. Él me miraba y sonreía. Es un buen tipo Fabio, es más inocente que yo, me cae bien. Almorzamos arroz Chaufa. Fuimos a buscar un billar. No lo encontramos. Nos regresamos y nos perdimos. Pero nos reímos de nuestros fracasos. De pronto, en una esquina, me encontré con otro paisa, lo abracé y me invitó a fumar marihuana. Fumé. Fumé. Fumé. Fabio se quedó esperando en una esquina. Estaba extrañado. Le parecía malo lo que yo había hecho, pero no decía nada por vergüenza ajena. Me despedí de Evaristo, el paisa, le dije que lo llamaría para que nos tomáramos unos vinos y para contarle unos cuentos. Caminamos y dos cuadras después se me borró la ubicación de los pies. Le dije a Fabio que no sabía donde estaba. Él me dijo que tampoco. Sonreí. Le propuse que nos dividiéramos para que uno de los dos se salvara. Él me miró y dijo que no sabía donde era el lugar, ni se acordaba del nombre. Le contesté que yo tampoco porque la bareta no permitía ser racional, por eso estaba dándole la vuelta a Latinoamérica, ganándome la vida contando cuentos. Fabio me sonrío y dijo bueno. Nos separamos. En el bolsillo tenía la dirección del Hostal, el número de la avenida. Así que me compré un helado y pregunté por donde llegaba. Caminé, me acordé de la llamada que le hice a mi madre para decirle “te quiero” y pedirle que rezara un padre nuestro por mí. Me puse el pasamontañas y encontré el camino al hostel.

Moraleja: No he contado el primer cuento y tal vez no lo cuente porque ya es un cuento decir que me estoy ganado la vida contando cuentos. Además fumé ganya, comí helado, llamé a mamá después de dos meses de no saber nada de ella y le hice una maldad a un compatriota. En definitiva es una chimba la vida.
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Dentro, el mal se reprime
el odio habita, nos habita
Cada sueño un crimen fallido
Se entreteje el dolor
se fermenta el origen
la locura
¡Matar matar! grita el corazón
A pinchar ojos con agujas
hacerse bestia
aliarse con las sombras
¡Basta de espectáculos!
Dios no existe
la felicidad es la fetidez en el zapato
Volver al instinto
la animalidad
cazar el alimento con las propias manos
morder
chupar
acabar con la hipocrecía
perder el control
sentir desde las tripas
El amor es un tema inquietante y que no podremos resolver. En realidad no sé que es lo que tanto buscamos en el otro. A veces da la impresión de estar más enamorado del amor que de la persona que lo despierta. Un error que no nos cansamos de cometer, un error vital, un error de contrarios.

Si, nos gusta sin mesura lo contrario. Nos entregamos solo si hay resistencia y nos resistimos cuando se nos entregan. Un juego agotador. Un dolor de intereses truncados.

De verdad me interesa la búsqueda del amor más que el amor mismo, por eso no encuentro ningún hallazgo. Tal vez no exista. En esto no se puede teorizar porque se corre el riesgo de juzgar antes de amar sin haber amado.

Partamos que la convivencia no podrá resolverse. La convivencia fue el gran problema en la literatura de Julio Verne y encontró que no tiene solución. Pues, aunque el hombre se entienda en masa, es decir, en cantidades el hombre es predecible. Ejemplo, se dice que los hombres se interesan más por lo abstracto y las mujeres por lo práctico, la manufactura. De ahí que la mujer sea considerada la inventora de la agricultura y el hombre de la filosofía. Bueno, como datos generales eso es medible y se puede aplicar a un buen número de personas. Pero, a lo que voy, es que el hombre como individuo es impredecible e inclasificable. Nadie sabe como actúa en él su inconciencia. Y el que cree tener alguna luz en sus impulsos luego se queda frío al saber que, como lo expresa Wilde, solo se es conciente de los impulsos más débiles, pues una fuerza aterradora es la que gobierna. De esta manera las cosas se complican pero en esa misma medida fascinan.

El amor, gran dilema. Parece que se despierta cuando la esperanza va perdiendo su brillo. Recuerdo un episodio con Luciana, fui algo cruel, pero quería hacer un experimento. Ella estaba enojada conmigo porque nunca le discutía y no tomaba decisiones. Cada día sentía en ella que se molestaba con mi presencia. Me miraba con desilusión porque no era ese hombre para admirar y seguir, ese conversador y encantador de serpientes que es pilar y sombra, ese soporte ilusorio donde colgar las penas y los calzones lavados. Al no ser El hombre, tuve la oportunidad de aplicar un contrario. Antes de dormirme la miré y le dije que basta, que dejara de sentir culpa, que me largaba, que no debí haber viajado, que no sé que le vi. Ella se quedó mirándome y me pidió un abrazo. Al menos por esa noche estuvimos tranquilos.

No sé a que se deban estas reacciones. Lo único que entendí es que en el amor todos somos analfabetos. Yo encabezo la lista. Y aún con mis desconocimientos, sé que lo que más duele es negarse a olvidar. La esperanza de ser feliz nos llena de temores, cada vez más grandes, de que nunca se concrete un sueño. Pero cuando se deja de esperar se deja de temer.

El temor es una venda en los ojos que no deja ver el milagro de respirar. Un temor que conduce al vacío. Esa sensación de vacío nos destruye, es como una industria dentro de uno que se expande por todo el cuerpo. El vacío de estar incompleto, el vacío de que las cosas no se puedan dejar de anhelar. Por eso, para mí, lo que hago es defender el egoísmo y dejar a mi soledad que conviva con otras soledades.

El amor es un juego de contrarios de dos soledades distintas. Igual, todo esto puede ser un equivoco, pero tanto me he equivocado que los errores son lo que me han permitido estar vivo. Después de la tormenta llaga la lluvia y de la lluvia el gris.

Ensayo de expresión coporal en la Escuela Especial #501 de Suipacha



Chiqui cruza la vía del tren en bicicleta. Se dirige a la escuela Especial # 501 de Suipacha, municipio perteneciente a la provincia de Buenos Aires, Argentina.

- ¡Cristina! ¡Cristina!, la llaman.

Medio saluda. Está más habituada a su seudónimo, así se llame Cristina Rojas. Mira el reloj: 6:30 de la tarde. Sabe que la esperan para empezar el ensayo de teatro. Verifica que no haya algún automóvil que de golpe le borre la sonrisa.

Pedalea. Cruza la calle. Apoya la bicicleta en un costado de la pared. Acomoda su bolso de mano. Chiqui besa en la mejilla a sus alumnos, seis especiales (discapacidades) y tres convencionales (“normales”) que conforman el grupo de Teatro Integrado Un paso hacía el futu
ro. Las voces se mezclan, se hacen inaudibles.

Todos se dirigen al interior de la escuela, al salón ubicado en el ala derecha, a dos metros de la entrada. En orden se sientan y esperan el ejercicio de expresión corporal. Chiqui enciende la grabadora. Al son de la cumbia se mueven, brincan, olvidan el movimiento, bailan sin importar si se equivocan porque si se equivocan se ve más natural el baile. La idea es soltar los músculos y dejar la vergüenza a un lado.

Luego, en cámara lenta, se van acostando hasta quedar extendidos en el suelo. Cierran los ojos y deben pensar en cosas agradables. Chiqui piensa en Alicia Aldabe, la que le propuso en el 2003 dirigir un grupo de teatro integrado, la que le dijo que la discapacidad no existe y el retardo mental es arbitrario, la que le mostró personas en vez de certificados médicos… y sonríe.

- Estoy feliz de estar con ustedes y les deseo lo mejor en la vida porque son mi familia, dice uno de los chicos.
Fabían Martín, actor del teatro Integrado Un paso hacía el futuro

Chiqui lo mira y sonríe de ternura. Los recuerdos la rondan. A su cabeza llega un episodio del año 2006. En ese año, con la obra Huesito Caracú, en los Torneos Juveniles Bonaerenses organizados por la provincia de Buenos Aires, en la modalidad de Teatro Integrado, obtuvieron tres premios:
Mejor obra integrada, mejor actor de toda la provincia y medalla de bronce. Recordó la alegría de estar en Mar del Plata con sus chicos festejando el reconocimiento del jurado.

En silencio se incorporan. Respiran. Caminan unos minutos y organizan el escenario. Llevan una mesa a la mitad del salón, ponen una sábana sobre la mesa. En la mesa hay cuatro sillas, un plato, un paquete de galletas, una bolsa vacía de parva.
Cristina Rojas asesorando a Luis Rosales, el mejor actor en 2006 de la provincia

Los chicos se sientan en la mesa. Chiqui lee en voz alta la obra, línea por línea. Algunos de los chicos no saben leer ni escribir y los que saben leer lo hacen en letra mayúscula.

- Pochoclo, pochoclo, choclooo… pochoclooo… usssrrr… usssrrr… ja, grita la Nona, personaje que representa Fabián Martín.
Chiqui abraza a Fabián y le dice que bien, que si puede eructar, perfecto.

Cuatro chicos, sentados, esperan la hora de actuar, observan y se ríen. Ríen porque se sienten cómodos, porque ha empezado el otoño, porque la risa es universal, porque Chiqui les enseñó a reír, porque Fabián no sabe decir pochoclo y se entiende lo que dice, porque la risa salta de la boca y aprende a actuar.
Beatriz de Roo, actriz del Teatro Integardo Un paso hacía el futuro

Tocan a la puerta. Han venido algunos de los padres de los chicos. Se despiden y confirman a que horas se encuentran el sábado para cenar, estudiar la obra y luego ir a un club a tomarse un refresco.

Chiqui apaga las luces. Cierra el salón. Se dirige por un pasillo al patio de la escuela. De su bolso extrae un cigarrillo Malboro. Fuma, mira, no quiere que la descubran fumando. Sufre de la presión y su marido, hijos y amigos no le permiten fumar.

Otra bocanada. Mueve la mano, la mira, practica para el taller de actuación que recibe desde hace seis años en la ciudad de Mercedes. Cierra la mano y recuerda sus actuaciones en los grupos de teatro del municipio: La musa 10 y la Agrupación artística vocacional Suipacha.

El humo del cigarrillo se filtra por la ventana de un aula. En el aula ve niños, claro, los niños no están, son un recuerdo de cuando ella era directora de la escuela rural #11 José de San Martín en la cual se jubiló en el 2006. Sacude la cabeza. Apaga el cigarrillo. Con el dedo índice y pulgar sostiene el filtro. Cierra la puerta. Tira la colilla del cigarrillo a la calle. Busca en el bolso crema dental y la escupe después de saborearla.

Toma la bicicleta, mira el reloj: 7:30 de la tarde. Verifica que no haya vehículos en el cruce de la estación. Pedalea y silbando un tango su figura desvanece.

“Cierra los ojos y no grites si sientes frío en el cuello” , fue lo último que le escuché. Pero sé que me observa y siente agrado de verme caminar en las noches pasando la lengua por el filo de los colmillos.