Te amaré hasta que me dejen de gustar tus besos.
Lustrabotas en Guayaquil 1952
Carlos Rodríguez tiene las orejas adecuadas para colgar todos sus recuerdos. En ellas se pierde las patas de las gafas. Podría decirse que su cachaco se ajusta detrás de las orejas, donde martilló la historia entre 1940 y 1947, como un retrato en una pared, con sus más de un millón de disparos de su cámara. 

Los parques, carretilleros, artistas, detectives, emboladores, políticos, reinas de belleza… y los eventos culturales o políticos en Medellín pasaron por su lente fotográfico. 

En sus imágenes se evidencia la transformación de una ciudad fluctuante, cambiante, como el de una jovencita que se hace mujer.

Los primeros días
Carlos nació en 1913 en Yarumal, en una finca. Vivió allí los primeros años de la infancia hasta que muere su padre y emigra a la ciudad. Estudió con Las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús donde recibió su formación religiosa. También, en los institutos San Carlos y Pedro Justo Berrío, en este último aprendió tipografía y casi pierde el dedo corazón.

Las primeras fotos las tomó con una cámara Pochet que le regaló su madre. Empezó a trabajar (1930) en el periódico La Estrella Roja donde ganaba 12 centavos. Luego, en la tipografía del Padre Ríos y más tarde a la Foto Club dirigida por Ciro Mendía. Pasó por El Bateo donde conoció a Tartarín Moreira hasta llegar a El Heraldo. La primera foto que se le publicó fue de Alfonso López Pumarejo que salió como una caricatura debido a que en el revelado el negativo sufrió algunas deformaciones. 

Entendió y vivió su pasión por contar la noticia a través de sus fotografías y logró detener el tiempo en una ciudad encerrada entre montañas que acogió el esmoquin, los sombreros, los tangos, la poesía, la moda, el comercio… sin desconocer las raíces del judío, el vasco y el arriero. Carlos lo entendió y comprendió la vitalidad de su trabajo. Incursionó en la foto judicial. Tomó fotos de homicidios, sepulcros, cementerios y en 1939 fue nombrado jefe de fotografía del detectivismo.

Carlos es un negativo fijado al pasado para que sus anécdotas no se velen y olviden. En 1940 fue encarcelado. Algunos dicen que fue porque les tomó fotos a unos detectives y otros porque fotografió a un policía borracho. A Carlos casi le da un infarto porque al otro día se jugaba el clásico Medellín Vs Nacional. A las 24 horas lo dejaron libre gracias a las influencias del gobernador de Antioquia y a las de su amigo Jesús Tobón. 


El bogotazo
Cuando ocurrió el Bogotazo llevaba un mes y cuatro días de haber cumplido una década de casado con María Vélez González. Algo sucede con el diez, el uno y el cero traen en sí un misterio. El todo y la nada, la vida y la muerte, el día y la noche, sol y luna, hombre y mujer... Diez son los mandamientos. Tal vez ese diez en la vida de Carlos lo llevó a estar en las calles aquel nueve de abril de 1948 cuando muere Gaitán. En ese evento perdió tres cámaras, pero logró vender las imágenes a la prensa extranjera. Afirma de ese episodio: “Ese día la mayoría perdió su casa, y a mí me la dio”. Con los 300 dólares que ganó se compró su vivienda. También, fundó en 1949 FotoReporter con el periodista y amigo Arturo Puerta.

Diferencia su pasión: “No es lo mismo un reportero de prensa a un reportero independiente. El resultado del trabajo es distinto. Mientras el fotógrafo esta sentado en el periódico esperando a que un redactor lo llame a tomar las fotos para ilustrar una noticia, yo me entretenía en la calle buscando la noticia”. Así encontró la foto de Los obreros, una de las más recordadas del Bogotazo: Unos obreros sentados en medio de los escombros rodeando una estatuilla de cristo. Era una metáfora a la esperanza al igual que la representación de una guerra ciega basada en la fe por un color. 

Otras fotos
Oficina de Carlos Rodríguez 1949
Carlos fue catalogado como unos de los primeros, si no es el primero, en incursionar en la fotografía deportiva. En diciembre 14 de 1947 hizo un congelado a unos caballos milésimas de segundos antes de éstos cruzar la meta. También, otro congelado del portero “Caimán” Sánchez en febrero de 1955. El arquero quedó suspendido en el aire, con la mano estirada, deteniendo la pelota. Fotografió la primera vez que en Medellín el ciclismo era practicado por mujeres y fue un fiel seguidor de la Vuelta a Colombia. 

Carlos fotografió las primeras votaciones de la mujer en 1958. Entre sus fotos de retratos están las de León Valencia, Gonzalo Arango, Agustín Lara, Marta Felix, Fernando González. Este último retó a Rodríguez a que no era capaz de fotografiarlo, González no había acabado de retarlo y Carlos Rodríguez ya le había sacado el retrato.

Sus fotos aparecieron en Cromos, Semana, El Tiempo, El Espectador, El Colombiano. Fue uno de los fotógrafos más codiciados del país. 

En sus fotos está la transformación de Medellín. Las calles mutaron a avenidas. Es su archivo, en esas calles se paseaba, descansaba, esperaba las manifestaciones de la llegada de Rojas Pinilla en el año1953, la del padre Camilo Torres en 1965, la vida de los lustrabotas en Guayaquil, el derrumbamiento del teatro Junín entre otros acontecimientos. 

Esas calles ahora son las avenidas de paso, donde se trata de reducir al máximo el tiempo muerto de los semáforos.

Los últimos días
Antes de retirarse de El Colombiano intentó fundar a principios de los setenta un periódico que llamó Pregones del Chocó. Su empresa no llegó a la quinta edición. 

Los últimos días de su profesión, ya cansado, entrado en arrugas se le presentaba un reto más, tal vez el más grande, competir con la fotografía digital. Esa pelea no la ganó, lo traicionó el temblor en las manos y el cansancio. 

Se retiró de su oficio con la satisfacción que dan los años de lucha. La satisfacción de saber las historias que cuentan las imágenes y las historias que no se ven y sucedieron a la hora de tomarlas. 

“No puedo decir que fui o que soy un fotógrafo, fui un reportero gráfico y me siento orgullo de ello” dice. 

En las noches, al cerrar los ojos, como un laboratorio artesanal, las imágenes cautivas en su memoria llegan como un recuerdo y se proyectan en el sueño como una película en una ciudad que lo ve a blanco y negro y que él sigue transitando.

Hace unas horas, cuando me miraba al espejo, al indagar por un barro que aparecía en el entrecejo, moví el rostro un poco y el reflejo quedó estático. Volví a moverme y el reflejo igual. Observé si otro reflejo, como siempre, aparecía a la par de mis movimientos. Tampoco. Me alejé y senté en el sofá a vigilar por cuanto tiempo estaría el reflejo, como una fotografía, inmóvil. De pronto, se movió por si solo. Llevó su mano al entrecejo y se tocó un grano. Luego, como si me viera, saludó a la distancia. Luego, con una sonrisa dio media vuelta, abrió la puerta y se fue.  

El Martín también estaba citado, el mismo día, pero dos horas antes. Decía a sus amigos, entre copas, con orgullo, que una colosal mujer lo citó en el lago para ver estrellitas a cuerpo abierto. Después hizo descripción detallada de su cuerpo, de sus senos, de sus caderas, de sus besos. Les dijo que grabaría el encuentro. No entendía porque ella le coqueteaba al Martín. Ella estaba enferma y más enfermo estaba yo en aceptarla así. Llegué antes de Martín. Ella nadaba desnuda. Su cuerpo, terso, crecía con las ondas de la superficie. Sus piernas como rayos de sol que penetran en lo más oscuro del lago iluminaban el deseo. Martín dejó su bolso sobre la raíz de un árbol. Se aseguró de que la cámara grabara la faena. Luego se quitó la ropa y fue al encuentro. Ella lo esperó. Ambos se abrazaron. Las burbujas empezaron a brotar alrededor de los cuerpos. Más burbujas hasta que los cuerpos desaparecieron de mis ojos. Durante minutos solo las burbujas. Después, la mujer surgió sola. Buscó el bolso y la ropa de Martín. Los ocultó y se sentó en una piedra, desnuda, a esperarme.



Fredonia, este pueblito ubicado en el suroeste antioqueño, a 58 kilómetros de distancia de la capital antioqueña, tiene un encanto particular, más allá de lo turístico. Tal vez porque no pase gran cosa y los días, en su sucesiva marcha, sean el mismo día lento y largo. Tal vez porque todavía conserva la magia de lo rural, las historias con olor a monte suceden sin espectáculos ruidosos. Otro factor es que en la actualidad la poesía habita esas calles empinadas. Personajes como Edwin Rendón, Antonio Estrada, Milton Álvarez… entre otros llevan años contagiando a los más jóvenes la enseñanza del verso. Pero más allá de la lentitud y la poesía a este pueblo, como la mayoría de los municipios del suroeste, lo atraviesa el café, su aroma, su economía. 

Desde que Carlos Sánchez fue elegido Juan Valdés, después del cubano José Duval, por la Federación Nacional de Cafeteros, el Suroeste antioqueño, en especial Fredonia, dedicó todo su empeño a la siembra y exportación del café.

Se habla de Carlos Sánchez porque nació en Fredonia. Además, su imagen está en la memoria de todos por ser ese legendario campesino de bigote espeso, carriel, sombrero, camisa, poncho que con su famosa mula llamada “Conchita” hizo famoso el café colombiano en Estados Unidos. Este fredoñita que se jubila en el 2006 es tan universal como lo fueron el escritor Efe Gómez y el escultor Rodrigo Arenas Betancourt. 

Esto hace más de 40 años. Tiempo en que municipios como Fredonia se han dedicado al cultivo del café y fundamentado en este producto la base de su economía sin importar las variaciones del dólar que afectan directamente al campesino en el manejo de sus parcelas.


Domingo después de misa 

Fredonia está ubicado en el suroeste antioqueño. Fue fundado como municipio en octubre de 1830. En tiempos de la conquista española estas tierras eran habitadas por la comunidad indígena llamada los Senifanáes. Por ello, en algunas veredas se han hallado cementerios indígenas. Luego, a este territorio llegó un grupo de hombres bajo el mando de Jorge Robledo en busca de oro, pero al no encontrar nada continuaron el camino a otras tierras. Posteriormente llegaron comerciantes de Medellín y se instalaron allí como en muchos otros municipios de Antioquia. 

El casco urbano, de calles como serpientes al acecho y topografía desigual está a 1.800 metros sobre el nivel del mar. La niebla sube del Cauca y cubre el pueblo. Para muchos ese recuerdo de la niebla es nostalgia futura. Además, a eso se le suma que el casco urbano está en medio de una montaña que ya, en tres ocasiones, ha borrado incontables vidas. La cima de la montaña se llama cerro Combia donde nace Cerro Bravo, montaña emblemática del municipio. 

En esta parte del departamento a diferencia de la ciudad, el día domingo es de más movimiento comercial. Es el domingo el día festivo, el día de más color. Es el día para enamorarse. Esto se debe a que es un municipio cuya población es en su mayoría rural. En promedio un poco más de 22 mil habitantes de los cuales casi 14 mil viven en el campo. Pues en semana trabajan en sus fincas y los domingos mercan. 

En tiempo de cosecha los campesinos suben de sus fincas con costalados de café. Luego, van a misa y muchos se sientan en el atrio principal a tomarse un café o a ver pasar los transeúntes que dan varias vueltas al atrio principal.


El verdadero sabor del café


Aquel que quiera sentir las propiedades del café se le recomienda viajar un domingo a Fredonia y sentarse en el atrio. Sentir la fuerza del campo moverse en todas las direcciones y formas. En tierra del café el café sabe distinto. Sobre todo si se tiene en cuenta que este municipio es la cuna de uno de los mejores cafés del mundo conocido como “Café tipo suave marca Medellín". Las semillas de este café llegaron desde Guatemala. 


Por tal motivo, visitar a Fredonia es entregarse al misterio de esta bebida que tanto define al colombiano. Pues en este municipio el café es negro como las plumas del cuervo, amargo como una mala noticia, caliente como el aliento del fuego y dulce como un beso con los ojos cerrados. 

Los fredoñitas lo saben y lo beben sin prisa, que es como debe tomarse el café. Mientras el vapor sube en el aire y el aroma se expande en todas las direcciones. En ese instante se habla de las cotidianidades de la vida porque se siente el sabor del café en la garganta, en el estómago, en las tripas, en las venas y en la sangre. 

Es una bebida que convoca a conversar, a olvidarse del ritmo acelerado de los días e ir al propio ritmo. Es una bebida que invita de nuevo volver a mirarse a los ojos.