Gerardo estaba en casa. Su hermana le había solicitado que le cuidara a su hijo. Ella debía ir a la ciudad. Gerardo aceptó, aunque estaba acostumbrado a pasar fin de año solo. Celebraba para sí el cambio de año, hace años, sentado en una hamaca con una botella de vino, sin dramatismo o reuniones ruidosas de familias indeseables. 

Su sobrino desde la mañana empezó a caminar por toda la casa. Necesitaba gente para sentirse vivo. Las veces que intentó hablar con Gerardo no logró una conversación fluida, apenas unas respuestas monosilábicas. Cansado del silencio se ubicó cerca de su tío y empezó a renegar del día, del sol, del fin de año, de su madre que lo dejaba con un loco, de él mismo que no era capaz de valerse por sí solo, de su generación, de su incapacidad para estar solo, del silencio… Se sumergía en ese sentimiento general que profesa que todo está mal y al final por pensarlo tantas veces todo resulta mal. 

Gerardo se preocupó por lo que pasaría si el muchacho seguía llamando esos pensamientos. Así que desde la hamaca se comunicó con el sobrino y no le ofreció una copa de vino. Acto seguido le dijo, como si lograra ver dentro de la cabeza del joven, que los pensamientos nos hacen o deshacen. El joven arrugó el entrecejo y Gerardo continuó: “cuando me endiabla algún pensamiento sacudo la cabeza para alejarlo. Esta estrategia permite relacionarme con otras personas. Saber que la mente es tramposa sirve para no darle mucha mente a los pensamientos. El cerebro es como una antena receptora de ondas que distribuye por todo el cuerpo. Por eso, es necesario que esas ondas tengan una buena vibración para encontrar la conexión con la voz interior. Es en el corazón dónde está esa voz o la fuente de la sabiduría. Incluso, la ciencia moderna ha entrado a valorar que este órgano sirve para algo más que bombear sangre al cuerpo. Por ello, procurarse buenos pensamientos es permitirse estar en paz consigo mismo. Es algo que aprendí con la sumatoria de mis continuos errores. Cuando me vencían los pensamientos tormentosos y me dejaba dominar por el Mister Hyde interior.” 

Gerardo se percató de que su sobrino estaba más que atento. Por eso mismo, con una leve sonrisa volvió al silencio. El muchacho al notar que la conversación había terminado sin posibilidad de reiniciarse, empezó a caminar sin despedirse de su tío, a quien consideraba despreciable. Atravesó un puente vegetal y sin darse cuenta, caminaba sin pensar, con tal despreocupación que parecía parte del paisaje. Gerardo observaba a distancia y con una sonrisa saboreaba un sorbo de vino.

Durante muchos años tuve una especie de muro o pared en la que colgué paisajes que deseaba visitar, retratos de escritores difuntos que admiro, fotografías de mujeres que imaginaba a mi lado, amuletos de la buena suerte; incluso, escribí cifras en papelitos que deseaba ver en mi cuenta bancaria… 

En la medida en que todas esas referencias iban en aumento, llegó el momento en que no hubo espacio para ninguna. Eran tantas cosas para atender que no pude priorizar. Por tal motivo, para no entrar en el dilema emocional de que era más importante, decidí descolgar absolutamente todo. Limpié la pared y le eché una mano de pintura blanca. Después de mucho meditar qué poner se me ocurrió, y no soy religioso, colgar un cuadro de la virgen María. Esas cosas que no se pueden explicar y que lo definen a uno. Lo ubiqué en la mitad del muro y al verlo, sentí que no faltaba nada. 

Al tiempo empezaron a suceder cosas maravillosas. Por ejemplo, por motivos ajenos a mi impulso original de emprender un viaje, como lo es un trabajo o la invitación de un amigo, frecuenté muchos de los lugares que antes había referenciado. Asimismo, conocí escritores vivos que amorosamente me obsequiaron un aprendizaje importante acerca del arte de escribir. También, hablé, besé y amé a más de una mujer. Lo más interesante es que la palabra empezó a funcionar como un amuleto de la buena suerte después de que obedecí al impulso de dejar en mitad de la pared el cuadro de la virgen María. Tal vez, me gusta esa figura sobre otras que habitan las historias de la religión cristiana. Sin embargo, cuando estuve durante horas frente a la pared en blanco, adentro mío, vi ese cuadro. Solo ese. Ese mismo que permanece sencillo y hermoso, en medio de una pared que no es más que un espacio en blanco, un espacio para llenar de sueños al finalizar un año, sueños que ya no se cuelgan en la pared sino en el corazón donde cada sueño brota como una lámpara en el camino.



Entre las sombras y los reflejos de las lámparas transita la ilusión con múltiples entusiasmos a cabestro. En determinado momento los suelta para que corran libres hasta la madrugada. No todos regresan, pero los que vuelven traen incautos que pierden el sentido común y sus delirios son el alimento de estos equinos nocturnos. 

En estos tiempos, los de la era digital, es muy fácil encontrar incautos. Es tanto, se ofertan sin necesidad de cautivarlos porque rigen sus experiencias vitales desde el rango de la visión. Algo muy desgastante porque casi siempre las cosas no son como parecen. Por lo general se distraen de sus deseos profundos o principios de necesidad interior y se precipitan ante el primer entusiasmo como si se tratara de una experiencia significativa o un regalo de los cielos. 

En tal medida, cuando un incauto se cree jinete de un caballo de la ilusión, cabalga con tal frenesí que obtiene una insatisfacción más imposibilitándose para la experiencia del amor. 

Sin embargo, si ves ese caballo nocturno no lo cabalgues ni huyas. Deja que se te acerque. Obsérvalo como una señal de algo en el interior que se te manifestará. Pásale la mano por el lomo. Luego déjalo ir. Para trascender la ilusión es prudente no seguirla. Y es probable que en poco tiempo llegue el corcel del amor, en plena luz del día, el mejor escenario para una experiencia del reino del corazón.