A veces sientes que es necesario aquietarse y si los consideras pertinente corregir el camino. Puede ser difícil. En mi caso, por ejemplo, después de dedicarme siete meses a culminar una novela en la que llevaba trabajando varios años me quedé como un barco a la deriva: Averiado y vació. 


Lo sobrellevé de la mejor manera porque sé que casi siempre, al terminar un proceso creativo, el creador queda algo oscuro, desconcertado. Es como si de repente no se sintiera el pulso. Como si te faltara el aire y la fuerza para empezar algo de nuevo. Al menos en los procesos creativos donde la apuesta es cambiar algo, así sea un gesto.

A eso se le sumó que me di cuenta (conscientemente) de que no tenía trabajo y me sentía más inútil de lo acostumbrado. Curiosamente un amigo me facilitó un nuevo empleo. Más sorprendente que conseguir trabajo fue reunir los papeles requeridos. 

Es un camello hacerse apto para un trabajo. Entre los requisitos se pedía un certificado médico. Asistí a una clínica y me atendió una mujer de unos 40 años. Era delgada y reservada. Bajo sus gafas miraba a sus pacientes como cifras en una ecuación matemática. 

Ella me preguntó la edad y le respondí que tenía la edad indicada y que estaba en mi mejor momento. Ella me miró seria. Tal vez creyó que estaba buscando una aventura con ella. Guardé silencio. No quise explicarle que tener la edad indicada era admitir que estar sano es la fuerza más profunda de la atracción. Es la señal de que uno se hace elegible para asegurar la evolución y la postergación de la especie.

Después de un examen exhaustivo, de caminar en puntas de pies, en talones; de abrir la boca, aguantarse las cosquillas, pararse como un exiliado de sí mismo; la doctora admitió que yo estaba bien. Las orejas estaban donde deben ir las orejas. Lo mismo los ojos y la nariz… Al final se alegró de tratar a alguien que no la necesitará. 

Salí del consultorio contento de saberme sano y sentí la posibilidad de lo que era. Sereno y manso, contemporáneo de las flores me hago visible a la semilla que aguarda. Después miré al cielo. Cerré los ojos y me dejé guiar, sin rumbo, por los pies.

Ya te respiro. Sé que estás atrás del suspiro. Tu olor te delata. Digo tu olor porque sé de flores y por ello puedo identificar ciertos aromas, besos, abrazos y caricias. Las flores me han dotado de una sensibilidad que me permite mirar más allá de las cosas. No es que sea clarividente es solo que soy intuitivo. Ese no sé cómo que me hace percibir cosas en el otro es lo que me permite sentir que a ti también el amor te llama. Cuando el amor se nombra en lo más íntimo del ser emerge en una espiral de luz para percibir eso que se aproxima, eso que es a fin a tu campo energético o lumínico.

Ya viste las coordenadas de mi abrazo. Te invito a volar. ¡Abre las alas! Permite que el viento te lleve. Es hora de que confíes en la bondad del universo que todo lo organiza a su antojo. Permítete nadar en la fuente inagotable de luz que te otorga una felicidad a prueba de tristezas e insectos molestos.

En ese amor creceremos como bosque. En este amor florecemos juntos. En mí verás un abrigo para el frío y una hoguera para la noche. En mí podrás desnudarte y al tiempo notarás en ti bombillitas azules que te iluminan. Lo más seguro es que te llenes de flores. Entonces respiraré profundo para que mis suspiros, como abejas, se hagan contigo intimidad. 



Aprendo viento a romper las cadenas que fabrican los que se proclaman “buenos ciudadanos”. Estas personas en su idea de “buenos ciudadanos”, los ejemplares e incorruptibles atentan, con la rigidez de sus actos, contra lo espontaneo. Son ellos los que han reducido notablemente la fascinación de caminar sin rumbo. Son, gracias a su idea del bien y del mal, los conserjes de baratijas en desuso, las buenas costumbres echadas a perder. 

Rompo las cadenas. Rompo con las ideas que tienen de mí. Rompo con las esperanzas puestas en mí. Rompo con lo que creo de mí. Rompo con lo que no he sido de mí. Voy terrible y vital. Voy sin rumbo hacia la selva frondosa de lo nuevo.