De niño ves el amor como un jardín sin zancudos
en un castillo lejano.

De joven sientes el desierto, arena en las tripas,
festín de anfibios.
Te crecen cicatrices, vellos y olvidos.


De viejo confirmas que el amor es un jardín sin castillo,
con zancudos, lagartijas y desierto.


Después de dicha una palabra ya no hay marcha atrás. Las palabras se filtran en la sangre. Entran a rincones insospechados y desestabilizan las estructuras mentales o emocionales. Cada  palabra es un canal por el que pasa información que queda, como una semilla, germinando en un individuo. Una palabra mal dicha es un tizón encendido que quema una y otra vez en la llaga. Así mismo una palabra en el momento justo es el vaso de agua en el desierto. De ahí, que el poder de la palabra unifique el pensamiento y la acción. Es decir, cuando la palabra es el vehículo que transporta un pensamiento que se convierte en acción trasmite un modo de vida. En esa medida, puede transformar conciencias, forjar  cimientos de una cultura, estructurar los mitos de un pueblo y también, destruir a un individuo o una nación. Por ejemplo, en la segunda guerra mundial los nazis utilizaron la palabra como un mecanismo de tortura contra los políticos o artistas judíos. Encerraban a sus víctimas y durante días les decían: “¡No existen, están solos, son basura!” Hasta que enloquecían o confesaban. La palabra es posibilidad, comunicación, camino. Por ello, entendí la responsabilidad moral y ética al pronunciarla, sobre todo en momentos coyunturales. A veces, uno dice lo primero que se le ocurre y se lamenta de eso toda la vida, cosa que ocurre en una discusión. Como es regular en las confrontaciones uno acude a sus vibraciones más bajas, las que están soterradas. Lo peor de nosotros llega a la superficie como una procesión de sombras. Viene del lado oscuro, donde el odio es un volcán en erupción o una bestia peluda que escupe fuego. Entonces al abrir la boca la lava interna, el resentimiento que somos, quema todo a su paso. Familia, pareja y amigos se calcinan. Lo más cercano sufre y no nos damos cuenta de lo solos que nos quedamos cuando vertimos nuestra suciedad. Como si aquellos que nos aprecian estuvieran condenados a soportar nuestra crueldad, ese placer antiguo que se inyecta a través de la palabra.

Considero que existe un oficio para cada persona y en la medida en que se dedique a ello puede evolucionar emocionalmente en todas sus relaciones. Es decir, el sentido de la vida se manifiesta cuando hallas el oficio donde vibra tu espíritu. Sea el que sea. Aquello a lo que cada vez le inviertes más tiempo. El oficio que se hace con amor es el rio de la vida que fluye sin detenerse y desemboca en el mar. Eres parte del fluir de la vida que es laboriosa y se proyecta al infinito. Si identificas lo que amas hacer nadie puede darte las pautas porque se establecen en tu interior. Por lo tanto, empiezas a ser el director de la orquesta. Cuando eso sucede, empiezas a identificar tus deseos más profundos. Aquellos que si no satisfaces te pasan la cuenta de cobro con los años. Por lo tanto, cuando descubres tu oficio te ocupas de ti mismo. No importa si estás triste, alegre, iracundo, nostálgico, con o sin dinero… Lo relevante es que eres útil y no para los demás, sino para ti. Los otros, con todo el respeto que se merecen, pueden esperar. Luego, es una ley universal, ahí sí los otros, se interesan en ti. 

Al dedicarte a un oficio, con el tiempo, comprendes que es irrisorio controlar tus emociones. Sin embargo, te permites sentirlas sin mutilarlas, sin que te dominen, sin desconocerlas hasta que aprendes a vivir con ellas. Eso es evolución emocional a partir de un oficio. Es tan alta que transforma todas las relaciones. 

Volviendo a lo del oficio, el mío es ser escritor. Es lo que me vibra. Recuerdo que empecé a interesarme por las letras cuando me gradué del colegio. Es curioso, cuando dejaron de enseñarme en la escuela me interesé por aprender. Al principio fue difícil. Partí de la necesidad de ocuparme para que el tiempo no me atormentara con el paso de las horas. 

Mientras removía la tierra fértil de la literatura fabricaba sueños e imposibles. Tensión de hueso y nervio. En la juventud me confundía la caricia, la humedad del beso, el deseo encendido. Todos mis actos eran una urgencia en caída libre a segundos de jalar el seguro del paracaídas. De pronto, una tarde en que inhalé profundo para pedir un poco de sosiego tuve la sensación de levitar, de sostenerme en el aire como ángel. Era ingrávido y sin esfuerzo cada gesto, cada paso, cada signo encajaba en la profecía del reinado de la montaña sobre el hombre. Era montaña, tierra, jardín, palabra y hombre. Era natural y sencillo. Había encontrado mi lugar en el mundo.



Ya te respiro. Sé que estás atrás del suspiro. Tu olor te delata. Digo tu olor porque sé de flores y por ello puedo identificar ciertos aromas, besos, abrazos y caricias. Las flores me han dotado de una sensibilidad que me permite mirar más allá de las cosas. No es que sea clarividente es solo que soy intuitivo. Ese no sé cómo que me hace percibir cosas en el otro es lo que me permite sentir el amor. Cuando el amor emerge desde lo más íntimo del ser es una espiral de luz en un campo magnético. Es vibración y energía. Es más que pasión porque la pasión es una deformidad en el alma. El apasionado se obsesiona y la obsesión es un conjunto de manías que subordina a los espíritus débiles. Nada de estupideces y disparates. El amor es más que un instinto. Es una inspiración, es una creación. 

Ya viste las coordenadas de mi abrazo. Te invito a volar. ¡Abre las alas! El viento es dulce. Es hora de que confíes en la bondad del universo que todo lo organiza. El amor es una fuente inagotable de luz que otorga una felicidad a prueba de tristezas e insectos molestos.

En ese amor crecemos como bosque. En mí verás un abrigo para el frío y una hoguera para la noche. Notarás en ti bombillitas azules. Son flores. Y respiraré profundo. Y mis suspiros, como abejas, se harán contigo intimidad.