A penas se decretó la pandemia su familia se hospedó en su casa. Nunca antes había tenido que estar las 24 horas del día, con sus dos hijos y sus cuatro nietos. Al principio era lindo porque se podía compartir con los niños. Pero después de unos días esa alegría fue mutando a una ofuscación en el ánimo ya que persistía en la casa un ruido constante que empezó a desesperarlo y hacerlo necesitar un poco de soledad, de silencio y sobre todo del verde de la naturaleza. Pero debido a su edad, sus hijos y nietos lo sobreprotegían y no lo dejaban salir de casa. Incluso cuando se asomaba al balcón para respirar debía utilizar tapabocas porque ese virus del covid19 podía sostenerse en el aire unos minutos para visualizar mejor la víctima, preferiblemente un anciano bonachón como él, al que todos querían. Podía vivir con esos afectos con la distancia prudente, pero los niños no entienden del espacio individual y de que a cierta edad se necesita de espacios de silencio para descansar. A los niños solo les interesa jugar y ven la vida como un desafío donde cada día se cambia las reglas del juego. Entonces el abuelo para conservar su espacio individual a salvo de sus nietos, esos niños silvestres que al despertarse gritaban su nombre como una declaración de guerra de brazos abiertos y besos chillones, empezó a utilizar un bastón, así no lo necesitara, de cuando tenía un problema en la rodilla. Los nietos se acercaron, conservando cierta distancia, y alzaron sus espadas imaginarias, hicieron piruetas asombrosas y le dibujaron sonrisas al anciano hasta que el bastón se convirtió en una lanza poderosa para quitar las telas de araña del techo.
Yo fui de los pocos que se quedó en la ciudad. La gente emigró al campo para salvarse de la pandemia y de peligros insospechados. Entonces salí a buscar provisiones. Las calles desiertas, silenciosas y sin transeúntes. De pronto, entre las sombras escuché murmullos de personas que no veía. Al tiempo las ratas gigantes se asomaron. Empecé a temer por mi vida y cuando estaba dispuesto a huir en cualquier dirección la vi a ella envuelta en una capa negra. Su palidez casi alumbraba y contrastaba con el cabello. Accedí a tomar su mano para salvarme. Caminamos juntos por calles que ya no conocía, calles que se despintaban del paisaje, calles que conducían a un futuro incierto. Ahora, mi palidez es igual a la de ella.