1.

Hace lunas creí que el amor estaba en la mujer que no llegaba. Le escribí tantos poemas que identifiqué que soy un poeta menor, pero eso es lo que menos me importa. Luego pasé a las cartas. A una de las mujeres que busqué le entregué una carpeta con treinta cartas que equivalían a los días del mes. Con los años y las decepciones escribí en menos cantidad, en lo que se refiere al amor, o lo que uno cree es el amor. Me enfoqué en otros temas que me otorgaban otros hallazgos, como el misticismo, la divinidad, Dios, la muerte, la familia.  Después, dejé de escribir movido por el impulso de obtener aquello que encandilaba los sentidos. Me costó dejar la pluma quieta ante las caderas de una mujer que me invitaba a construir una mano de palabras para acariciar el abismo que aguardaba a unas cuantas pulgadas del ombligo. Mi voluntad se fue fortaleciendo y entendí que yo era más importante que lo que sentía. Entonces, quien lo creyera, empecé a escuchar una voz de mujer dentro de mí. Una voz suave que me producía aquello que me generaba la humedad de una mujer, que en el momento creí amar. Esa voz me inflaba cada noche el corazón. Es decir, encontré en mí lo que tantos años busqué fuera. Dentro, está esa parte complementaria que busqué en tantos cuerpos y que sufrí en tantos desencuentros. Esa voz, ahora, me da lo que encontraba en la copula: Un gozo inagotable. Claro, ese gozo cada vez era más fugaz hasta llegar al hartazgo. Pero esa música en mi interior empezó apaciguar el deseo sexual. Fue cuando empecé a comer bien, dormir lo necesario, disminuir el licor y sustancias que me impidan sentir la salud. Dejé de creerme el Don Juan de película que es casi inmortal mientras sostiene un cigarrillo con una cerveza en la mano. En la vida real no es así, pues el cigarrillo huele muy fuerte y el licor, en grandes cantidades, te adormece y te deteriora. Eso va en contra de la salud cuando la salud genera tanta electricidad que se percibe. Un cuerpo sano es como una casa confortable. No es un misterio que una casa cálida reconforta el ser. Fue cuando empecé a ocuparme de mí. A darme lo que esperaba que otros me dieran. A sentir que era importante y en esa medida ni la mujer más bella podría proporcionarme el bienestar que me brindaba poder quererme y aceptarme tal cual era. Con los días cambió mi semblante y las mujeres que antes miraba y recibían mis cartas, pero que me evadían porque veían mi ansiedad, mi miedo a estar solo, empezaron a saludarme. En el fondo lo que se busca es postergar la especie. Y se quiere hacer con un prospecto saludable e integro. Por ello, ahora, no soy el que busca sino el que se deja encontrar. Este cambio de enfoque me permite elegir con quien estar y no con quien me toque. Tengo el derecho de estar con quien quiera, siempre y cuando mi voluntad no doblegue la suya. La clave es que ella sea la que busque. Y buscan al padre en potencia. Eso lo huelen. Es inevitable. Entendí que entre más importante sea uno para uno más atrae. Empiezo a disfrutar de lo inimaginable. Más adelante contaré como aquellas pautas que dan para seductores, en vez de hacerlos visibles, los opacan y venden como hombres sin causa, a meced de las pasiones (las más bajas), que creen que en lo fugaz está la verdadera belleza. Nos han enseñado al revés a disfrutar de las maravillas del amor y del cuerpo. 

Él después de vagar por el mundo, de buscar aquello que no encontró en el estudio de los libros sagrados ni con los diferentes maestros llegó, a sus treinta y cinco años, cansado, a un pueblo tranquilo, poco habitado, dispuesto a morar. Llevaba varios años intentando hablar lo preciso. Pues quería solo utilizar su palabra para fines útiles. Sabía que hablar mucho distrae y no permite escuchar la voz antigua que cada ser lleva en su corazón.

Al llegar a aquel pueblucho sintió en el aire la misma calidez que de chico en casa cuando sus padres lo recibían con un abrazo. Sintió una corazonada que le decía que ese lugar era conocido. Vio una luz en una casa humilde. Se dirigió a ella con el fin de pedir posada. Había un grupo de personas dispuestas a empezar una ceremonia alrededor del fuego. Amablemente lo invitaron. El hombre se sentó en un rincón a esperar. Observó como un jovenzuelo echaba incienso por todo el recinto, como avivaba el fuego y le echaba algunas hierbas, así como puñados de maíz y panela. El joven invitó a las personas, que eran unas quince a sentarse en círculo. Luego les propuso que pensaran en el propósito, el que los había llevado hasta ese lugar. En ese momento las llamas de fuego se tornaron naranjas y rojizas. El hombre supo que había alguien, con un nivel de conciencia más elevado, hablándole al fuego. Miró a todos lados y no encontró. Las llamas, lo sabía, estaban quemando el dolor, las bajas frecuencias de antivalores como envidia y odio… en los presentes. Se olvidó del interlocutor del fuego y se maravilló cuando las llamas formaron una especie de espiral de la que emergía un ángel que se desintegró al instante. Luego, las llamas se tornaron moradas. Eso significaba que el fuego había limpiado a los presentes. Algunos que tenían la cruz de la muerte en la frente podían vivir más años, otros que engordaban tristezas en sus corazones habían sido liberados… sin la menor sospecha de ello. Por ocuparse en el dolor y en sus miserias, pensó el hombre, las personas no establecían conexión con la unidad. 

A los segundos entró una mujer con un vestido blanco. Joven, delgada, alta... ella emanaba una paz que empezó a moverle las palabras al hombre. Por primera vez, en mucho tiempo, quiso hablar, pero se contuvo, había desarrollado el poder de su voluntad. Podía dominar sus impulsos con maestría debido al grado de soledad que le había otorgado su independencia espiritual. La mujer se sentó y saludó a los presentes. Los invitó a que le contaran el motivo de la visita. Cada uno expuso: porque me está yendo mal en el negocio, porque mi esposa me abandonó con otro y no lo soporto, porque mi hijo es un drogadicto y no sé cómo ayudarlo, porque quiero conseguir trabajo, porque me cuesta hablar con las personas… así hasta llegar donde el hombre. Él sintió en el corazón un fuego que no había registrado antes. En sus veinte años de estudio de sí no había vibrado de tal forma. Entendió que a diferencia de las otras personas, él no se preocupaba por tener sino por ser, por ello, ante la mirada de aquella mujer, lo único que dijo fue que: “Sigo mi corazón. Por eso nada te pido.” La mujer lo miró de nuevo. Cerró los ojos. Él sintió que su fuego interior aumentaba y empezó a ver una espiral violeta que lo cubría. 

Cuando todas las personas se fueron, el hombre descubrió, con gran asombro, que su cuerpo estaba muy caliente. Miró al fuego y vio que las llamas formaban dos bailarinas azulosas. El jovenzuelo que antes avivaba el fuego se sentó en una silla y miró fijamente al hombre. Lo desafiaba. El hombre sintió que su palabra era inevitable, por más que intentara acallarla. Así que abrió la boca, sin atender a la mirada del joven, y le dijo a la mujer: 

- Dentro de una gran mujer hay un gran hombre.
- Eres grande querido, respondió de manera directa la mujer.


A Pedro se lo llevaron dos hombres para un negocio. Nunca más regresó. Recuerdo el rostro de uno de ellos. Era redondo, como de marrano, sin cejas. Me daba dolor de estómago solo verlo. Durante tres años no supe que le había pasado a mi querido Pedro. Resulta que lo mataron y lo echaron al río. De eso me enteré ayer, nada más que ayer. A penas puedo contenerme mientras paso el filo del cuchillo sobre el cuello de Efraín, así se llama el hombre con rostro de cerdo, que duerme profundo y dice amarme con toda su grasa.  
Hace días la palabra “mujer” se hospedó en mi pe­cho. En la mañana subió hasta los ojos y apoyó sus manitas finamente delineadas en mis párpados. Le gustaba que el viento la despeinara y el sol le ca­lentara todas las letras. En la noche bajó hasta los riñones y encendió una vela para espantar las pe­sadillas. Últimamente la palabra “mujer” tiene comportamientos extraños. Es tan ella que ninguna otra palabra se le parece. Tal vez la palabra que más se le aproxima es “luna” o “flor”. El misterio de es­tas palabras es mejor observarlo que comprenderlo. Volviendo a su comportamiento, hace una semana pegó un montón de papelitos en mi corazón. Al ter­minar observó, desde la distancia, el rostro de un hombre. Luego, los recogió y cuidó de que no se le perdieran. Subió hasta el oído derecho y los echó a volar. Después, la palabra “mujer” se durmió a oscuras. Su quietud era de anfibio. Posteriormente se dirigió hasta mi boca. Estiró la letra “m” y parecía el zigzag de un río entre la montaña. Observó el horizonte como esperando algo o a alguien. El in­flujo de una palabra que se encarna es misterioso y profundo. Además, cuando una mujer emerge de la palabra puede vencer todas las distancias y todos los silencios. También, anunciar un cambio de las cir­cunstancias o una partida definitiva.



El anterior texto es un capítulo del libro la novela La mujer Agapanto-Diario de un jardinero, del escritor colombiano Juan Camilo Betancur E, ya está disponible para su descarga GRATIS por unas cuantas horas. Para descargarlo puedes hacer clic aquí.      


Hace poco, en una meditación, escuché la historia de una mujer que podía estar en dos partes al tiempo. Ese relato me inquietó tanto que hice lo posible para hablar con ella. Volví a indagar al maestro de la meditación que me narró ese relato y me conectó con un amigo de Magdalena quien me facilitó su número de teléfono. 

- Hola Magdalena, le habla Juan, periodista y quería preguntarte por lo de la ubicuidad.
- Hola Juan, no entiendo por qué a mí.
- Mira, he escuchado que puedes estar en dos partes al tiempo. Y quería que me hablaras más de eso.
- Y quién te habló de ello.
- Bueno, es que asistí a una meditación y el maestro mencionó su caso y me interesé. 
- Ah, veo, pero no sé por qué te interesa.
- Mira Magdalena, me interesa porque creo en la historia y quisiera registrarla.
- No sé. Déjame lo pienso y si alguna cosa de te llamo.
- Está bien.

Pensé que había perdido la oportunidad de conocer a Magdalena. Creí que había sido muy directo. Tal vez debo aprender un poco más de sutileza. Pasaron varios días sin noticias de Magdalena. Intenté llamarla pero no contestó. A la semana recibí, con gran sorpresa, su llamada. Me decía que me invitaba un sábado en la tarde a su casa. 

Confieso que me podía la incredulidad. No daba crédito a que una persona estuviera en presencia en dos sitios diferentes al mismo tiempo. Sería vivir dos vidas simultáneas. Eso es imposible. He escuchado de personas que están en el momento preciso, en el lugar indicado y eso los hace visibles generando la sensación de estar en varios lugares al tiempo. Pero es distinto. También, en estos tiempos, se puede decir que hay ubicuidad al reconocer los avances tecnológicos. Es decir, uno puede estar conectado a la red sin importar el lugar de la conexión. Claro, estas percepciones de ubicuidad se dan desde un mismo punto y no desde dos lugares distintos. En esas conjeturas se me fue el viaje. 

Llegué a la casa de Magdalena quién vive con su esposo e hija en una parcelación del oriente antioqueño. Por petición de la familia omito las coordenadas exactas para evitar curiosos en los alrededores irrumpiendo en la tranquilidad del lugar.

Jorge, el marido de Magdalena, me llevó hasta la sala. Ella es veterinaria, de unos 40 años, piel trigueña, cabello ondulado que le caía hasta los hombros, delgada, al verme me miró unos segundos a los ojos. Luego, vaya a saber que vio, me saludó como si esa mirada le hubiera confirmado algo. La verdad, es que me sentí incómodo, como cuando debo asumir mis responsabilidades ante una metida de patas. Respiré profundo y me senté frente a ella.

Jorge, que es arquitecto, nos dejó solos. Dijo que estaría en el cuarto con la niña. Si alguna cosa lo llamábamos. Magdalena hizo un gesto de aprobación. 

Empecé por preguntarle por el inicio. Pues, estaba algo nervioso después de esa mirada. Y las preguntas que tenía planeadas se me olvidaron. Lo único que logré articular fue pedirle que me contara como había empezado todo.

Magdalena sonrió. Antes de empezar me afirmó que había pensado en no llamarme. Pero que algo, no sabía muy bien qué, la impulsó en llamarme. Luego, al verme a los ojos se había dado cuenta de que era una buena persona. Eso me asustó porque a veces no me considero tan buen ciudadano, no con lo que tengo que presenciar a diario en la ciudad. Igual, no discutí esa percepción. Antes debía agradecer porque podía acercarme a Magdalena y a su historia.

Ella desde muy joven sentía que vivía otra vida, pero no sabía cómo explicarlo. Su madre, psicóloga, la llevó a un siquiatra conocido. La evaluaron, la estudiaron y no encontraron nada. Concluyeron que era un desorden mental debido a los cambios hormonales en la adolescencia. Así que a Magdalena le dieron unos medicamentos que debía ingerir tres veces al día. Durante un tiempo, esos medicamentos le permitieron estar, según su madre, equilibrada y sociable.

Años después Magdalena ingresa a la universidad y vuelve a la sensación de estar en otro lugar. Los medicamentos ya no le sirven. Una vez, saliendo de la facultad fue tan intenso el dolor que tuvo que llevarse las manos a la cabeza y pedir ayuda. Jorge, quien la observó, la llevó a un hospital y a partir de ese momento la acompaña.

Fueron a muchos lugares, a muchos médicos, metalistas, siquiatras, yerbateros… Ninguno les supo decir que era lo que tenía. Mientras tanto Magdalena empezaba a sentirse loca, a decir que había estado en ciertos lugares y los describía. Cada vez los dolores de cabeza eran más intensos. Un amigo les recomendó visitar a un maestro de la meditación que él conocía. 

El maestro le recomendó, en un principio, que no se asustara y fuera hasta donde la llevara la sensación. Entre esos ejercicios y varias meditaciones Magdalena se fue tranquilizando. Lo primero que vio fue que salía de su casa, tomó un bus, llegó a la ciudad y visitó a su madre. Luego, la tarde noche, se despidió de su madre y volvió a su casa. Al abrir la puerta su esposo la recibió con abrazo porque ese día había hecho un almuerzo y una cena deliciosos. 

Magdalena volvió donde el maestro y este le dijo que tenía un don. Ella podía estar en presencia en dos lugares al tiempo. E iban a trabajar en ello. Por ello, los ejercicios consistían en fortalecer el sistema nervioso para aceptar sin dolor de cabeza el don de la ubicuidad

Le pregunté cómo sentía ella esa ubicuidad, es decir, si era consciente de ambas. Afirmó que sí. En ella sucede como una visión, como un sueño lucido, pero donde esté es ella y actúa como ella es. Es su esencia en los dos cuerpos. Al indagar por la visión ella responde que en ella la experiencia es como una visión, pero en los otros es una realidad. Por ahora, solo se permite la ubicuidad los fines de semana, todavía, con el maestro, está aprendiendo a conocerse y a manejarla. Por eso, todos los sábados en la madrugada, después de una profunda meditación, autoriza a su ser a salir de su casa. 

La miré fijo porque la historia se me salía de todo orden lógico. Le pregunté sí en ese momento estaba en otra parte. Me respondió que sí, estaba con su madre. Le dije que si podía llamar a su madre. Ella sonrió y me dijo que sí. Con las manos temblorosas tomé el teléfono:

- Buenas tardes, hablo con la madre de Magdalena.
- Si, con ella, qué necesita.
- Señora habla con Juan, un amigo de su hija, quería preguntarle si ella se encuentra con usted.
- Sí, claro, ya se la paso.
- ¡Aló!
- ¿Magdalena?

- Hola juan, cómo estas, espero que la estés pasando bien en mi casa con mi otra presencia. Como te estaba diciendo, puedo, los fines de semana, por ahora, visitar dos lugares. Por lo regular procuro estar con las personas que me quieren y me pueden ayudar en caso de que algo me suceda. Es algo maravilloso. Me acuerdo de todo y ya no me duele. Con las meditaciones he fortalecido mis nervios para recibir esta segunda experiencia de vida. El maestro me ha enseñado a ver eso que me afligía como una bendición.

- Eh… eh… yo…
- Bueno Juan, te dejo, debo seguir ayudando a mi madre.

Al descargar la bocina miré a Magdalena y ella sonreía. Habíamos pasado toda la tarde conversando. Me sugirió que era hora de irme. Me despedí sin salir de mi perplejidad. Salí de su casa con un sentimiento de vacío y pequeñez que apenas me permitía respirar.

Desde muy joven se fue de la casa con la convicción de que el mundo podía ser más hospitalario. No le importó el llanto de su madre que intentó retenerlo. A partir de entonces erró de pueblo en pueblo, de trabajo en trabajo, de decepción en decepción. Cada vez caminaba más encorvado y su deseo de morir se afianzaba en su corazón. Una tarde, a sus treinta años, miró los centavos que había reunido cargando arena que apenas le alcanzaba para pagar la habitación. Sin importarle dormir en la calle compró una botella de aguardiente y se dirigió al puente, ubicado a la salida del pueblo. Empezó a beber y a sentirse cada vez más solo. Hasta el punto que se subió a una de las barandas y se lanzó al vacío. Segundos antes de caer vio el rostro de su madre y se acordó que hasta ese momento no había respondido a la pregunta que ella le hizo el día que la abandonó. ¿Entenderás algún día que te amo? En ese instante quiso volver, pero fue demasiado tarde.