Un Amigo, Julián, me dijo hace mucho tiempo que toda mujer llamada Sandra es un misterio y una confirmación con los sentidos. Estoy de acuerdo. Pero lo que le faltó agregar a Julián es que si además era delgada era dos veces un llamado a los sentidos.

Ella se llama Sandra, vive en Don Matias y estudia Enfermería en la Universidad de Antioquia. Ella, como ya sospechaba, resultó ser una mujer para sentir con los 5 sentidos. Cosa que por estos días está en vía de extinción en las mujeres. Las mujeres de ahora son mujeres de dos sentidos: la vista y el tacto. Veo, toco, toco, veo y huyo. Ella, Sandra, la mujer que se piensa con los 5 sentidos, es un mundo por dentro de su delgadez. Lo compruebo.

Sandra, descubrí, es crepúsculo por dentro. Sí, así como suena, un crepúsculo por dentro. El caso es mirarla bien. Ella a simple vista no es más que una mujer delgada. Pero si se le mira, si se deja que los ojos se le queden mirándola, así no más, como si no se le mirara, se descubre algo mágico. Sí, se siente una piquiña detrás de las orejas, la misma que se siente cuando uno ve a la mujer que le gusta y ella sabe lo que uno siente y ella siente algo parecido. Ese zumbido, hallazgo del hallazgo, es una invitación a que entres al parque que ella es y oculta. Sí, una mujer delgada e interesada cuando quiere arrugarte el corazón y la camisa se abre por dentro. Se te voltea al revés. Entonces lo que se siente detrás de las orejas es el zumbido de una puerta que se abre. Una puerta invisible a la mirada del instinto y el deseo. Porque detrás de toda mujer delgada, cuando se le mira la delgadez con duda, con asombro, se descubre una puerta a ella, a un paisaje de ella, a un pedazo que es ella y cela, a un pequeño paraíso oculto en ella. Claro, solo es posible pasar la puerta si ella lo permite.

Sandra me abrió la puerta. Dejó que yo entrara a ella. La clave era verla tanto que pareciera que no la estuviera viendo para que su delgadez fuera un camino y no un limite a ella.

Entré en Sandra y vi que ella por dentro es un paisaje, un paraíso, un parque de reserva natural. Pensé que si abrazaba a Sandra con fuerza sería posible que a ella se le sallieran algunas nubes por las orejas o el copo de un árbol por la boca o un pájaro por la nariz. Pero al abrazarla con fuerza solo le torcí el cuello. Su paisaje interno esta muy bien pagado por dentro.

Sandra, lo confieso, por dentro, después de su delgadez, es un crepúsculo con todas sus variaciones y paisajes.

En Sandra, por dentro, hay un sol deshilachado, cual casco de zapote, para calentarte los huesos. Y literalmente me tiré en Sandra, por dentro de Sandra, a calentarme los huesos, a sentir el sol-Sandra dorándome la piel. También me recosté en uno de los tallos de los tantos árboles que crecen dentro de Sandra para ventilarme el corazón, y quedarme embelezado con las montañas que hay dentro de Sandra, montañas cansadas de ser vistas con deseo y descuido, montañas vírgenes al tacto de los ojos, montañas torturadas de ser vistas de la manera indebida, de ser tocadas de la forma incorrecta, de ser besadas con los labios de la prisa y el cansancio.

Sin medidas ni esperas ni radares ni métodos miré a Sandra por dentro. Me quedé hechizado con lo que había y hay tras la delgadez de Sandra, porque Sandra es una línea que es circulo y cuadrado y rombo y triangulo y sonrisa y cielo y rectángulo y nube y abrazo y poliedro y mujer y aire y cinco de la tarde y lluvia y sol casco de zapote y hombre dormido.

Me dormí por dentro de Sandra, por lo que se ve más allá de lo visto, donde dormir es anochecer. Anochecí con el nombre de Sandra en la boca. Y su nombre fue dulce en la boca. Cada letra fue como un trocito de chocolate derritiéndose en la lengua, una explosión de escalofríos. Su nombre bajó por la garganta endulzándome por dentro. Su nombre me descubrió por dentro, me vio por dentro, me abrazó por dentro, me asustó por dentro y me desperté de adentro hacía afuera.

Me sentí extraño con tanta maravilla y me alejé de Sandra, de lo que había y hay dentro de ella, ese jardín, ese bosquecito hecho a la medida de mi descanso, ese pedazo de naturaleza al que fui a asustarme. Me alejé de dentro de Sandra para volver a ver su delgadez, la que mal acostumbrado estoy a mirar. Preferí irme para volver muchas otras veces. Igual a un hombre desconfiado las buenas noticias son más peligrosas que las malas noticias. Pero mientras me salía de Sandra, de sus paisajes, le dije Sandra como si la tocara, como si al pronunciar cada letra de su nombre tocara cada poro de su cuerpo, cada insinuación de su desnudez. Porque al deletrear su nombre, admití y admito, que estoy sintiendo a Sandra, estoy siendo yo dentro de Sandra y dejando que ella sea una mujer para los cinco sentidos, una mujer, la mujer, que atardece y sigue atardeciendo en mis ojos.

El siguiente texto hace parte de una novela que nunca debí escribir: “Anatomía del destierro”. Esta novela está condenada al olvido. La condeno yo. Es una novela llena de rencor, odio, locura, incoherencia, porno. Al parecer no puedo ser parcial ni escritor ni Dios. Mi literatura, si es que se puede llamar literatura, es un cuadrilátero, un campo de batalla, un país tercermundista, un zancudo con resfriado.

Mi cuerpo es un solo temblor, un quejido, un estupor de irrealidad. Eso siempre me pasa cuando me despierto de alguna pesadilla. Los sueños no dejan de atormentarme, de sobresaltarme, de asustarme. Sopencos sueños, malditos sueños. Maldita yo que los sueño.

Soñé que estaba dentro de mi cabeza. Sí, dentro de mi cabeza. Mi cabeza era una especie de auditorio o teatro. En mi cabeza, como en un teatro, había butacas. Yo estaba sola y sentada en primera fila. Era la única espectadora de mi sueño. Mi sueño transcurría sobre una pantalla como si fuera una película en un teatro. En la pantalla, en la que mi sueño empezaba a sucederse, yo caminaba por el campo. Yo, la espectadora, era a la vez, la actora de mi sueño. Sopenca situación. En el sueño iba desnuda. Vestirse estaba pasado de moda. Caminaba. Sopa, caminaba. Al norte se escondía el sol en una montaña, al sur la noche se desperezaba, al occidente una niebla blanca se anteponía al paisaje y al oriente aparecía un caserío en imágenes difusas. Caminé hacía el caserío. Los habitantes de aquel lugar, cosa rara, también estaban desnudos. Los niños jugaban desnudos, las mujeres lavaban la ropa desnudas, los ancianos fumaban tabaco a fuera de sus casas desnudos, los leñadores trabajaban desnudos. Esta gente apenas se percataba de mis miradas indiscretas. La desnudez era su mejor traje. Miré sin vergüenza a los leñadores. Me entretuve de lo lindo. Por más que quise no ver la desnudez y... eso... eso... sopa... eso que se exhibe y cuelga de un hombre cuando está desnudo, no pude. Fui débil y miré, aún con pudor, el sexo de los leñadores. Caminaba. Miraba. caminaba. Pudor. Sopa.

Mis ojos encontraron los ojos de un leñador después de vestirlo con la mirada. El leñador medía 1,85 metros de estatura. Su barba era negra y abundante. Él dejó de trabajar. Tiró su hacha al suelo y se dirigió a mí. Parecía conocerme. Al llegar me dijo que se llamaba Ernesto. Luego, sin darme tiempo de contestar, me besó. Ernesto tomó mis senos en sus ásperas manos. Chupó, chupó y chupó. Sopa y otra vez chupó y chupó. Volvió a mi boca. Sopa. Me derrumbó. Toda la savia del leñador se derramó dentro de mí. Sentí mi pezón izquierdo hirviendo y manando algo. Ernesto, sin mirarme, se puso de pie y se marchó. Toqué mi pezón con los dedos índice y pulgar y lo sentí más grande de lo normal. Alcé la cabeza. Sopa. ¡Qué vi! Mi pezón era un pene en miniatura, de unos diez milímetros de largo por cuatro de ancho, con su respectivo glande. Éste derramaba sobre mi pecho gotitas de leche, gotitas blancuzcas y espesas. ¡Sopenca excitación! Intenté mover las manos, las piernas, pero no tenía fuerzas. Me quedé en el piso mirando las ramas de los árboles. Las ramas de un cedro eran movidas por el viento. De repente un gajo se desprendió del árbol. Escuché su grito de toro enfurecido que quería aplastarme. Cerré los ojos y grité. Sopa. Desperté y verifiqué si estaba herida. Descansé. Pero encontré sobre la camisa de la pijama un parchecito de varias gotitas de leche.

Las apariencias no son más que apariencias. No es nuestra imagen ante el otro la que mostramos sino la imagen del otro en nosotros. Queremos la aprobación del otro para sentirnos seguros.

Nos gusta jodidamente vernos seguros y estables, así, por dentro, lo que nos callamos y nos domina y nos asusta y sentimos a la medida de nuestras preocupaciones, estemos de espanto. Porque se mal acostumbró a aparentar a estar bien cuando por dentro se está desmoronado, quebrado, terriblemente triste.

Somos imperfectos y no nos gusta la imperfección. Nos en malacara sabernos injustos, egoístas, inseguros, débiles, contradictorios, incoherentes. Tememos a la desnudez de los conceptos. Buscamos justificaciones en cosas distantes de uno, que nos brindan la seguridad, que nos permitan ser invisibles, que nos dejen estar ahí huyendo de nosotros mismos para no tener la molestia de tomar decisiones.

Nos casamos con los ismos, con las doctrinas, las instituciones, las personas. Como decía Estalisnao Zuleta, buscamos una persona o una seguridad que nos libere del aburrimiento para darle sentido a nuestras vidas. Gran error el que advierte Estalisnao. Me queda muy de para arriba creer que la realización de uno solo sea posible en el otro. Como si para estar conmigo primero debiera estar con otro. Además el respeto, la diferencia, entre otras necesidades del espíritu no es adoctrinarse. El respeto no es un currículo de una institución o una doctrina y que para adquirirlo primero hay que merecerlo y creer ciegamente. El respeto no debe ser aprendido sino interiorizado. El respeto no debe saberse de memoria.

Nos asusta la soledad. Distraemos la soledad. No somos capaces de estar solos. Porque no se está solo estando sin compañía. Se puede estar en una habitación sin nadie pero al enfrentarse a la quietud, a los propios pensamientos, a las voces que nos reclaman por no escucharlas, solo se nos ocurre prender el televisor, alzar la bocina del teléfono y llamar a alguien, leer un libro, jugar con el celular. Siempre buscamos un pretexto para no aceptar que estamos solos y necesitados de compañía, de la nuestra, la que postergamos con las justificaciones.

Son terroríficas las renuncias. Renunciar al otro nos parte el corazón y nos negamos la posibilidad de aprender del otro en la ausencia. No gusta estar solos, nos aturde la luz en la soledad y hace mucho frío. Pero atar al otro es irrespetarlo, si se quiere ir, que se vaya. Hay que aprender a renunciar para hacer de la debilidad de estar solos nuestra aliada. Hay un ejercicio que a mí me ha servido. Tirar, a conciencia, a la basura, objetos con alto valor sentimental. Por ejemplo, dejé tirado, en algún lugar de la biblioteca de la Universidad de Antioquia, mi último cuaderno de apuntes. En el cuaderno había escrito varios poemas, mis últimos poemas. Y lo que me inquietaba era que los textos me gustaban. Agradezco haber perdido el cuaderno.

Existe un pánico a la inutilidad, entonces, para no pensarnos y sufrirnos, para no quedarnos quietos dispuestos a ser un gran interrogante, nos matriculamos en la búsquedas de otros y formamos un proyecto de vida, estudiamos y nos volvemos desesperantes con la academia siempre en la boca, queriendo explicar el mundo a través de los conceptos como si todo sucediera por obra y gracia del lenguaje. Como si la lluvia fuera menos buena que la conversación de dos niños sobre la luna, como si escribir o decir perro fuera la única forma de reconocer al perro y la única afirmación de su existencia.

Hay cosas que escapan a la razón, a la nuestra, y en la medida en que más se nos escapen, más inseguros estamos porque no podemos calificarlas o enjuiciarlas porque no las entendemos Porque estamos mal enseñados a juzgarlo todo। Esto es bueno porque me conviene y es malo porque es distinto a mis intereses. La moral, gracias a Dios, nos contiene y potencializa nuestra imperfección.

¡Qué tal que no fuéramos débiles¡ ya hubiéramos solucionado ese terrible interrogante de la convivencia. Porque ninguna ciencia, ninguna arte, ninguna rama del conocimiento ha podido solucionar la convivencia con el otro, el por qué no estamos con nosotros cuando estamos con otros sino con otros. ¡Qué tal que no fuéramos débiles! no nos aburriríamos. El aburrimiento es el campo de batalla del ingenio. ¡Qué tal que no fuéramos débiles! no haríamos las cosas equivocadas, las que tanto nos hacen sufrir, pero las que más nos gusta. ¡Qué tal que no fuéramos débiles! ya habríamos solucionado la desazón del amor, entonces, el amor sería una acción desde el entendimiento y no una angustia desde el asombro.

Yo, por ejemplo, soy débil y aprendo a convivir con mis imperfecciones e injusticias. Un verso de Raúl Gómez Jattin decía que nadie podía herirlo tan mortalmente como él mismo se había herido. A mí me sucede ese verso. A veces, cuando discuto, porque discuto poco, porque no me gusta discutir cuando no se conversa y se dicen palabras mal intencionas solo por llevar la contraria, porque me da miedo perder, porque no me gusta aceptar que otro es más ingenioso. En fin, a veces cuando converso, y me dicen Camilo usted es un irresponsable, usted es un distraído, no sabe mantenerse firme con ninguna idea, es inseguro, no sos capaz de estar con ninguna mujer porque huís de ellas persiguiéndolas, no has hecho nada en la vida que pueda calificarse como importante… Entonces me sorprendo porque no me duele, porque me he dicho cosas peores y con más frecuencia, porque aceptarme es invitar al otro a que esté con él, porque estoy aprendiendo a no alterarme tan rápido con lo que soy.

Acepto, soy un débil ante el amor. Necesito de las caricias, de los mimes, de que me llamen y me digan te quiero, así, yo no sea capaz de decir te quiero porque se me llena la boca de arena.

Acepto que no soy ese tipo seguro, que es más papá que individuo. Ahora llevo el yo como un ramo de flores a una relación cualquiera y por eso digo que busco una mujer que cuide de mí. Sí, siento todo lo que dice la canción Alguien que cuide de mí de Cristina y los subterráneos. Necesito ser cuidado. Soy demasiado débil. Pero, eso sí, que me cuiden sin que mi yo se marchite.

Sí, soy un débil y lo reconozco, un impulso de impulsos, una contradicción con orejas. Todo me asusta, hasta la puesta del sol. Pero saberlo me asusta un poquito menos.

Cuando aceptas tus debilidades sos más fuerte que el otro porque no estas pelando con el otro para aplastarlo y demostrar tu supremacía, tu poder de ser más aparente y seguro. Estas vencido, llegas vencido, conversas vencido y sentís todo lo que hablas, porque el desanimo es el mejor aliado para no fingir. Porque te atreves a ser vos mismo el laboratorio de todos tus deseos. Aceptas que sos débil y asumís tu deber a la desesperación, a la incertidumbre, a la angustia. Porque esos estados te prueban, te retan, te hacen, te afirman. El sufrimiento te va esculpiendo el ser, te hace preguntarte el por qué todo te sale mal, el por qué siempre te pasa lo mismo, el por qué solo se piensa en el golpe después de golpearse, el por qué duele estar vivo, el por qué Dios hace tan mal las cosas y hizo del Sida el castigo al instinto y al placer, el por qué el Sida no es castigo a la guerra y por cada golpe un contagio, el por qué soy yo el que tiene que ser responsable de mis actos que son actos de otros yos en mí que no entiendo, el por qué debo aparentar para convivir con otro, el por qué pregunto. No sé.

Ella tiene 17 años. Es una niña y esta enamorada de mí. Es dúctil y débil. Nació con unos labios concebidos para el sexo oral. ¡OH! Sus labios de putita aprendiz, de felina sin garras, de gemido, de escalera al placer.

Sus labios carnudos, rosados, gruesos, callados han dejado su aliento y su llanto en mi falo. ¡Oh, Labios de putita inocente! ¡Oh, labios de putita fea! ¡Oh, labios de putita sola! ¡Oh, labios de putita sin identidad!

A ella, la putita, la conocí una noche, hace muchas noche en De bluss. Casualmente en el bar en el que trabajo ahora.

Al ver sus labios por primera vez solo pensé en besarla. Fui a su mesa, le hablé. En ese momento no me importó un rechazo.

Conversamos, mejor dicho, conversé largo tiempo conmigo mismo. Ella no hablaba, lo único que me dijo era que hacía croché y lo repitió una y otra vez. No me importaba, yo solo quería llegar a sus labios. Le hablé de Alam Poe, de Cortazar, de Las Mil y Una Noches... no entendió ni mu. Le hablé de música... ni mu. Le hablé de mu y ni mu. Luego callé, entonces, como si ese fuera el verdadero dialogo, ella empezó a reír.

El ruido de su risa era una mezcla de dolor y goce. Era como si La putita, de antemano, supiera, que su risa era su defensa a la impotencia, a la resignación, al abismo de no sospechar nada de si misma. Para ella el reír no era el ejercicio espontáneo de esculpir pucheros. Ella se reía de la misma manera en que el niño ríe al ser reprendido por no tomarse la sopa. Ella se reía para conceder y aceptar ante mí su actitud de victima.

El día que la encontré en el bar le recité, ya camino a su casa, un episodio del libro Rayuela de Julio Cortazar: Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Como era de esperarse La putita abrió sus labios. ¡Dios! Sus labios. Dos fauces dirigiéndose a mí. Entre y salí de su boca como de una cueva, húmedo y pegajoso, triste y parolo, ausente y ensalivado.

Era tanta la fantasía por su labios que imaginé que ella los movía. Pero, como sucedió en el bar, nunca los había abierto. Era yo el que amortajaba sus labios. Los mordía y nada. Los ensalivaba y nada. Le bajé la mano a la entre pierna, le hice mojar el Jean, le apreté el pezón izquierdo y nada que sus labios reaccionaban. Le froté mi falo a su pierna y nada. MIERDA. Hasta que de tanto insistir eyaculé en el intento de hacerle mover sus labios. Luego me marché.

En los días siguientes pagaba escondidijo. La decepción que me llevé con sus labios me dolió en el alma. Su labios estaban hechos para medir mi erección, pero, aún no estaban despiertos para su fin: mamar. Eso me dejó triste. Infinitamente triste. Así que me alejé de ella. Mi putita fracasada.

Días después Iba yo prendo y fumo y me la encontré en el parque de Girardota. Recuerdo que apenas la saludé, y como si ella tuviera obligación de complacer mis caprichos, la convidé a mi casa. Le di a entender que si decía no yo seguiría mi camino solo. Ella dijo sí pero sin abrir sus labios.

En casa le di un vaso de agua. Ella reía. Otra vez su risa empezaba a ofuscarme ¡Puta risa! Para no escucharla más, le dije, con rabia, que la iba a desnudar y se la iba a meter piernas a dentro. La niña adquirió una cara de mamá quiero irme a dormir, mamá este tipo me asusta porque tiene algo en los ojos que no me gusta, mamá quiero pedir perdón por no saber utilizar mis labios. Y esa inocencia me la endureció más y me lancé a sus labios inmensos, pero, tristemente quietos.

Le mordí el cuello, la espalda y ella ahí... inmóvil. Baje a su concha, la lamí, la sorbí, bebí de ella. La monté y penetré. Ella ni gimió. Upppppppppssssss.... Jódido polvazo. De nuevo el pantalón, la camisa, la traba me bajó y me llegó el arrepentimiento. Me mandé las manos a la cabeza. ¡Mierda! ¿Qué hice? ¡Es una niña! Debe alejarse de mí si quiere encontrar el amor. Mierda, no la vuelvo a saludar, ni siquiera a determinar. No quiero cargar con más culpas. La llevé hasta el lugar en que me la había encontrado.

Por un tiempo cumplí la promesa. No quería afectarla sentimentalmente. Pero, después de uno meses, cobardemente volví a ella.

Estaba yo con un amigo tomándonos unas cervezas. Ella nos saludó y sin pedir permiso se sentó en la mesa. El tiempo que permaneció no hizo otra cosa que reír. Su risa cortada me molestaba. En los intervalos en que tomaba impulso para seguir riendo me parecían paradisíacos solo porque no la escuchaba reírse. ¡Si tan solo se riera de la misma manera en que hablaba! Tal vez, se me hubiera hecho más soportable su compañía.

Sé que la culpa fue mía. Si no le hubiese hablado aquel día en el bar no estaría con este anhelo de ser un tipo modelo. También sé que ella, la niña, no merece que la trate como una enorme vagina con tarjeta de identidad. No, ella no merece que la trate como un utensilio a mis perversiones. No, pero, tampoco ella quiere que la trate de otra forma. Le gusta lo de putita fea.

Con las primeras cervezas fui un tipo puritano. Al ritmo de los tragos fui doblando la culpa y la arrojé con la ceniza del cigarrillo al suelo. Con varias cervezas solo quería jóderla y metérsela. Cachondo propuse que bajáramos a mi casa.

Llegamos, mi amigo se tiró en la cama y mientras escuchábamos a Fito Paez tomé a La putita de la mano, la saqué de la pieza y la llevé al baño. Allí le quité la camisa y el brasier. Intenté con los pantalones y no se dejó (mejor, supe después, para mí). Por encima del Jean le toqué la concha. El índice apretaba el clítoris y en pocos instantes sentí su olor de mamífero en calor. La tocaba, la besaba y sus putos labios inmóviles. Me bajé la cremallera y saqué mi miembro. Ella lo observó y le sonrió como si este fuera un espectador, y no, como era, como debió ser desde un principio, el protagonista de la historia. Lo llevé a su boca. Al principio lo masajeó. Yo, para que se acostumbrara a mi pájaro ardiente le decía que lo disfrutara, que sacara su instinto, que moviera la lengua, que pusiera a funcionar sus enormes labios, que para eso estaban hechos. Ella poco a poco accedía a mis peticiones. Primero lo tomó en sus manos y lo apretaba con los labios y dedos. Movía boca y lengua salvajemente. En minutos sacó todo lo bruja que tenía oculto. Yo movía el miembro hacía adentro y fuera de su boca. ASÍ... SI MI PUTITA, ASÍ,..... SÍ, ... MÁS RAPIDO, COMPLÁCEME.... DÉJAME LLEGAR... MÁS RÁPIDO, MÁS LENGUA, MÁS SALIVA, MÁS.... MÁS.... Y por fin en su boca quedó acumulado el semen. Ella me miró preguntándome que hacía con eso, si se lo tragaba o lo botaba. Le dije que si no le gustaba podía botarlo. Ella tiró mi líquido en el lavamanos. Nos pusimos la ropa. Yo ya quería que se fuera y que me dejara dormir. Pero, las reglas de la cortesía me obligaron a ser un tipo moralista y esperar unos minutos. Debía llevarla, según el dictamen de la moral, hasta el parque de Girardota. Con mi amigo la llevé. De regreso a casa, me acosté a dormir y yo soñé que era un niño bueno.

La cosa que a uno más le inquieta en la vida, al menos hasta donde tengo entendido, es ser un aventurero. Sí, que la existencia de uno deje un recuerdo en la historia. Que uno pueda tocar la fama con las manos y ser recordado por siempre. Eso no va conmigo. No quiero ser recordado. No he hecho meritos para tal cosa.

De pequeño se quiere ser un hombre con cuatro pies y rescatar la princesa avispa que fue raptada por una colonia de hormigas. Derrotar a las hormigas, casarse con la princesa y tener un hijo mitad avispa, mitad humano. Luego se desea, más grandecito, ser el mejor futbolista. Yo nunca pude jugar bien al fútbol. Siempre fui un petardo para ese deporte. Aunque admito que imaginé que era el mejor futbolista del mundo. Hasta me vi en la selección Colombia, al lado del Asprilla, haciendo túneles y marcando goles.

Lo más característico, cuando a uno lo invaden los problemas de identidad, es querer ser otro tipo más talentoso, más apuesto, más inteligente. Yo nunca estuve conforme conmigo, ni con mi cuerpo, mi estatura, mis sobacos, mis piernas, mi frente, mi ombligo, mi personalidad. Siempre quise ser agradable a todos menos a mi mismo. Así que me fabricaba una imagen de mí que no era la mía. Me figuraba que tenía el cabello liso, la piel blanca, los ojos buenos y azules. Quería ser el hombre más lindo del mundo, el que deslumbraría con su belleza. Quería que todas las niñas se enamoraran de mí.

Pero, nunca fui más que el que soy, un feo que aprendió a hablar bonito. Nunca pude aclarar los ojos, así me hubiera echado limón para aclararlos. Nunca me blanqueé la piel, así me haya escondido del sol por meses. Nunca pude ver otro distinto a mí en el espejo y eso me generó grandes depresiones. Me escondía de lo que yo era.

Todo intento de mí, de definición de mí, era un atentado a la imagen de mí, la que proyectaba y odiaba. Por eso cada que intentaba hablar de mí las palabras se me quebraban en la boca como si me tumbaran los dientes.

Para acabar de ajustar en mi casa yo era el maniquí de mi madre. Ella me vestía como a ella le daba la gana. Los pantalones me partían las pelotas en dos y el borde me llegaba hasta el pecho. Mi madre me peinaba de partido. Lo más desastroso era que los pantalones eran botatuvo y las gruyas me quedaban grandes. Y mis pies son inmensos. Entonces la imagen de mí, la que proyectaba, con los días era más desastrosa. Si me guevoniaban en el colegio por el tamaño de mis pies. Recuerdo que una vez un profesor me dijo que había nacido adulto de los pies. Nunca entendí ese chiste, pero siempre me dolió.

Mi imagen era desastrosa ante mis ojos. Empecé a andar encorvado. No quería que nadie me viera, ni menos llamar la atención con mi imagen, la de espanto.

Empecé a hablar menos. Con los días menos. Hasta que sin saber como, ni porque, me volví tartamudo. Gran lío.

En definitiva era una gueva en todo el sentido de la palabra. Y cuando a uno las cosas no le salen bien y no acepta que le salgan mal, entonces, las cosas se le empeoran más. A mí me pasó lo mismo y los manes del colegio me empezaron a hacer imposible la estadía. Imaginé que los mataba a todos, pero cuando los veía de frente, les sonreía cual mariquita asustado. Me decían pie grande, mariquita, ñoño, atolondrado, gago, ahuevado…

No sé como estoy en pie, caminando, soportándome, recordando, viviendo. El caso es que me dije, un día en que no aguanté más, en que exploté: Camilo, debes ser y aceptar al retrazado mental que llevas por dentro. Eso me dolió pero fue un hallazgo. Recuerdo el día en que exploté. Cursaba noveno y un man de 1;80 metros de alto y acho me dijo mariquita, me le tiré y lo agarré del cuello y le golpeé el rostro. El man, recuerdo, se llamaba Didier Arrollave, me cogió como un bastón y destrozó conmigo una matera, una silla. Admito que grité, pero aguanté la sacudida.

Después de ese percance, empecé a hablar, mierda, hablar y hablar y hablar. Mal hablado hablé por los codos, las orejas, las rodillas. Era una lora gaga, una simulación de megáfono averiado, una fiel imitación de gallo que empieza a caraquear. Hasta me rajé con una cuchilla minora la telita que uno tiene debajo la lengua, porque había escuchado que esa telita era la culpable de mi gaguera. Gran mentira, seguí igual de gago y solo y sin la telita bajo la lengua.

Pero nunca dejé de imaginar cosas. Pero fue mucho después que pude ficcionar algunos hechos. Fue cuando entendí que el respeto, lo que entendí por el respeto, es hacer cosas asombrosas que otros no son capaces de hacer. Entonces dije, lo admito, que estuve con tres mujeres en una noche, que me hicieron sexo oral, que me invitaron a sus fincas, que me culíe a la mejor niña del colegio. Bueno, dije la mitad de todo. Pero nunca estuve con ninguna mujer hasta que cumplí los 19 años. Lo anterior a los 19 fue solo paja. Es tanto que a mi edad, a los 25 años, no conozco el mar, no he acampado, no se ingles, no trabajo, escribo mal, vivo con mi madre. Estoy lleno de limitaciones.

Bueno, el caso es que desistí de esa forma de respeto, la de mentir para ser respetado y venerado. Pues a mí no me funcionó. Esa forma de respeto me precipitó al abismo. Me jodió la respiración. Así que decidí por quedarme callado, por aceptar al bicho raro que soy, la de ser un pajizo, un tipo pasional, un débil de carne, un lío sentimental, un poeta frustrado, un prosista en ruina.

Me dije, a la mierda de aventuras y en vez de imaginarme a las tres mujeres que me follaba en una noche, empecé a sentir a las tres me abofeteaban en una noche o me decían retrazado mental. Pero eso, era verdad.

Tuve que reinventarme. Aún me reinvento. Pero me ha ido mejor así. Al menos eso me ha ayudado a no decir más de lo que me callo. Se que estoy enfermo, de siquiatra, maniático, pervertido, solo… pero, soy yo, inevitablemente yo. Solo así he podido tocar, por mis propios meritos, el seno de una mujer y sudarme en ella toda la noche.

Se que no soy aventurero. No sé como serlo. Solo me he valido del fracaso, de la incertidumbre, para definirme, para no darme de trompadas con los amigos, para no haberme vuelto un violador, un sicario, un padre de familia, un obrero de empresa, un domador de serpientes, un caminante por la paz, un don Juan consumado.

No soy un aventurero, si hasta me embalo para amarrarme los zapatos. Miento, pero no por decir más de lo que soy sino al contrario, para invisivilizarme.