Me inquietaba el “otro” que yo era. El “otro” que caminaba las mismas calles. El tímido, pero no tanto, igual a mí en lo físico y un poco más listo. El “otro” que vestía mi ropa, leía mis libros, se alimentaba en casa, hablaba con mi madre y, sin embargo, no me ayudaba. El “otro” que podía sobreponerse a las adversidades sin que yo me diera cuenta. El “otro” que utilizaba mis pensamientos y no escuchaba. El “otro” que buscaba en los espejos. El “otro” que era una especie de guía guiado, un líder de segunda mano, un resplandor a chispazos. 

Tal vez el “otro”, que era más extrovertido y con sentido común, decidió salir a dar una vuelta en bici. Recorrió algunas calles del pueblo hasta la casa de ella. El “otro” con una sonrisa le insinúo que estaba alegre de verla. Ella juntó los labios y llevándose una mano a la boca envió un beso. Yo vi la trayectoria. El “otro” estiró el mentón para recibirlo. Yo vi como cruzó la calle a una velocidad asombrosa antes de impactar en la mejilla. El “otro” se estremeció porque era un beso pesado, de sentimiento. Así mismo lo sentí. Tanto el “otro” como yo casi perdemos el equilibrio. 

El “otro” cruzó la calle para el encuentro. Yo observé. Ella se acercó y me regaló una chocolatina. En silencio la acompañé hasta su casa. Ella sonreía. Yo intentaba decir cualquier cosa. El “otro” se movió en mí. Ella se veía contenta. El “otro” deseaba abrazarla. Yo la miraba. Ella tomó una de mis manos. El “otro” sonrió. Yo sentí un escalofrío en el cuello seguido de una erección, así que me amarré la chaqueta en la cintura. Ella hablaba. El “otro” escuchaba. Yo respondía con monosílabos. Ella presintió que algo sucedía porque me apretó la mano. El “otro” quiso besarla. Yo empecé a sudar frío. Ella, al llegar a un callejón oscuro, de un tirón me desamarró la chaqueta y corrió. Yo me quedé quieto porque no quería perseguirla. El “otro” la miraba con dulzura. Ella, al ver que no la buscaba, se detuvo y movía la chaqueta. El “otro” la llamaba. Yo, estático, sin saber qué hacer. Ella se devolvió y se acercó lentamente. El “otro” con una mano rozó los cabellos de ella. Yo seguía en un estado de estupor. Ella se alzó en las puntas de los pies como en una clase de ballet y nos dio un beso al tiempo que su mano se introducía en el bolsillo donde estaba la chocolatina. Yo la miré y sentí que me dolía menos la vida. El “otro” volvió a besarla con la determinación de que la vida era hermosa. Ella sonrió y me entregó la chaqueta y media chocolatina antes de marcharse. Yo la vi alejarse y sentía aún entre las piernas el roce de su mano. El “otro” respiró profundo y con una mano le envió un beso. ¡Era maravilloso! Yo era el “otro”. El “otro” era lo mejor de mí. El “otro”, gracias al amor de una mujer, era aquello que ignoré por no verme lo suficiente.


Amanda invitó Manuel a su casa. Lo condujo a su cuarto. Dos velas sobre la mesa de noche iluminaban las cartas y versos. Amanda le pidió que leyera. Él, algo tímido, pues se le dificultaba leer en público, escogió un poema y recitó de memoria. La voz de Manuel vibraba dentro de ella, era rumor de agua. Amanda, como una gata, buscó mimos. Manuel con los dedos índice y corazón recorrió el rostro de Amanda. Descendieron hasta el cuello y los hombros. La mujer se acostó en la cama y se introdujo en las cobijas. Manuel la miraba. Ella se quitó la camisa blanca y el pantalón. Manuel estaba inmóvil. Se sentó sobre él. Manuel respiraba con dificultad. En un arrebato abrazó a Amanda y con un movimiento inesperado quedó sobre ella. Amanda sonrió. Él le quitó la ropa interior y observó la desnudez de ese cuerpo que aparecía ante sus ojos como un espectáculo, como la cosa más bella nunca vista. Contempló la piel, los senos, los hombros, los labios, los ojos, el vientre… Era hermosa. Como si se tratara de algo muy delicado, que podría romperse, deslizó sus dedos por el vientre, las costillas y se detuvo en los senos pequeños, del tamaño de unos duraznos y notó como los pezones se endurecían. Con la lengua sintió la textura. Manuel la besó queriendo conservar ese recuerdo para siempre. Amanda, con un movimiento felino, logró ponerse sobre él. Presionó con sus manos el plexo solar y con sus piernas flexionadas, como la ficha de un rompecabezas, se ajustó al amado. Él sintió una humedad cálida y reconfortante. Estuvo tentado a moverse, pero contuvo el impulso. El amor era esa sensación de estar flotando en una bañera de agua tibia. El amor era la respiración lenta. El amor era aquella palabra que brotó, como agua, desde el estómago y subió hasta los labios. Ella empezó a contraer sus músculos internos y en una danza antigua se balanceaba. Al cabo de un rato ambos eran un solo estremecimiento, el impuso de sus cuerpos, el deseo que los poseía, la entrega hasta el límite del esfuerzo físico.





El hombre al escuchar el timbre que indicaba el cierre de las puertas del Metro salió del vagón sin conmoverse ante la respiración tranquila de su hijo que dormía en una de las bancas. Sólo en ese instante, entre la multitud que salía de la plataforma del tren, perdonó al abuelo del niño.



“Definir qué es lindo y qué es feo no es fácil. Las cosas son lindas y pueden ser al mismo tiempo horribles.” Clorindo Testa



Hemos reducido lo bello al rango de los ojos. Tal vez porque el ojo se engaña con facilidad hemos desarrollado la manía de ficcionar nuestros actos. Por ello, los relatos cotidianos que ocurren en el trabajo, la familia... se modifican. Por ejemplo, el tímido suele decir que una desconocida lo miró desde un colectivo en marcha; el eyaculador precoz habla como si estuviera reinventando el Kamasutra ; el inseguro hace de su trabajo un rin de boxeo con el supervisor y cuando está frente a él sonríe como si estuviera pidiendo un aumento en el salario; el fanático se aferra a las figuras de santos o personajes populares para aceptar su miserable existencia… y así un sinfín de historias que representan una necesidad molesta de creernos otros. Por algo, la mayoría de esas referencias se fundamentan en seres que no existen, en personas que sí existen pero que no hicieron nada de lo que dijimos que hicieron, en personas que vemos como muletillas de nuestra incapacidad de aceptarnos tan feos como somos. 


En el fondo hay un miedo terrible de vernos feos. De ello habla el abrumador mercado del cuidado de la imagen. Lo paradójico es que entre más se marchita la juventud más duele aceptar que hay otros más jóvenes y bellos. Y es peor para los jóvenes y atractivos que se buscan y se dejan como camisetas recién usadas. Al final, el excesivo cuidado de la imagen es un hueco hediondo en la personalidad. 

Cuando el feo, por su condición de excluido en un primer instante, logra construir otro tipo de encuentros porque confía en sus otros sentidos. Por tal motivo puede despertar otras sensaciones. Sobre todo si aprende a caminar con la indiferencia de las cosas que son indispensables. Tal vez, Emerson pensaba en los feos al profetizar que al envejecer la belleza se convierte en una cualidad interior. 

Es en lo no estereotipado, en lo que se sale del molde de la belleza donde se fundamenta el sentido a la vida, es decir, el amor. Porque el amor, ese estado que nos mueve al encuentro con el otro, repara poco, después de varios días, en sí nos parecemos a los personajes que salen en las portadas de las revistas y periódicos. Por algo, quien conoce un feo con personalidad hermosa por lo regular no se decepciona. 

Viendo la importancia que le damos a lo transitorio, la imagen, sería divertido imaginarse un macho alfa que exhibe sus mujeres como artículos costosos de un almacén de elite. Por ejemplo, si el ilustrísimo poeta Maluma hubiese estado en la época del renacimiento Italiano (1400-1700) con sus cuatro babys de estómagos planos y cuerpos curvilíneos; lo hubiesen desterrado porque la belleza perfecta de esa época eran la de las mujeres de estómagos redondeados, pecho amplio, piel blanca, contextura gruesa y caderas grandes. Ni qué decir de sus rimas que son un atentado a la inspiración. 

Otro caso simpático sería el de la lista de patitos feos que figuran en los partidos políticos: Armando Benedetti, Oscar Iván Zuluaga, Alejandro Ordoñez, Germán Vargas Lleras… entre otros que su gran atributo es ser políticos. En fin, serían el hazme reír en la antigua Grecia. Pues, en aquella época, donde se fundamentó la democracia, la mujer era una versión desfigurada del hombre, lo que es hoy el político tradicional colombiano. Por lo que estos personajes podrían haber sido para Sócrates los primeros intersexuales de la historia. 

O tal vez si la rusa Helga Lovekaty fuera una mujer de la época victoriana (1837-1901) coqueta, pomposa, robusta y mostrara sus bananos en vez de pechos, no sería tan importante ese supuesto romance con el 10 de la selección Colombia. 

En conclusión, una personalidad atrayente es como una carta de recomendación que llega al corazón, sin intermediarios. En esa medida, más vale feo y bueno que guapo y perverso, o mejor feo y atrayente que buen mozo y repelente.