─Hola, acabas de despertar de un accidente. Llegaste ayer en la noche sin signos vitales. Te dimos por muerto y hace apenas unos minutos que has abierto los ojos. ¿Recuerdas cómo te llamas y cómo llegaste aquí? 
─Doctora sé que me llamo Edwar, soy marino y estaba en casa de visita. Luego discutí con mi hermano y subí a la moto. Estaba por las afueras de la ciudad cuando dos hombres intentaron robarme. Aceleré. Ellos igual. Y bueno… acá estoy. 
─Espero no me mal interprete. Usted no se llama Edwar, su nombre es Enrique. Edwar es su hermano que sí es marino y está afuera esperando. Según su hermano estabas en una especie de histeria, de esas que te llevaron varias veces al centro mental. Y bueno, luego avisamos a tu familia que te habías accidentado. 
─Pero… 
─Tranquilícese. Es posible que por el golpe haya perdido la memoria momentáneamente. Creo que es prudente que hable con su hermano. Tal vez te llegue un recuerdo. ­─dijo la doctora mientras salía de la sala de urgencias y llamaba a un hombre. El hombre entró a la habitación. 
─Hola hermano. Espero que me recuerdes. 
─La verdad no me eres familiar. Discúlpame. La doctora me dijo que tenía un lapso mental… 
─Bueno, hermano, no hay problema. Es lo que menos importa. Vine a decirte, porque eres parte de mí, que estás muerto. Saberlo te sirve para que no te quedes dando vueltas en historias sucesivas que no terminaran hasta que aceptes que ya no vives. Para que te consueles, yo también lo estoy, asimismo la doctora que te atendió. Y sí, nos has visto pero con otros rostros. Es decir, me has dado otra apariencia sin olvidar el laso familiar. Imagino que esto se dio porque la última información que registraron tus sentidos antes de morir la integraste y la desplegaste como una historia o varias historias posibles y completamente ajenas a la realidad. 
─¡Eso no es cierto! ¡Estoy vivo! ¡Mírame, no eres mi hermano! ¡Vete de aquí! ¡Doctoraaaaa! 
─Tranquilo. Nadie te va a escuchar. Respira y escucha. Ayer llegaste a la casa a saludarme. Yo llegaba de un viaje de varios meses por el atlántico. Al verte te abrace y estabas indiferente. Mi madre me contó que en el último tiempo estabas más que irascible porque no conseguías trabajo. Te ofrecí dinero y te enojaste. Estabas fuera de control. Mi madre se asustó e intenté detenerte. Pero sacaste una pistola y me disparaste y luego saliste en la moto. Morí instantáneamente. Sé que no quería morir. Sin embargo acá estoy intercediendo por ti. Eres mi hermano a pesar de que me hayas quitado la vida. Para que no te quedes en el limbo de las historias sin sentido que se alternan entre sí cuando no se acepta la muerte es que estoy aquí. Vine para que trasciendas al otro viaje, el de la muerte. Ahora cierra los ojos. Recuerda que te he perdonado. En esa medida, también perdónate. Desata todo vínculo con la vida pasada. Ahora tu historia es como una imagen difusa de un sueño de hace muchos años. No hay recuerdo. Solo hay vacío. En ti todo se hace oscuro. La oscuridad es tu madre. Eres ausencia de luz. Ahora recuerda que estás muerto y que ya no te llamas Enrique y que ya no soy tu hermano. Ahora, abre los ojos. 

Antes de ese encuentro no hubo un referente que pronosticara que algo pasaría entre ellos. Ella era distante y él no había imaginado que pudiese fantasear con una mujer así. Se encontraron en un ejercicio de meditación. Él estaba al lado de ella. Hicieron varias posturas de yoga y él no podía concentrarse debido a las piernas de esa mujer medio largas y carnosas que le despertaban los más básicos deseos. Además el tatuaje que se le insinuaba en una de las piernas lo inquietaba. Ella sentía una mirada que en vez de incomodarla la motivaba a estirarse más y a jugar a no expresar sentimiento alguno. Al iniciar la meditación él, con sutileza, movió su pierna cerca a la pierna de ella y apenas logró el más leve roce se quedó quieto, sintiendo la cercanía de esa hembra que lo erotizaba. En el momento de visualizar un círculo dorado para iniciar el viaje al interior, él visualizó dos piernas que se sentaron frente a él. Dos piernas que se estiraron como dos manos abiertas y en el medio tenían una flor naranja, como una especie de begonia. Una flor que intensificaba el color de sus pétalos con cada movimiento de las piernas que parecían dos hojas de carne. La mirada de él era como una especie de abeja que giraba alrededor de esa flor. Un olor a eucalipto perseguía la mirada-abeja. Hasta que se posó en el centro de la flor y en una danza perfecta flor y abeja se sumergieron en las profundidades del encuentro y las piernas como hélices de una nave no identificada ascendieron por el recinto expandiendo un olor mentolado que alegraba todo a su paso...
Cuando terminó la meditación él abrió los ojos algo extrañado por la experiencia vivida. Ella, antes de irse, se acercó y en un papelito le dejó su número telefónico.


XII 

El Perro entra a la iglesia aunque digan que los caninos no son bienvenidos.
Observa a la gente y en apariencia se ven buenos,
pero les importa un pito los mandamientos.
De los diez que le fueron entregados a Moisés, infringen once.
El otro que no fue incluido por ese viejo arbitrario y caprichoso
no era menos importante: “amarás la naturaleza como a ti mismo”.
Sucede al contrario, la mayoría de humanos tratan la naturaleza
como si fuera la hija bastarda de Dios.
Además, los actos de los hombres han modificado las milenarias leyes.
En su incoherencia los mandamientos de Moisés quedarían así:
Amar los centros comerciales sobre todas las cosas.
Tomar el nombre de Dios como artesanía de mercado de miserias.
Santificar las fiestas con licor y pólvora (cosa aterradora para los perros).
Deshonra a tus padres y a tus hijos exige que te honren.
Mata con la palabra y el pensamiento porque otros lo hacen con ametralladora.
Comente actos impuros y justifícate en el otro.
Roba y esconde la mano.
Miente porque eres hijo del país de los falsos positivos.
Se concupiscente e impuro aunque te bañes todos los días.
Codicia lo ajeno y lánzate de alcalde.
El Perro siente una mano cálida sobre su lomo. Mueve la cola.
Algo superior le sugiere volver al campo y buscar un rico hueso.

Recordé por última vez la rutina del despertar del pueblo. En algunas horas el ruido de los automóviles y la maquinaria de las empresas se tragarían el canto de los pájaros. El pueblo entraría en la dinámica comercial de la subsistencia, la que hace rugir las tripas y cosecha bostezos y tristezas. Suspiré. Todo transcurría como siempre. En ese momento los latidos de mi corazón se aceleraron. Estaba intranquilo por abandonar mi pueblo, mi vida, mi cotidianidad. Escuché la bocina del bus. Me acomodé en el asien­to. Cerré los ojos y traté de llevar la respiración a un ritmo lento. Sentí que la vida, como el bus, era un teatro en el que uno representa a muchos hombres en el transcurso del viaje hasta que se queda con el menos pretensioso, el más anónimo. Y me fundí en la invisibilidad.