Hace unos meses trabajaba como promotor de lectura en un municipio del occidente antioqueño y uno de los ejercicios consistía en plasmar en un pliego de papel periódico íconos del territorio. La idea era realizar una cartografía del lugar en que se habita. Una niña de ocho años recortó imágenes de varias revistas y las pegó sin orden. Al terminar vi que las imágenes formaban un corazón de tamaño considerable. Cuando le pregunté cómo se relacionaba, ella dijo sin mirarme: “El corazón es mi territorio”. 

Recuerdo ese episodio porque me cambió la mirada lineal de las cosas. Esas palabras eran directas y se referían al amor. Surgió una pregunta: ¿Cuál es el primer reconocimiento?

Pensé en mi madre. Reconocí que ella es mi primer reconocimiento del amor como territorio. Luego, imaginé que los padres de aquella niña eran seres excepcionales. Si ella, tan pequeña, me hablaba del amor era porque era amada. Sé que el amor es la más alta evolución. El que ama lo puede todo, pero sí después odia con la misma intensidad es porque amó a medias. Me explico, amó extranjero de sí mismo, en condición de exiliado. Me atrevo a pensar que para aquella niña no será así. Sus padres le dieron esa posibilidad. Y los padres abren las puertas del mundo. 

Intentaré dar unas generalidades del padre y la madre, aunque las generalidades no sirvan de mucho. Sin embargo, hay comportamientos o actitudes que unifican. Por ejemplo: el padre es más una presencia de apoyo, de acompañamiento, de respaldo; pero la madre es la fuente, es la que da el sustento y la fuerza para el camino de la vida. El padre, la mayoría de las veces, muestra rutas. La madre fortalece y el padre plantea posibilidades de viaje. Lo anterior son observaciones, solo eso. Las nombro porque compartí con mi madre desde bebé por lo que soy muy saludable. Pero mi idea del mundo, si dependía de mi padre, podría ser nula porque él se aterró con los caminos y decidió quedarse solo, en una montaña. Tal vez por eso, supongo, me desoriento en el espacio sin dejarme de gustar los viajes. Luego, la relación con la madre se transforma, lo mismo con la del padre. Ellos son la primera autoridad a la que nos rebelamos. Muchas veces para siempre. 

Con lo del corazón como territorio y la mirada de los padres se vuelve al punto de partida. Se retoma la ruta. Así lo plantea el poeta Eliot cuando afirma que se vuelve al inicio para develar con nuevos ojos el mismo asunto. Ese inicio nos determina porque es en la familia donde se puede crecer y desarrollar la “inteligencia emocional”, algo desconocido para muchos. Esa inteligencia no es más que la independencia, la posibilidad de decidir y dejar ir a quien obstaculiza el conocimiento de las emociones en uno. Por eso, si no se obtuvo de mamá, de papá, de los hermanos el amor es probable que cueste establecer una relación respetuosa y saludable. Es posible que esa sea una de las razones por las que las primeras experiencias sentimentales partan de un deseo indetenible, de una pasión desbordante que enciende de tal forma el deseo que agrede y daña. También, se entra en un juego de poderes desgastante, como si sentir el control garantizara la perpetuidad del miedo: Y en el fondo se vive lo que no se desea.

“El corazón es mi territorio”. Esta oración resignifica el sentido del amor en la familia. Sin ese amor las relaciones futuras son una especie de cuentas por cobrar a fantasmas. Se le pide a otro igual de jodido un poco del amor que no se recibió en la infancia. Eso no se puede saldar. Al menos sin reconocerlo. Por algo, muchos después del cortejo, cuando se esfuma el interés que genera el desconocimiento del otro; aplican la misma indiferencia que aplicaron a los padres. Es evidente que hay algo que no se resuelve. Como si solo se cambiara de actores pero se dramatizara la misma historia. 

Hablo del amor porque ese es el alimento. Cuando nos alimentamos bien estamos saludables, crecemos e identificamos ciertas cosas. Por ejemplo, a la mayoría de hombres les cuesta decir “te amo”. Sienten que esa palabra les tumba los dientes. Lo que desconocen es que cuando dicen: “te amo”, el verbo creador: “Amar”, actúa directamente en las emociones y los libera de la dependencia sexual. El sexo sin amor es nadar a mar abierto. Asimismo a muchas mujeres les sucede que aman por los hombres, y son las últimas en ser amadas. Ellas se dejan de últimas y así son tratadas. Lo que desconocen es que tienen la facilidad de dar y sí se dicen así mismas: “te amo”, reciben de ellas lo que tanto anhelaron. Entonces descubren que su servicio sin retribución era una cristalización del miedo de aquellos hombres que se reían con los dientes cerrados. 

Sin embargo, hay un puñado de personas que han vuelto a ese primer territorio: la familia para crecer en amor. Han ganado en independencia emocional y experimentan cosas extraordinarias. Una entre tantas: cuando se crece en amor se siente la energía del amor como una espiral en el pecho. Esa energía se expande y se conecta con la energía compatible. Pueden haber centenares de personas, pero si una de ellas siente esa espiral el amor los lleva a mirarse, a compartir. Ese compartir es como un requisito para entregar o recibir algo fundamental para el crecimiento espiritual del campo energético y lumínico de donde surge la espiral. Ese encuentro estará libre de la estupidez, el control, la posesión y el vacío. 

“El corazón es mi territorio”, otra acepción: las señales están dentro, parten de uno. Mi corazón es el territorio donde vive el amor, lo más bello. De él parto. A él vuelvo. Lo maravilloso es que una niña de ocho años me indicó las coordenadas. 



Hace tiempo logré diferenciar el erotismo de la pornografía. El primero es la sutileza que excita la imaginación en un llamado al placer en función de una idea del amor. El segundo, es un llamado a los placeres carnales que, no es una característica constante, puede partir de una soledad prolongada, de una dependencia emocional que desemboca en el hastío. 

El origen de la palabra “erótico” proviene del latín “eroticus” y éste del griego “erotikós” y se refiere al amor sensual. Esta palabra deriva del dios “Eros”, dios del amor. Estas referencias llevan a pensar en lo erótico como una sugerencia a ideas o intenciones que se recrean en la imaginación. En este plano el sentido de las emociones se renuevan, se potencian, se excitan. Es un encuentro con lo sensual desde lo sutil. 

Depende a qué le prestemos más atención. Si es el cultivo del cuerpo entonces la imagen de éste es toda la posibilidad de encuentro. Pero el placer en el cuerpo, desde la óptica del placer por el placer, se esfuma. Es como un fuego que arde y se apaga al instante y solo queda el humo espeso en vez de la anhelada braza ardiente. Entonces se siente que hace falta otro poco, otra mujer, otro encuentro… Debido a que se busca la superficie se encuentra uno con el vacío, el que siempre estuvo, el que no se va por más que tonifiques los músculos. El vacío de sí que se intenta llenar con la imagen de otro. Y lo que ocurre es que se encuentran dos vacíos que se ensanchan después de agotar la experiencia del cuerpo.

Sin embargo, si el encuentro es más desde lo contemplativo, ¡no hay nada más hermoso que una mujer desnuda! Y si a esa imagen se le permite expresar su belleza sin agotarla con el tacto, puede suceder que el cuerpo experimente otros registros. He escuchado que en algunos místicos la presencia de Dios en el plano físico es como un orgasmo, una felicidad continúa. Esa comunión del cuerpo y el espíritu llena el vacío de sí y permite otro diálogo. Cuando se observa la desnudez con amor, respeto y admiración se encuentra de nuevo la inocencia. Esa inocencia es la misma que irradia un niño. En él, el cuerpo no está en completo desarrollo, por ende, desconoce el llamado de las pasiones y solo participa de la comunicación del espíritu con lo que toca y ve. Esa inocencia se puede recuperar, se puede cultivar. La clave está en construirse adentro un templo para sí y desde allí partir al encuentro con el otro. Como es adentro es afuera. Y si adentro se está bien consigo mismo, el afuera es la contemplación de lo hermoso, de la desnudez es su estado más puro. 

Después de la contemplación se puede dar esa comunión que va más allá de la piel. Si se da puede compararse con lo que siente un pintor frente a la pintura cuando se olvida del espacio y el tiempo; es decir, se puede sentir otra dimensión, otro estado de conciencia. También, puede compararse con lo que experimenta un campesino frente a un cultivo de albahacas al remover la tierra y organizar los surcos; llega un momento en el que se concentra en ese presente, en ese ahora que entra en meditación, el punto cero, donde el roce con la tierra le electriza todo el cuerpo. Esas experiencias parten de una motivación, de una disposición del espíritu que registra ese gozo sutil y constante de vibrar con las cosas. En esa medida vivir es un privilegio. Cada día brinda un sinfín de placeres.

Hace poco, en mi casa, frente a un fuego, sentí lo cotidiano del erotismo. Trataré de recordar el momento sin omitir los detalles. A unos metros, en una manga, el viento mueve las hojas de un arbusto. El viento mece las hojas que tienen la forma de una mujer sentada. Su cabellera vegetal convoca a varias abejas que se posan en sus hojas. El viento ingresa hasta el centro del arbusto al tiempo que un azulejo canta. Imagino que la mujer arbusto se acuesta sobre el césped mientras el viento susurra palabras de otro tiempo cuando le narra como él lleva las semillas a los huertos, se desliza por la superficie del agua para generar pequeñas olas y escuchar la voz de la luna que conserva el agua. Esas palabras entran en el arbusto y cada hoja, cada tallo, al unísono, se contrae para ser raíz, tierra en movimiento. El viento mueve el arbusto y sus hojas recrean el cuerpo de una mujer, con los ojos cerrados, inmersa en secretos. Un azulejo ronda el arbusto sin dejar de cantar, las abejas se posan en una hoja, luego en otra y allí se quedan unos segundos para libar de la miel que emana el arbusto en las hojas de la parte inferior. Un olor a menta alegra al viento que en espiral asciende con el olor como si se tratara de un fruto invaluable. De pronto, el arbusto se llena de abejas. El azulejo se reúne con su pareja. Vuelan juntos hasta un naranjo donde se acicalan, juegan con sus picos entre sus plumas, cantan y saltan de rama. Uno de ellos se queda inmóvil mientras el otro, con su pico, le hace más azul las plumas. Las abejas, en las hojas, toman la miel que necesitan y van partiendo. Luego el arbusto, sin viento, se mueve y de su interior se escucha el canto de los azulejos. El olor a menta ha desaparecido y el fuego, ardiente, entre sus llamas violenta, delinea el rostro de una mujer que conozco. Una mujer medio felina y alza sus brazos con algunas bolitas naranjas que entrega al viento. A ella le entra por la espalda un rayo de luz. Sus senos tiemblan y emanan gotitas de miel. Algunas bolitas de fuego rondan a la mujer, al parecer abejas de luz. Las abejas recogen la luz, la inagotable luz, la luz del amor que es todo y es miel. Luego, entre el humo, las chispitas de fuego ascienden al cielo mientras ella se torna de varios colores y su cuerpo se hace paisaje y suspiro…


Si te busco, huyes 
si me voy, me detienes 
si yo esto, tú aquello.

El amor se nos cae 
por los dos lados
de la cama.


La muerte violenta es un fenómeno que ha golpeado a miles de personas en Medellín y sus historias son un libro de horror. Un libro que pocos se atreven a abrir porque el dolor de miles de víctimas continúa bajo tierra pidiendo justicia. Entre esas víctimas hay hombres, verdaderos héroes, que se atrevieron alzar la mirada y aportaron un granito de arena a la paz. Hombres con tal grado de bondad que dieron su vida al servicio de otros. Hombres que entendieron que es el servicio lo que nos puede acercar al otro. Hombres que creyeron que si dejaban mejor los metros de tierra en que habitaron habían valido sus esfuerzos. Uno de esos hombres fue Jairo Alberto Valencia a quien balearon en Medellín el 12 de septiembre del 2007. Él fue historiador de la Universidad Nacional y su pecado fue ayudar al prójimo. Entre sus acciones se cuenta que fundó la Corporación Cultural Altavista con el fin de iniciar procesos sociales comunitarios. 

El hombre
En el momento de su muerte, a sus 42 años, era profesor de cátedra del Departamento de Trabajo Social de la Universidad de Antioquia. Vivía en la comuna 13, en el Barrio Floresta, en la calle 49G con la carrera 96, con su esposa Yaneth Rodríguez y su hijo Santiago. Era un hombre estudioso que en las noches de los jueves y los viernes se quedaba hasta las tres de la mañana estudiando. A veces entre semana. Esa era su pasión. 

Jairo jugaba fútbol los fines de semana y cada año organizaba en el barrio el pesebre ecológico. Para ello convocaba a la comunidad para hacer bingos y otras actividades durante el año con el fin de reunir fondos. Lo que más le gustaba era que los niños estuvieran en el proceso de armar el pesebre. 

“Él siempre estuvo en mi formación deportiva. Él fue quien me incentivó a ser un nadador de alto rendimiento. Él era el que reclamaba las notas en el colegio y me explicaba los temas que no entendía. Con él era obligatorio leer ciertas páginas de libros todos los días. Siempre me incentivó a la formación”, recuerda Santiago.

Homicidio
El cuatro de septiembre Santiago Valencia cumplió años. Su padre los celebró en familia. Pocos días después llamó a su hijo y le mostró un papel que tenía guardado. “Él me mostró la hoja, era una póliza y me dijo: ‘acá se la dejo guardada. Si a mí me llega a pasar algo con esto no tienen que pagar nada más del crédito’. Es decir, que no asumiéramos nosotros su deuda. Yo creo que eso fue un presentimiento”. 

El doce de septiembre Jairo madrugó y desayunó en familia. Después le dijo a Santiago que se terminara de cepillar los dientes que él llevaría la basura y luego calentaría la moto. Santiago lo vio salir y Yaneth volvió a acostarse. Santiago estaba cepillándose cuando escuchó unos disparos y luego una moto que se fugaba. En un principio Santiago creyó que el ruido era un estruendo que alguien había hecho con un madero en la calle. Así que salió de la casa y al instante vio que un vecino llegó en una moto, frenó y miró en dirección a la basura y luego a Santiago. Así varias veces. “Me pareció muy extraño la actitud del vecino así que volví a entrar a la casa y subí hasta el balcón. Entonces fue cuando lo vi, pegué un grito y salí de nuevo corriendo. Tras de mí mi mamá en pijama. Cuando llegué lo cogí, él estaba temblando. Mi mamá me dijo que fuera donde un vecino que tenía carro. Me pegué del timbre. Pero cuando llegamos ya se lo habían llevado en un taxi. Cuenta mi mamá que cuando estaban llegando a la Unidad Intermedia de Salud de San Javier él le apretó las manos. Cuando lo vieron los médicos ya no tenía signos vitales”. 

Por esos días Santiago y su madre se habían trasladado de casa, por el mismo sector. Yaneth renunció a su trabajo de enfermera para seguir con el de peluquera y de esta forma estar más cerca de su hijo. En la peluquería, dos días después de terminarse las novenas de Jairo, entró un niño con un ramo de flores. El ramo tenía una nota donde la amenazaban. Yaneth y Santiago empacaron sus cosas y con la colaboración de su familia salieron por la noche sin que nadie se diera cuenta. 

Días antes, en un sueño de Santiago, Jairo le preguntó cómo estaban. Santiago le respondió que bien. Jairo desapareció y no volvió a presentársele en sueños. Santiago vuelve al colegio y pierde inglés durante varios períodos. El idioma que estaba estudiando Jairo. 

Impune 
En primera instancia la policía dio la hipótesis de que intentaron robarlo. Pero no era viable porque Jairo tenía todas las cosas personales. Además, si lo que buscaban era la moto, hubieran esperado que la sacara. Otra hipótesis fue que lo asesinó un delincuente que por esos días había salido de la cárcel y que murió en diciembre del mismo año. Este sujeto, lideraba una banda en el barrio. Así se cerró el caso.

Jairo no recibió amenazas, afirman sus familiares. Lo que se rumora es que su muerte fue una reacción de las bandas. “Alguien no estaba contento con la forma de ser de Jairo Alberto: su carisma, liderazgo, ayuda a los demás, y la única forma de sacar sus frustraciones, era sacando al líder del camino”, asevera Nancy, su hermana.

A Jairo lo recuerdan como un hombre que dio su vida al servicio de los otros, sobre todo a su familia. Su hijo ahora se prepara como politólogo en la Universidad de Antioquia y siente que el legado que le dejó su padre es trabajar por la comunidad. Sabe que lleva en la sangre la bondad y el servicio. Pues, en estos tiempos, los héroes son anónimos, los que en vez de robar pantalla en los medios de comunicación se preocupan por sus semejantes sin esperar recompensas.