Estas ganas de vos preguntan por ti. Les respondo que te veo en la tarde. Entonces mis ganas de vos dan un salto mortal. Un ataque de alegría las baña. Mis ganas de llamarte son más comunicátivas y marcan tu número telefónico. Te saludan y te dicen que mis ganas de vos escribieron en el aire, en un salto mortal sin presedente: "Me gustas".
Entramos al turco. Ella iba con un vestido de baño insinuante. Yo con una pantaloneta de baño narigona. El vapor me hinchaba las mejillas. Pero el deseo ardía más bajo la piel. Así que ni sentía el vapor.

- Creo que seríamos buenos amantes, dije.

- ¿Por qué lo dices?

- Bueno, hemos sido sinceros. Hacemos lo que queremos. No seríamos mojigatos. Nos permitiríamos la perversión sin torturas.

- Puede ser. Pero como que está caliente el turco.

- No me parece, pero si quiere salimos a la otra sala, la de menos vapor.

- Si, es mejor.

Nos sentamos. Haberme atrevido me excitó. No quería esconder lo que sentía. Estaba erecto. Incomodaba estar así frente a ella. Era peor que estar desnudo. En el turco había poca gente. Me senté con los pies abiertos con todo el pecado eréctil. Ella miró de reojo.

- Está como tarde, dijo ella.

- Si, pero tarde ¿para qué?

- No sé.

- Lo que pasa es que estas asustada. Te gusta el riesgo y no te gusta admitirlo. Odias a los hombres que se pasan de atentos. Te aburre una relación sin tención. Aunque buscas compromiso quieres asegurarte vértigo. Si te casas conseguirás un amante porque el marido te es suficiente. Eres insaciable. Lo sabes.

- Para. No es justo que me digas esas cosas. Además estoy enamorada. Sabes como soy enamorada. Él tiene automóvil. Me lleva al trabajo. Es cordial. Me llama y salimos juntos. Pero aún no se atreve a nada. Pero quiero con él.

- Ehhh… bueno… me alegra… pero…

- ¡Hasta ahí!

- Fresca, era solo un beso. Eso me calma la erección.
Ante la ventana maldigo tu nombre
porque no puedo alzar la bocina del teléfono
e invitarte a mi lecho.

Hacer las ganas de ti posibles.
Quedarnos desnudos
esta madrugada de verano.
Mirarte a los ojos de cerca.

Pero no,
no estas,
no estarás.
No habrá lecho
ni madrugada ni labios.
Solo esta ventana con un pedazo de cielo.
En el cielo suelto mis señales.
Escribo con nube la palabra milagro.
Todo es posible.

Pero maldigo tu nombre.
Tu puto nombre.
Me falta putamente.
Asumí el adiós. No tuve miedo a perderla. Sabía que yo era más importante que lo que sentía. Se fue. Volví a casa. Esa tarde no dormí. Me hacía falta pero no quería demostrarle que la extrañaba. Escribí su nombre en un papelito y lo enterré en la huerta casera para arrancarme el deseo y no anhelarla.

Luego me llamó y hablamos. Quedamos en vernos. Me dijo que yo nunca había intentado darle un beso. Que mi problema era decir las cosas. Dejarle todo a las palabras. Que la tenía endiosada. Que ella era una mujer que quería acción. Agradecía el cortejo pero faltaba riesgo. Intenté besarla. Ella retrocedió. Me dijo que ese era mi gran problema. Esperaba a que me dijeran las cosas para poderlas hacer. Necesitaba plastilina para llegar a ella. Me sentí de 14 años. Le dije que no la iba a tocar. Que no tenía miedo a quedarme solo. Que la quería pero podía prescindir de ella. Que el problema de ella era la prisa. Querer controlarlo todo. Manipular al hombre. Temía enamorarse porque perdía la estabilidad laboral. Y si no la había besado era porque ella me importaba más que los besos. Que sí, estaba dispuesto a penetrarla, a chuparle la pasión. Pero sino encontraba el momento indicado no iba a forzar las cosas. Ella me dijo que los dos queríamos pero no coincidíamos. Acepté.

Nos abrazamos. Ella me dijo que se había sentido bien a mi lado. Yo le dije que ya no quería nada con ella. Ella sonrió y afirmó que sería su futuro novio en tres años. Sonreí. Me sentí más lento de lo normal. Caminamos. Al despedirnos ella intentó besarme. Le dije no y le di un beso en la mejilla. Tenía que demostrarle que así me gustara podía decirle no a sus labios de helado de chocolate derretido. Ella me abrazó. Me dijo adiós. Le dije que la quería mucho. Ella me dijo también. Pero sabíamos que ninguno iba a buscar el otro. Que la oportunidad había pasado de largo.


La loción potencia la desconfianza en sí mismo porque se huele para el otro. Por pretender que somos un olor que no nos pertenece olemos a desinfectante, a superficie, a lo que no somos.

Gusta oler bien para denotar limpieza. Nos bañamos para parecer buenos cristianos. Utilizamos el aseo y el olor artificial para ocultar las malas intenciones. Fabricamos una aureola olfativa para rechazar el olor del vagabundo que huele a no me hable de frente y no me importa su historia.

Hice un experimento. Quería saber si mi olor era agradable a las mujeres. No me bañé un sábado. Tuve un sueño húmedo en la madrugada del domingo y no me limpié. Salí fermentado de casa a las cinco de la tarde. Me senté a tomar un café. Del azar una mujer me contó de sus días oscuros en la adolescencia. Me despedí. A pocos metros escuché mi nombre. Una ex-novia me invitó a salir. Quería que nos viéramos uno de estos días por si de pronto pasaba lo que queríamos. Inventé una excusa. Quería irme a casa. Tomé una moto-taxi. Ese día comprobé que el olor propio es más efectivo que el efecto Axe.

El sacerdote huele a escalera de bambú y sopa de fideos con espinaca. El adolescente a aceite quemado, sangre coagulada y reggaetón a alto volumen. La profesora recién graduada de la universidad a sedal rizos obedientes anti frizz y colonia de rosas. La oficinista a helado de ron con pasas derretido. La colegiala a hierba húmeda y romero. La ama de casa a detergente y eucalipto.

Por oler bien se nos olvidó oler. Estamos confundidos porque olemos a todo menos a individuos. Tememos al propio olor. Disgusta sabernos mamíferos. Acumulamos toxinas y feromonas porque es más saludable taponarse los poros con lociones. Educamos el olfato para el olvido.

Pero basta con llevarse la mano a la nariz. Aspirar. Aspirar. Huele a animal de sol, a individualidad, a naranja, a papá, a hombre primario, a día de no baño, a cuarto oscuro, a pino podado, a sombrero volteado, a conversación de íntimos y a niño que mira el cielo desde el copo de un árbol.
No hay un mes específico ni un lugar adecuado para escribir poesía. Aunque preferiría escribir un buen verso en el cuerpo desnudo de una mujer con anteojos. Una mujer con anteojos cuando se desnuda siente más de lo que ve por su deficiencia visual. Por eso se ensueña mientras se tatúa palabras en su piel. Por ejemplo, escribir bajo sus senos, con el dedo índice, el siguiente verso: "No bastará la noche para tocarte". Luego besar el verso y hacer el poema toda la noche.
¿Qué siente uno mechudo? Me hice esa pregunta a los 15 años. Pero el cabello llegaba a un punto donde peinarse era un error, se hinchaba.

Asociaba el conocimiento a un dejamiento del aspecto. Véase un poeta que se nombre poeta o cualquiera que se incline al campo humanístico. Abunda la barba, el cabello y el humo. Ejemplo, los griegos y los personajes de la biblia.

Ahora, la era de la idiotez, ha delegado una importancia desmedida al cabello. La publicidad se ha dedicado a vender la imagen de mujeres y hombres con cabellos sanos. Cuando son más sanos más sanos: el vecino con las entradas prominentes y la coronilla despejada, la señora que vende comida chatarra con el cabello atado con una pañoleta y el niño con el cabello amarilloso; ellos no son anoréxicos. La moda es ser un esqueleto con una cuenta bancaria nutrida.

Fui el mismo triste pero con cabello largo. En la universidad éramos mechudos e insoportables. Creímos en el cabello como un paso a la madurez. Equivocados o no, queríamos sentir el deber a desobedecer.

Como buen provinciano mechudo empecé a fumar, consumir droga y alcohol, vestirme de negro y escuchar Pink Floyd, Pearl Jam, Nirvana, The Rolling Stones, David Bowie, Led Zeppelin…

Fui una afirmación del error en una época que se dejó lavar el cerebro con los proyectos de vida y la educación para el empleo. Una época donde hay que crecer más rápido. Cuando sea grande quiero tener un corte de cabello a la moda y trabajar mucho para morirme más ligero.

Luego, me corté el cabello y empecé a cuidarme. Porque, mientras tuve el cabello largo y me creí intelectual, me desagradaba mi imagen. El cabello no quita ni da nada. Descubrí eso cuando fui una melancolía de cabello largo que probó todas las marcas de cigarrillos.

Un exmechudo y prontamente calvo, siente que puede ser individuo con o sin cabello. Aunque me gusto más con cabello que con novia.

Pero la vida es un teatro. Representamos en determinados momentos muchos hombres hasta que nos quedamos con el menos pretencioso, el más natural. El cabello, entonces, no importa.