Voy a tu encuentro algo incierto,
algo distante, algo contradictorio.
Soy tan predecible en mis predicciones
que me torno algo rebelde, algo incrédulo,
algo necio.
Voy al silencio para sentirte sin molestia,
sin reclamo, sin control
y el espacio y el tiempo
y mi manera de estar solo
y tu manera de mirarme
como si un abandono o un olvido te llegara.
Tal vez estemos hechos para lo durable,
tal vez nos asuste tanto bienestar,
tal vez necesitamos el recuerdo más que el presente,
tal vez busquemos todos los peros
para anteponer el concepto a la caricia,
tal vez voy a tu encuentro algo distraído,
algo suspicaz, algo contradictorio
y no me declaro culpable.
Voy con amor y sin afán a otro encuentro.
Voy algo despreocupado, algo alegre,
algo desatento
y tal vez mañana yo no sé.

Veo el vuelo de los gallinazos, el ave insigne de los andes. Mientras tanto pienso un rato qué palabras escribir para manifestar mi agradecimiento a la tierra. Encuentro mi escritura como postal de mercado de baratijas. No soy un escritor elocuente o fluido. Al parecer, no soy escritor, más bien un escribano que le da por garabatear sus opiniones sin pensar muy bien cómo. Le suceden las palabras así como brota la hierba de la tierra. Si mucho intelecto, más bien descuidadas, pero frescas. Tal vez por eso, cuando intento hilar una idea las palabras son un silencio prolongado. No fluyo y vuelvo a los lugares comunes. Además, me cuesta creer que en Colombia se celebre la tierra cuando en las noticias abundan los incendios forestales, los derramamientos de petróleo, la tala indiscriminada, los desechos de carbón arrojados al mar, el cáncer de la minería… Por eso, al decir esta boca es mía las palabras insatisfechas se agarran de la lengua. Entonces callo y sigo mirando los gallinazos. Al parecer, estas aves de rapiña, están tras las intenciones mortecinas de los colombianos tan bien peinados, tan elocuentes en los proyectos de protección ambiental y tan desconectados de la madre tierra. Lo sé porque cuando huelen una flor la imaginan disecada ya que son incapaces de oler sin poseer.


Uno de mis dilemas ha sido el de los cierres. Durante años dejé cosas empezadas con la esperanza de que las dilatara el tiempo. Por ejemplo, iniciaba un nuevo estudio y no terminaba. Lo mismo con las relaciones emocionales. Esto, creo, por la incapacidad de priorizar y de asumir responsabilidades. Lo nombro porque mi ignorancia ahora entiende un poco la dinámica de los círculos o la circularidad de las cosas que hacemos. 

Las cosas son cíclicas. Se manifiestan una y otra vez en el tiempo. Una tristeza, por ejemplo, vuelve cada tanto y cada tanto se sumerge uno en ella. Es como si una especie de círculo guiara nuestras acciones. Es decir, uno abre y cierra, inicia y termina, sufre y se alegra, llora y se ríe… 

Cada acción se podría nombrar como un círculo que representa un momento, una etapa o un cambio en nuestras vidas. Casos concretos: el círculo de la escuela, el del colegio, el de la universidad; el círculo del primer amor, de la primera relación esperanzadora, de la familia; el círculo del primer empleo y la alegría del primer sueldo, del trabajo ideal, de la independencia económica; el círculo de la búsqueda de uno mismo, del aprendizaje del amor, del hallazgo de la espiritualidad, de su lugar en el mundo.

Estamos atravesados por estos círculos. Y creo que al nombrarlos se los lleva al plano de la conciencia y esto permite aprender a cerrarlos. Es importante cerrarlos como abrirlos. El cierre permite un mejor campo de visión del aquí y el ahora. Pues, cuando no se cierra un ciclo se puede quedar padeciéndolo o viviendo en el pasado. Esto para cada una de las cosas que hacemos. Cerrar un círculo y permitirse abrir otro para expandir la visión del ahora. También hay que considerar, según las prioridades de la acción a realizar, el tiempo estimado. Es crucial darse un tiempo para cada círculo. Al menos los que se puedan realizar y estén entre las posibilidades y los deseos más profundos.

Si es en lo sentimental, aprender a defender el “no” que surgió de algo más profundo que un capricho o una pataleta. Si ese “no” es una necesidad íntima que busca el bienestar del corazón, es necesario continuar. Mirar atrás es dudar y vivir del recuerdo, de la sombra que vuelve con la tristeza, con la culpa y el apego. Ese “no” es el cierre y el inicio de un “si” que se empieza a sentirse en armonía. 

Lo otro es descubrir que es aquello con lo que se vibra. Eso a lo que más le has inyectado energía vital. Sea lo que sea. Una cosa al tiempo. Luego llevarlo a la materialización. ¿Cuántas cosas hemos proyectado y se han quedado en la nebulosa? ¿Cuántas veces nos hemos quedado a mitad del camino? ¿Qué nos distrae? 

Darle término a un círculo permite abrir otro y al cerrarlo se abre otro. Así sucesivamente hasta que se descubre que se ha logrado aquello que te hace feliz y necesitas para una vida en servicio al corazón. Cuando un círculo se cierra el aprendizaje se potencia. El aprendizaje del conocimiento de sí sucede en forma de espiral. La espiral está constituida de círculos. En esa medida, se fluye con el universo.

Es vital descubrir el poder, entendiendo como poder el oficio, la tarea o el camino que se elija como opción de vida a materializar. De esta manera vibrar y disponer un tiempo estimado. En caso de que se elija sembrar, un primer círculo sería hacer un surco de lirios y cerrarlo sería verlo florecer. Luego, volver a abrir otro. Si el primero se hizo bien la experiencia para el segundo garantiza un mejor cuidado. 

Otra forma de entender esto de los círculos es cuando un padre suelta a su hijo o un hijo suelta a su padre. Esto no quiere decir que se olvide el uno del otro. Lo que supone es soltar al otro para que viva su vida, pero con la certeza de que cuenta con un cómplice. Para eso es la familia, para compartir y acompañarse. 

Claro, hay círculos dentro de los círculos que a su vez tienen otros círculos. Por ejemplo, la historia del hombre que abandona a su hijo y de viejo se lamenta porque su nieto se siente solo. Escena que se repite una y otra vez en nuestra historia de patriarcados. Por ello, el machismo es un círculo abierto en Antioquia que se abre en muchas familias e individuos. Es como una sombra que pasa de padres a hijos. La lujuria es uno de los círculos que están dentro del círculo del machismo y dentro del círculo de la lujuria está el círculo de la falta de voluntad al bien. Esto se repite. La energía que se le inyecta a las cosas queda girando hasta que se materializa. Algo de lo que sentimos cuando creamos queda en el fruto. De ahí que el hecho de cerrar un círculo permita entrar en otro y seguir avanzando en la espiral que es la vida.

Medellín un pedazo de nostalgia te recorre. Un pedazo de montaña custodiado por el ruido y los atracos. Un pedazo de olvido, como alfombra, se desdobla por tus calles. En ti, Medellín, ciudad de aire mortífero, la eterna primavera ahora es mortal y se viste de smog porque el aire le perfora los pulmones más que el humo de los cigarrillos. Medellín, ciudad de café en grano, café instantáneo, café en termo, café expreso, café humeante, café oscuro y amargo, café dulce y trasnochador, café caliente, café frío, café olvido que ya pocos quieren probar. Ciudad de bandeja paisa, de empanada frita, de silicona y escotes prolongados, de cerveza pilsen, de aguardiente antioqueño, de ron Medellín, de Coca-cola, de casinos, de buses furibundos, de chanceras, de amas de casa, de artesanos, de aduladores, de vagos, de niñas y niños vendidos al mejor postor, de matones con tarjeta de identidad, de padres ausentes. Ciudad de lluvia gris por el residuo de la industria. Ciudad que canta bajo la lluvia gris “Rain Fall Dow”. Ciudad con sol de fiebre, sol apagado, acudo a ti como a un funeral. 

“Cierra los ojos y no grites,” me dice. Sé que ve cómo en la noche paso la lengua por el filo de los colmillos.