Se sabe que las personas que no leen ni escriben no tienen las mismas oportunidades. Pues no cuentan con palabras para nombrar sus fluctuaciones emocionales, laborales o espirituales. Por algo decía Santa Teresa: “Lee y conducirás, no leas y serás conducido". Por ello, si el mundo es tan grande según las palabras que tengamos para nombrarlo, la lectura permite abrir un abanico de posibilidades para interactuar con ese mundo que a veces nos abruma. 

Pero no solo leer para llenarse de información sin uso práctico. Mejor leer para intentar entender lo que ocurre con uno y con el pedazo de mundo que habita. Pues, la palabra cargada de sentido, la que está atravesada por la experiencia, se filtra en la sangre. Entra a rincones insospechados. Es un canal por el que pasa información que queda, como una semilla, germinando. 

Además, la lectura no debe ser un deber. De ser un deber, de hacerse por obligación, se perdería el goce y la opción de que sea un derecho. Por ello, para revindicar ese derecho tan desvirtuado por muchos, recordaré Los diez derechos del lector de Daniel Pennac: “El derecho a no leer; el derecho a saltarse páginas; el derecho a no terminar un libro; el derecho a releer; el derecho a leer cualquier cosa; el derecho al bovarismo (Término alusivo a Madame Bovary, la protagonista de la novela homónima de Flaubert, lectora compulsiva y apasionada de novelas románticas); el derecho a leer en cualquier sitio, el derecho a hojear; el derecho a leer en voz alta; el derecho a callarnos.

De esta forma, devolverle el poder al lector para que afirme su vínculo con los procesos de lectura y así asuma la lectura como un regalo del universo. La lectura que despierta las propias palabras. Las palabras que nos habitan, nos mueven y luego dan testimonio de vida. Palabras que muchas veces desembocan en la escritura, en la construcción de un mundo donde el lector se decubre. Ojala siempre fuera así para que la pluma, como decía Cervantes, sea la lengua de nuestra alma. 

¿Quién alza mi mano cuando alzo la mano?
Muchas veces no soy yo el que empuña el lápiz
deletrea palabras
y da sentido a una idea.
Tampoco son mías las imágenes que me atribuyo.

Soy más de lo que imagino
más de lo que soporto
más de lo que nombro
para fijar un poco mis límites.

A veces, perturba admitirlo,
no soy el que soy cuando escribo.
Otro alza mi mano
La desliza sin titubear, segura y firme
                                  sobre la página.
Las palabras brotan como agua.

Esa imagen frágil que tanto me gusta de mí
                                        se quita del medio

y comprendo que entre menos sea
más soy el que soy cuando alzo la mano
que empuña el bolígrafo.





Son muchos los esfuerzos para mostrar a Medellín como una ciudad moderna. Esto ha llevado a grandes transformaciones que la perfilan como una metrópolis en pequeño formato, pero al final metrópolis. Por algo se leen noticias asombrosas como la reestructuración del sistema de transporte público, cuando en el momento, debido a las obras de infraestructura que se construyen simultáneamente, Medellín es un caos vial. 

Se dice que llegarán a la ciudad nuevos buses a gas y entrarán a operar a finales de este año. Incluso, una empresa, Transmedellín, firmó el primer convenio para darle inicio al proyecto de Transporte Público de Medellín (TPM). 

Los buses tendrán internet gratis. Los usuarios podrán ver en sus celulares la ruta, los asientos disponibles y los minutos que tardará en llegar a la parada. Ante esta iniciativa saldrán 1.068 buses de circulación. Quedarían 1.898 buses de los cuales 618 llegarían al centro. 

Se afirma que esto descongestionará la ciudad. También que ayudará con el cuidado del medio ambiente. Sin embargo, es sabido, no comentado, que con la construcción del metro el rio se redujo y con los días se erosiona. Antes, en tiempos de los padres de nuestros padres, la Villa de la Candelaria era un parque natural donde la gente se podía bañar. Otro factor preocupante es la tala de árboles para los proyectos de infraestructura, pero no solo en la ciudad, sino en todo el departamento. Asusta que en Antioquia se tale un promedio de 25 mil hectáreas de árboles al año. Y sin árboles ¿cómo se puede cuidar el medio ambiente?

Respecto al impacto de estas iniciativas recordemos que hace algún tiempo se publicitó los alimentadores del Metro como una alternativa inmejorable para el usuario. Pero, los alimentadores del sector Belén y Aranjuez generaron un descontento en la población y ocasionó que aumentará el transporte informal al retirar los buses de la zona. 

Ante este panorama desconsolador por un lado y prometedor por otro, decidí hacer un recorrido en bus porque crecí viajando en buses, y pese a los malos ratos que a veces generan los conductores cuando conducen como en una pista de carreras o te obligan a escuchar reggaetón o peor aún, a Don ebrio y a Olímpica; considero que muchas de nuestras historias están ligadas a los buses. 

Los buses

Los buses son esos animales urbanos que recorren la selva de concreto y sus bocinas nos recuerdan que ellos son los dueños de las vías. Su ruido es el grito metálico que pide que no los olviden cuando Medellín pase de ser un pueblo grande a una metrópolis. Pero, en ese afán desaforado de la ciudad futuro desaparecen los espacios socializados. Es decir, se pierde la identificación del ciudadano con el espacio que habita. Por ello, al desaparecer los buses se pierde parte de la identidad. Aunque, hay ciertos buses que parecen trenes de carga tosiendo monóxido de carbono y son una amenaza pública. 

La ciudad que no quiere los buses al final termina pareciéndose a todas las ciudades del futuro. Las ciudades descongestionadas, en las que abundan los puestos de comida rápida, los museos, los bares, los semáforos, los hoteles… que con las reformas arquitectónicas y los avances tecnológicos buscan situar, tanto al citadino como al visitante, en lugares transitorios donde el tiempo sea fugaz, donde se pueda concebir una idea general y vaga del espacio, donde se permanezca poco y se frecuente mucho, donde la sensación se constituya desde lo abstracto, donde los aeropuertos y las terminales de transporte sean un mercado fructífero. La gran ciudad de avenidas y lugares estratégicos de paso. Esa ciudad no necesita los buses.

En la 92 con la 35, Belén, abordo un bus B. Cristobal, un mastodonte al que le suena la pintura. Es de esos buses que rugen y dejan una línea de ruido en el aire y es un peligro para el pasajero.

Para el ejercicio de reportería dispongo el oído. Se sorprende uno con los diálogos. Podría hacerse una radiografía de la naturaleza humana. Por ejemplo, en San Juan se suben dos señoras robustas y empiezan una conversación en la que otros pasajeros participan. Las señoras afirman que los hombres son materia. A ellos les interesa la carcasa. Es decir, piernas, tetas y culos. Desde esa perspectiva construyen todas sus relaciones. Ellos no son sensibles y lo hacen creer. Pues, los hombres dicen piropos sin pensar ni involucrar el corazón. En cambio la mujer siente. Otro pasajero agrega que los hombres si sienten, pero después de cierta edad, cuando se ven viejos y solos. La conversación toma otros matices. Me bajo en el centro. Camino hasta la Oriental, frente al Éxito San Antonio. Pienso en las palabras de esas señoras. De un momento a otro veo más senos de lo normal. Hermosos y ocultos. Piernas que paralizan el tráfico. Respiro profundo. 

Pocas veces se encuentra pasajeros con la filosofía de esas dos señoras. Pero los hay. A esos pasajeros se les conoce como los “transgresores”. Son el tipo de personas que rompen con la rutina del bus, que muchas veces es aplastante debido al cúmulo de cansancios. Hablan para todos así se dirijan a una persona. Entre ellos el campesino que grita por celular como si eso sirviera para recortar la distancia, el negro con audífonos que canta creyendo que nadie lo escucha, el jubilado que recuerda las calles cuando era joven, la pareja de novios que se empalagan de besos y caricias, las señoras o señores que por un motivo cualquiera amanecieron de buen humor y hablan de manera espontánea. 

Hay otro tipo de pasajeros, los “automáticos”. Son los que viajan a diario como si fueran a una condena. Establecen una rutina de lunes a viernes y aprovechan el bus para dormir, olvidarse del trabajo, de las responsabilidades, de la mirada de los hijos que los esperan con la boca abierta. Estos son los más comunes, los que contestan con monosílabos porque desconfían de su suerte. Creen que los días son el mismo día repitiéndose a diario, como una pesadilla. Van sin brillo en los ojos, esperando el día de pago. Se habitúan a sus preocupaciones en un vehículo en movimiento. En su quietud móvil aprovechan para no ser y se desconectan de su realidad. Entran en una especie de neblina que los envuelve. Sin embargo, son los clientes de los venteros ambulantes. 

Los venteros 

Utilizan sus artimañas para ganarse la vida. Pues los “automáticos” pertenecen a la clase social trabajadora, la que se gana la vida honradamente con el sudor de la frente. Y los vendedores buscan la forma de desviar las monedas del bolsillo de los “automáticos”. Lamentablemente son poco ingeniosos. La mayoría se aprenden un discurso y lo repiten. Ponen voz de payaso retirado y ofrecen sus productos. Utilizan frases como: “Perdone que lo incomode señor pasajero…”, según el sentido de la frase, si quieren que los disculpen entonces no deberían incomodar y así no tendrían que pedir perdón. Otra: “Recibir no es comprar”, y si no recibes dicen que recibir muestra nuestra cultura y decencia. Atribuyen a la palabra “cultura” un compromiso mercantil que repele con la palabra “decencia”. Otra: “Quien desee colaborarme Dios le ha de pagar”, como si Dios fuera el director financiero de los venteros asociados o el dueño de una cadena de baratijas de todo a 5 mil. Cuando el discurso de Dios no funciona dejan entredicho que si no compras tal vez los encuentres en una esquina delinquiendo y es culpa tuya. 

Con el discurso de Dios cuentan sus historias de vida, muchas de ellas inventadas. Ejemplo, cierto día un vendedor contó que salió de las drogas gracias a Dios. Repartió salmos en fotocopias y recogió algunas monedas. Después, otro día, dijo que nunca había estado en las drogas y se subía a los buses como una persona de bien para ayudar a muchas personas que si estaban en las drogas. Otro recitaba el salmo 91. La voz se le quebraba y se le olvidaba algunas líneas. Nadie le colaboró. Enojado confesó que le faltaba 2 mil para el cuarto de ron, cuando afirmó que educaba a sus hijos. Uno más, en Niquia, vende maní y chocolatinas. Dice que necesita dinero para estudiar y ayudar a su hermano que se prepara para ser sacerdote. Una tarde lo encontré en un centro comercial. Entró con una mujer joven al almacén en el que yo estaba. El vendedor gastó una suma considerable. 

No todo es desconcertante con los venteros. También existe otra minoría, los “artistas de la calle”, los que revindican el viaje en bus. Estos asombran por su recursividad. A ellos se les recuerda porque te sacan del aturdimiento de la rutina. Una vez, en un Circular Coonatra, el bus que más vueltas da, un hombre se subió y con un par de cucharas en su cuerpo tocó el himno nacional. El himno que, en particular no me identifica como colombiano, en el cuerpo de ese hombre me despertó cierto patriotismo tardío. 

Con el recuerdo del hombre de las cucharas abordo un bus de Buenos Aires. Una mujer discapacitada se sube. Dice que canta feo, pero eso no le importa porque ella quiere trabajar para educar a su hijo. Su voz quebrada, averiada, aturde. Ella cierra los ojos. Al final agradece. En una silla cuenta las monedas. Cambia con el conductor 12 mil pesos. Le pregunto por su hijo. Ella afirma que tuvo una aventura con un hombre adinerado porque deseaba ser madre. Luego se fue. Concluye que ser discapacitada no la hace menos mujer. 

De regreso a casa abordo el último bus después de atravesar la ciudad donde la primavera se envuelve en papel celofán y el bochorno se arrastra por el pavimento buscando un poco de sombra. Cansado, desde la silla, observo un señor de bozo espeso, trigueño y distinguido. Él lee el periódico mientras chupa una paleta. Un indigente se ubica frente a él. A través de la ventana le señala la paleta. El hombre lo ignora. El indigente toca de nuevo el vidrio y señala la paleta. El hombre se enoja y lo mira a los ojos. El indigente sonríe y señala la paleta. El hombre se ríe y se la pasa por la ventanilla. El bus arranca. La última escena me conmueve. La determinación es, a veces, insolente, pero satisfactoria. Miro la ciudad y los buses que la recorren e imagino el sinnúmero de historias que se olvidaran al finalizar el día.

Al caer el sol el viento recoge las palabras que no pronunciamos y debieron decirse. Cada tarde los pájaros vuelven a los árboles y nosotros, los entendidos, en letargo, en vano abrimos la boca. Cada noche al salir las estrellas el instinto se mira al espejo, se acicala y se perfuma cuerpo entero. Sonríe al encontrar en nosotros las palabras gastadas y disfruta al vernos indefensos, a merced de lo más básico. Cada tanto al caer el sol, cada día al caer la tarde, cada tarde al llegar la noche, cada noche con sus grillos callo y abrazo al instinto, callo y dejo ir al instinto, callo y trituro con los dientes las palabras gastadas, callo para escuchar la palabra justa, la que calibra el corazón en silencio.