De un momento a otro entendí que nunca había sido importante para Sandra. Para ella era fácil evadirme porque no sentía nada por mí. Cosa que me destrozaba porque conservaba la remota esperanza de poder estar cerca de ella. Su negativa me dolía, pero a la vez, como si el desprecio no fuera suficiente, me entusiasmaba a seguir imaginando cómo poder acercarme. Por eso, en las tardes, después de las clases, me inventaba escusas para pasar por su casa. Visitaba a compañeros que no me caían bien o invitaba a algún amigo a dar una vuelta en bici… solo para verla. Soñaba con que ella me esperara y me dijera que si quería ser mi novia. 

Empecé hacer cosas peligrosas, como piques en la bici, con el fin de llamar la atención. Pero nada resultaba ante su indiferencia. Incluso casi nunca la veía. Hasta que cierta tarde estaba con su madre en el patio de su casa. La madre la cargaba entre sus piernas y con una peinilla le desenredaba el cabello. Sandra estaba envuelta en una toalla que dejaba descubiertos sus hombros. Cuando la vi sentí que esa era mi única oportunidad para que ella viera mis piques y se enamorara de mí. Así que respiré profundo y pedaleé de pie moviendo la bici al lado izquierdo y derecho de mi cuerpo. Esta pirueta era muy difícil y sobre todo en bajada. Eso no me importó porque estaba resulto a partirme un hueso si eso me ayudaba a conquistar a la mujer que no me dejaba dormir. Me concentré en la bici y en la pirueta que me disponía a realizar. Empecé a dar pedaleos sincronizados y mantuve un ritmo admirable, como un profesional, durante unos diez metros. Pero la danza perfecta se complicó cuando sentí las miradas de Sandra y su madre que intentaban decirme que me iba a matar. Lo que hice fue pedalear más rápido. En el instante en que iba alzar la bici para realizar el pique el pie se resbaló del pedal. Acto seguido, me fui de bruces y el tubo del marco de la bici quedó entre las piernas. Mis pies se arrastraron por el cascajo de la carretera hasta que me estrellé contra un barranco. El polvo que levanté y el estruendo del choque preocuparon a la madre de Sandra. Tanto que después de ayudarme a parar me dijo que la acompañara a su casa para limpiarme las heridas. Me dolían tanto los testículos que apenas tenía aire para respirar. Como pude le dije que eso no eran penas y me monté de nuevo en la bici dejando tras de mí un caminito de gotitas de sangre que caían de mis rodillas y codos. Cuando estuve lejos de la mirada de Sandra y su madre dejé salir las lágrimas y me senté en una piedra a masajear los testículos para continuar el camino a casa. 

Al llegar a casa mi madre me recibió con un jalón de orejas por haber dañado la ropa y mi padre me ignoró. Después de limpiarme las heridas me dirigí a mi cuarto a llorar porque más que los raspones en los codos y rodillas lo que me dolía era el corazón. 

Por esos días mis padres discutían frecuentemente y contemplaban la idea de separarse. Él trabajaba como profesor en una escuela rural y ella permanecía en casa cuidando de qué todo estuviera en orden. Durante el día las cosas parecían normales, pero en la noche, cuando se encontraban empezaban a discutir. Habían dejado de hablar hace meses y cuando se decían algo terminaban gritándose. La casa se había convertido en un infierno. Pero la que más alzaba la voz era mi madre. En el tercer día de mi recuperación, pues permanecía en casa porque las heridas se me infectaron y apenas podía moverme de la cama al baño, mi padre llegó a eso de medio día. Durante el almuerzo todos estuvimos callados. Pero de un momento a otro mi madre le hizo un reclamo y él respondió con un puñetazo en la mesa que tumbó varios platos. La madre se puso de pie y sin más ni más le lanzó una silla. Él la esquivó y vio estupefacto como la silla había destrozado los cristales de la ventana. Mi padre se levantó de la mesa y le dio un puñetazo en la cara. Luego, sentado sobre su vientre, siguió dándole puñetazos. En ese instante alcé una silla y se la partí en la espalda. Él gritó y con movimientos rápidos me encuelló. Sus manos en la garganta me estaban cortando el aire. Él me miró a los ojos unos segundos. Luego me soltó. Se dirigió al perchero y poniéndose la chaqueta se marchó para siempre. 

Tenía quince años cuando ocurrió la separación de mis padres y pensé que era lo mejor que nos había pasado. Pero, después lo comprendí, fue el episodio que más influiría en mis relaciones sentimentales. Debido a esa ruptura con mi masculino viviría muchas relaciones tormentosas. Claro, en ese momento uno no piensa en esas cosas. Incluso me gustaba la idea de que mi padre se hubiera ido porque podría estar más tranquilo en casa. No estaría su continua vigilancia en mis actos. Algo entre los dos había cambiado y nos había distanciado porque en los primeros años de mi vida él era otro. En las tardes, cuando llegaba del trabajo, me sentaba en sus piernas y me leía cuentos. En ese momento para mí era el hombre más grande del universo y deseaba que siempre me contara historias. Hasta que una vez lo vi dándole un beso a un hombre y me negué rotundamente a que me siguiera leyendo cuentos. Poco a poco él se alejó hasta el punto que nuestro trato se redujo a los saludos y los monosílabos. Desde entonces en casa cada uno era un mundo independiente, como si perteneciera a otra familia. Quizás las peleas de mis padres empezaron cuando mi madre se enteró de su homosexualidad. Eso, lo supongo, porque ninguno de los dos me explicó el por qué de la separación y cuando le pregunté a mi madre me contestó que el tiempo me lo diría. 

A partir de nuestro distanciamiento mi padre llegaba a casa y se encerraba en su estudio. Jamás volvió a invitarme a caminar o a jugar balón pie. Entre ambos se formó un muro que ninguno se atrevió cruzar. Cuando se sentaba en la mesa, durante los últimos meses, era como un fantasma. Él no fue el hombre ejemplar dispuesto a enseñarme a ser responsable y caballero. Él no me habló de las mujeres y cómo relacionarme con ellas. Su ausencia fue insondable y propició mi inestabilidad en las relaciones amorosas. En todas mis relaciones estaba condenado al hartazgo porque fundamentaba mi búsqueda en el sexo, cuando lo que necesita era amor. Estaba solo y triste. Tan solo como el que ve llover.


Una historia de amor y desventura que lleva a un hombre a tal punto de genialidad que se hace víctima de sus deseos. Mateo, el protagonista, se sumerge en la naturaleza femenina con el fin de develar un misterio que aún no se ha logrado descifrar. La única certeza que se tiene con la mujer respecto al amor es que cada día se es más analfabeto en el tema. 

Aunque a Mateo se le debe que occidente conociera el clítoris o kleitoris como epicentro del placer femenino. Este anatomista, uno de los médicos más destacados del Renacimiento y quién también descubrió la circulación en la sangre, afirmaba en su De re anatómica que este órgano era el origen del amor en las mujeres. Pero su descubrimiento no le sirvió para enamorar a Mona Sofía, su amor imposible.

A pesar de que lo intentó todo, por ejemplo, en unos de sus experimentos se echa en su miembro una sustancia que llevaba entre sus componentes extractos de la raíz de mandrágora, con el fin de crear una bebida sagrada que fuera irresistible a la voluntad femenina, pero que no descubriría él sino el perfumista francés Jean Baptiste Grenouille dos siglos después con la virginidad de varias muchachas. 

 El anatomista del Renacimiento se enamora perdidamente de una prostituta, quien no le corresponde. Por ello, una de las cosas que más atrae de la trama es la soledad de un personaje que se dedica a investigar la naturaleza femenina, como si fuera un Cupido errante condenado al corazón de una mujer.