Hay un amor que no parte del deseo porque trasciende las fechas. No se marchita con la distancia porque es latido permanente. No impone formas o diseños porque no sería amor sino agujero gris de abrazo mudo. Es un amor muy distinto al que se conoce o al que nos han mal enseñado desde niños. Por ello,  no es el amor de imagen lejana que confunde al ojo que teme a la desnudez del alma. Es el amor del cuerpo el que hace que funcionen las cantinas, las canciones tristes, las dependencias y los centros comerciales. De ese amor se escribe así como se hace palomitas de maíz y como las palomitas es leve e innecesario. 

Intento escribir de otro tipo de amor, uno que sea de verdad. Por ello, quiero situarme desde el otro lado del amor, el que no se ve. Ese amor que para verse, en muchos casos hay que arrancarse las pupilas para dejar de ver con los ojos de los desdichados que solo ven la desdicha. Pero ese no es mi caso. Me arranqué la desdicha de las pupilas hace mucho y ahora puedo ver ese amor que ha vivido conmigo hace años. El que ha crecido a mi lado en silencio como una flor y ahora perfuma todos mis días. El que recorrió el mismo túnel que yo para ver la luz y la pequeñez de este lado. El amor de hermana, de mi hermana, mi pedacito Dios en la tierra, mi reflejo oculto más visible, mi puntito de luz que desde este lado del universo  enverdece el aire que respiro.





De un agujero salió un escorpión furibundo dispuesto a atacar lo que se le atravesara. En ese momento empezó a llover y el arácnido quiso, con su aguijón, inyectarle el veneno a las gotas. Luchó hasta que cegado por la furia se enterró el aguijón así mismo. Se fue quedando quieto, producto del veneno, al instante escampó. Un aguilucho que observó todo desde un árbol seco, estiró sus alas y se dirigió hacía el escorpión. Con el pico lo abrió en dos y en la mitad del arácnido encontró un polluelo, diminuto, de águila real. El aguilucho lo tomó en una de sus patas y lo llevó a un lugar seguro, con los suyos, donde pueda emplumar y adquirir su verdadero poder y enseñarles a transitar sin miedo la muerte.

Ellos se vieron años atrás, cuando eran jóvenes e indecisos. Pero no se hablaron. Creyeron que eso era un capricho, como lo es todo en la juventud. Por lo tanto, cada uno buscó su camino y se olvidó de aquel episodio, que como muchos otros, también olvidaron. Sin embargo, vivieron cosas similares. Ella convivió con un hombre que al final no la convenció de ser un igual. Él se separó de una mujer que no pudo resolver su pasado. Ambos viajaron fuera del país dispuestos a formar familia. Pero, ella se cansó de buscar un compañero que la valorara de verdad y él desistió de entregar su fuerza vital a quien le daba lo mismo recibirla. Al final, cansados, y algo decepcionados del amor retornaron a sus casas maternas sin saber que iban directo al encuentro que les fue anunciado hace años.



Ahora que sé
que estás al otro lado
donde los ojos son obstáculo 
y tu rostro
tiene la simetría del sueño
mutable y móvil,
todos los rostros visibles
se me lanzan como hijos
que quieren nacer. 
Con dificultad trato de ver
                    lo importante.
Sin embargo, existo, huelo
y mi energía es
como un copo de algodón
                        de azúcar,
un suculento bocado
y la piel
poro a poro
suda el vértigo
de saberte de hace tanto
y de hace nada.

Cuando duermo ella abre los ojos. Se estira como un gato y con sigilo llega a mi cuarto. Me observa unos minutos. Luego sonríe y tomando mi mano me invita a caminar por paisajes oníricos. Intento decirle “hola” pero solo puedo mirarla y sin que me diga palabra alguna siento su aliento que huele a albahaca. Respiro su silencio como el perfume de las flores. Y mientras inhalo me entrego a su pureza. No quiero resistirme y dispongo mi ser para que ella lo habite. Sea mi rostro una línea del suyo. Basta una insinuación suya para calmar las ansias de no saber a dónde ir y evitar rasparse de nuevo el corazón ante estrellas fugaces. 

 Cada noche, cuando la encuentro, me expando en su luz. Dejo que ella, desde mí, habite todos mis sueños. Sucede, cuando la fusión es la indicada, que sus ojos son los míos, sus labios mis oídos, sus oídos mis labios, sus gestos mi sonrisa. Somos la unidad, los sueños que alumbran nuestros aposentos y la conexión con lo que soy desde antes de este cuerpo. 

 Cuando abro los ojos lo primero que percibo son los pájaros que endulzan el aire con sus cantos, los perros cuidan la ternura del alba y espantan a los extraños. Agradezco por lo que apenas recuerdo y sospecho, como todos los días, que ella empieza a cerrar sus ojos. Imagino, por el bienestar que siento en el corazón, que ella sueña con esta materia que soy y que ante la luz del día se desprende del misterio y es carne y hueso, ansia y fragilidad; pero a la vez, esto que soy y respira se siente feliz de ver el rostro de ella, apacible, finamente delineado en las nubes.