Estar solo no es ninguna imposición, como alguna vez leí en Fernando Pessoa. Basta esta frase para saber que soy más un solitario que un lector. Más un hombre dedicado a escucharse a sí mismo que a encerrarse en un cuarto a leer sin mesura. En esa forma, confieso, no soy un lector, mejor dicho, no leo. De vez en cuando hojeo un libro que uno de mis amigos me presta. Además, sospecho, que no es en los libros donde he encontrado la tranquilidad. Eso no quiere decir que no haya leído. Al contrario, he devorado libros, pero ninguno es suficiente. Siempre hay otro. Así me fui llenando de palabras inoficiosas, de ruidos sin sentido. Luego, un día que miré el alba, me dije que el amanecer es el mejor libro que nunca terminaré de leer y todas las palabras se me borraron. Entonces el sol naciente ha sido el libro que leo todos los días. El libro que me muestra las palabras del corazón. Palabras que me enseñan a estar solo. Porque estar solo es aprender a habitarse y a desaprender todo lo leído. Estar solo es un diálogo directo con las flores.


Cuando joven creí muchas veces que había encontrado el amor de mi vida. Pero fueron muchos los golpes que me di en la cara. Ahora de viejo sé que el verdadero amor es una mentira que uno toma por cierta para enredarse, confundirse y creer que eso es lo más milagroso de la vida. Ahora no me preocupo por eso. Aunque Lucrecia me abandonó definitivamente porque me considera un viejo cascarrabias e infantil. Sé que ya no tengo la energía para cortejar a nadie. Por eso dejé buscar lo que no llegará. Entonces me dedico a recordar mis pequeñas tragedias, las que constituyen el día a día. Curiosamente se recuerdan los momentos más emotivos. Uno de ellos ocurrió hace mucho ya mucho en Argentina. Y lo que ocurrió lo sabía antes de que sucediera. Ella me esperaba en el aeropuerto y cuando la vi supe que ella no era mi apuesta. Me pregunté el por qué estaba allí, si ya no había vuelta atrás y empezaba a dudar. Amanda ya no era un motivo para agradecer la existencia de cada átomo. En ese instante empezó a importar el objeto amado, más que el amor. Pero, no quise admitir ese presentimiento por miedo de que fuera cierto.

Ella esperaba afuera del aeropuerto. Nos saludamos y respondí al beso por decencia. Ella encendió un cigarrillo y me dijo que ya estábamos juntos, volvió a besarme. Esperamos el autobús que nos llevaría a la terminal de transporte de El Retiro, dónde abordaríamos otro autobús rumbo a la casa de sus padres en el municipio de Suipacha.
El municipio de Suipacha está ubicado en el oeste de la Provincia de Buenos Aires, en la llamada Pampa Ondulada a 126 km de la Capital Federal. “Pampa”, una palabra aymara que significa “espacio”. Y si que había espacio porque se podía contemplar la inmensidad del horizonte. Incluso, a veces, cuando intentaba mirar más allá del primer pantallazo visual sentía un dolor en la córnea, como si el ojo empezara a utilizar otros músculos.

Suipacha fue la primera batalla que los argentinos ganaron en la Guerra de Independencia. Batalla disputada en Bolivia el 7 de noviembre de 1810. Suipacha también era el municipio de la siesta. Afortunadamente, durante la siesta no se escuchaba el aullido oxidado de la locomotora. Se almorzaba a la una y se dormía hasta las cuatro de la tarde. Durante tres horas el silencio era eco. No había radios a alto volumen. El viento despeinaba los árboles y levantaba el polvo. Había bicicletas estacionadas en las calles, automóviles viejos, perros inmensos y flacos, empanadas de pollo enrazadas en pastel de guayaba, estofado de carne, fideos, arroz aguachento, ancianas en bici, niños en bici, mujeres con sus bebés en bici.

Lo que más me impactó fue empezar a moverme sin ver una sola montaña. El horizonte era una línea recta por todas partes. Era sorprendente que eso me hiciera sentir más cansado y torpe. Habían desaparecido las calles empinadas que me permitían demostrar la destreza del mono que se evidencia en las personas de zonas montañosas. Estas personas desarrollan cierta agilidad que les permite pensarme al ritmo de su geografía. Pero cuando se encuentran en otra geografía su ritmo es distinto y no logran concentrarse en el camino porque sienten que algo les falla. Frente a Amanda no encontraba las palabras para comunicarme y esa era mi falla. Quizás porque no veía las montañas empecé a cansarme del camino, a pensar más en cómo seguir que en seguir. Más en el cansancio y las necesidades fisiológicas que en la contemplación del paisaje. Estaba atrapado en el miedo.

Esa noche de domingo hacía un calor del demonio y los zancudos patrullaban el aire. En cama, con el ventilador encendido, mirábamos televisión. Cuando desperté Amanda no estaba, así que me quedé en la habitación porque no quería ver a nadie. Sabía que el rumor del novio de Amanda era más atractivo que yo. Un yo que permanecía en cama intentando encontrarse a sí mismo para llegar hasta el centro de mando que Amanda tenía entre las piernas. Centro rosado e inalcanzable que me hacía decir más te quiero de lo necesario.

Amanda me decía que era pasivo, antisocial, cobarde. Me reía de sus acusaciones porque eran ciertas. Aún así, se sentía responsable de la tristeza que se me veía por encima y me dejaba en la mesa de noche un billete de 10 pesos para los cigarrillos. La preocupaba ver que el gris era en mis ojos un color incómodo. Tanto que ella en los días de descanso se quedaba conmigo en cama mirando Los Simpson. Intentaba acompañarme con la intención de establecer los primeros hábitos de la convivencia que nos permitiera estar juntos muchos días. A eso había ido, a vivir con ella mucho tiempo. Pero esa utopía la mataba poco a poco.

Desde que llegué a su casa quería tener sexo con ella porque me sentía muy triste, aún sabiendo que después del coito el hombre es un animal más triste. Quizás fue mejor no haber tenido sexo porque nos hubiéramos hecho más daño. Pero no me importaba lo triste que pudiera estar después de penetrarla. Quería llegar hasta el fondo, con tal de no seguir suplicando afecto. Me había convertido en un mendigo de las caricias de Amanda y como el mendigo dejé de ser mirado como un igual. Porque lo que más repugna del indigente es que representa la miseria humana. Mi miseria era la tristeza y la necesidad del cuerpo de Amanda. Eso no me permitía estar bien conmigo mismo porque me sentía inconcluso, como un viajero sin rumbo, con miedo a viajar. Entre más inestable más necesidad de Amanda. En las noches buscaba su cuerpo y ella sólo se dejaba acariciar hasta cierto punto. Cuando sentía que no podía controlar el deseo me decía en tono amenazante: “Allá”, refiriéndose al extremo de la cama. “Allá” significaba separación, fin de la función, detener la marcha del instinto. A Amanda la enojaba decir “Allá”. A mí me excitaba que dijera “Allá”.

Hacer el amor fue una imposición. Silencio. Era el rey de los monosílabos. Silencio. Amanda más distante porque el sueño se hacía infierno. Silencio. Yo quería hacer el amor porque estaba muy triste. Ella quería evitar hacer el amor porque estaba muy triste. Silencio. Amanda había conseguido un apartamento en un hotel en Suipacha, su pueblo natal, y había que ir a la ciudad por el equipaje. Fuimos en tren. Llegamos al apartamento. Silencio. Ambos sabíamos que íbamos a hacer el amor pero no encontrábamos los movimientos naturales. Sin preámbulos la besé. Ella sabía que algo se rompería esa tarde porque las cosas iban mal y lo que hiciéramos estaría mal. Pero también lo anhelaba. No de la forma en que ocurrió, pero lo anhelaba. Acaricié a Amanda. Sus senos a mis manos, su vientre a mis manos, sus labios a mis dedos, su ombligo a mis labios, sus senos a mis labios, su gemido a mi peso, sus retorcijones a mis movimientos y sus lágrimas a mi silencio. Amanda lloró. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Silencio. Me vestí y salí al balcón a fumarme un cigarrillo. Era inaudito que llorara. No lo había hecho tan mal. Pero ella lloró. Algo había fallado, lo que presentí desde el principio. Silencio. Por horas miré la calle. Los automóviles en fila. Los transeúntes, el cielo, las nubes, los colillas de cigarrillos al lado del cuaderno de apuntes, la tristeza, la soledad. 

Amanda empezó a ver en mí una atadura y un límite a sus espacios. Sentía que no era justo que aparte de sus problemas tuviera que soportar los míos. Por ello, se desentendió de mis cosas y me quedé en casa de sus padres durmiendo, leyendo, encerrado, sin ganas de hablar. No volví a decirle te quiero y el silencio aumentaba con los días entre ambos. Nuestro diálogo se había reducido a los buenos días y a las buenas noches. Hasta que de tanto silencio una tarde abrí la boca y hablé desde la necesidad de irme y recuperar el sentido del viaje que era viajar:

—Las cosas no funcionan. La vida sigue. Tomo mi mochila y me largo. Trabajo de peón. Aunque tampoco quiero regresar a Colombia. Es hora de hacerme hombrecito.

—Florentino, si no puedes conseguir trabajo. Te la pasas encerrado todo el día. No hablas con nadie. No me dices lo que te pasa. No imagino cómo harás para conseguir comida y dormida. Aquí al menos tienes techo. No digas bobadas que ni tú mismo te crees.

Amanda lloró y sus lágrimas me dieron fuerza. No se habló más del tema. Seguí en casa de sus padres. Pero después de ese enfrentamiento ella asumió mis ocupaciones y se hizo responsable de mí. Fue en ese momento cuando ella mutó de amante a madre. Me había asumido como un ser desvalido que necesitaba afecto y comida. Si antes no habíamos logrado solucionar nuestras diferencias, ahora sería más difícil. Yo ya no era el hombre que la acompañaría sino el desvalido al que debía cuidar. Mi incapacidad para sentirme autosuficiente generó el doble de estrés al que Amanda estaba acostumbrada a soportar y el estrés engorda, la grasa engorda, la harina engorda, la prisa engorda, la culpa engorda, el fracaso engorda. Amanda se engordaba y más me atraía su carne, su carácter, su actitud callada de hincha-pelotas, su manía de arrancarse los callos de la planta de los pies y masticarlos. Ella era una mujer gorda y eso implicaba que era más discreta a la hora de vestir, pero más atrevida a la hora de hablar. No era una de esas mujeres que usaban minifaldas trasparentes para atropellar la imaginación con la furia del instinto, el instante, la prisa y el olvido. En cambio, Amanda era una mujer de más tiempo, de más carne. Por eso cuando me besaba despertaba los más negros instintos y me hacía creer que podíamos estar juntos.

Amanda consiguió un apartamento en un hotel a una cuadra del parque de Suipacha. El apartamento era un salón que a la vez era sala, comedor, habitación, patio y cocina. Lo mejor era el baño porque me sentaba en el bidé y abría una llave multidireccional. Las primeras veces grité porque no estaba acostumbrado a las cosquillas que me producía el chorrito de agua. Al costado del bidé estaba el lavamanos y el espejo. Al fondo, la bañera y la ducha. En el nuevo espacio la distancia entre ambos fue mayor. Ella trabajaba lunes y martes de siete de la mañana a cuatro de la tarde. El miércoles viajaba en tren a Buenos Aires. El jueves a las diez de la noche se acostaba a dormir para madrugar el viernes. Los sábados los dedicaba a las artesanías. Los domingos cantaba en algún matrimonio o tomaba mate con sus conocidos. Mi itinerario era despertarme a las once y desayunar dos galletas con dulce de leche y un vaso de agua. Luego me dirigía a la bañera. Giraba la llave del agua caliente. Cerraba los ojos. La bañera se había convertido en un lugar de refugio, de recogimiento para no sentirme tan triste. Era como entrar de nuevo a la placenta, a un recuerdo mudo donde fui autosuficiente. La situación era cada día más complicada, así mismo eran más las ganas de hacerle el amor a Amanda. Cuanto más triste necesitaba más de ella. No encontraba cómo sacarme ese deseo enfermizo de la cabeza. Sentía una pasión violenta que sabía que de ser satisfecha abriría una herida insondable. Pero quería penetrar a Amanda con violencia y también quería no penetrar a Amanda. La única salida que encontré para controlar el deseo fue masturbarme. Sabía que no tenía la fuerza ni la voluntad para enfrentar ese deseo, y si no buscaba cómo enfrentarlo podría enloquecerme y perder el control definitivamente. Después de que el semen flotaba me sentía menos triste y me era menos doloroso pasar el resto del día semimuerto, con sueño, los ojos vidriosos, con ganas de llorar, desganado, encorvado, sin palabras, apetito ni deseo; que sentir la necesidad de Amanda. El semen flotaba. Bajo el semen mi cuerpo cadavérico.

Días atrás quise hacer una crónica para el especial de Semana Santa que organizaba El Espectador. Un compañero de la universidad hacía las prácticas en este diario colombiano. Contacté a Bibian, un sacerdote irlandés que conocía a profundidad la historia de sus compañeros asesinados en la dictadura militar en Argentina en los 70. La mamá de Amanda me indicó dónde encontrarlo. Llegué a la casa cural y me presenté como el reportero Florentino de El Espectador. Bibian recién salía de una diálisis. Me preguntó qué necesitaba. Le dije que era el novio de Amanda y que buscaba hacerle un reportaje. Además, me parecía muy interesante que él escuchara a Pink Floyd, Led Zeppelin, The Kiss, The Rolling Stones, Alice In Chain, Black Sabbat… y que tocara guitarra. El sacerdote me contestó que no tocaba guitarra y que no era el indicado para el reportaje. Le dije por decir, no tenía que decir, que las obras de caridad eran universales. Sonrió y dijo que no le interesaba. Salí de la casa cural con la saliva seca. El humo del cigarrillo sabía amargo. Otra bocanada. Los calzoncillos en el borde de la bañera. El cabello flotaba. Pensé en Amanda. Otra bocanada. Vi anotaciones de otra crónica. Había encontrado un refugio con el Grupo de Teatro Integrado de Suipacha. Iba a los ensayos dos veces a la semana. El grupo estaba integrado por seis jóvenes de capacidades insuficientes y dos chicos menores de dieciocho años con facultades mentales suficientes. La directora quería viajar a Colombia. Le dije que en Colombia no había proyectos como el de ella. Los chicos me abrazaban y me permitían ser. Al menos con ellos me sentía seguro porque no me exigían demostrarles que podía valerme por mí mismo. Fueron los únicos amigos que conseguí en Suipacha. Por eso, no sabía cómo decirles que la crónica no había pasado el Comité Editorial. Según los editores de El Espectador al texto le faltaba contexto y calidad. Era una crónica de aficionado. Entonces les dije que habían publicado la crónica en una gaceta impresa en Bogotá.

Otro cigarrillo. Parte de la ceniza cayó al agua. Los dedos de los pies estaban arrugados y blancos. Cerré los ojos y recordé el primer asado al que fui. Asaban media res. Por el consumo de carne los habitantes de Suipacha son histéricos, redondos, cachetones, grandes, rosados, con manos gruesas. En cambio en Antioquia los gordos, en su mayoría, se caracterizan por la barriga que les cuelga sobre el vientre. Una gordura dispareja, donde la barriga se asoma por los espacios que hay entre los botones. Pero a los gordos de Suipacha la adrenalina segregada en la carne de la vaca y del chancho al morir, les recorre las venas. Tienen más vértigo en el cuerpo. Quizás, por ello, son en exceso alegres o depresivos y acuden al sicólogo porque no pueden con ellos mismos. Mientras que el antioqueño con algunos tiros al aire encuentra una buena terapia para transferir sus emociones.


En el asado me decían: “Flaco, si no come se muere”, “Flaco, es necesario consumir vitaminas”, “Flaco, cuidado con una torcedura de hueso”, “Flaco, la salud es lo más importante”. Mi contextura era la de un chico de quince años. Incluso, Augusto, el hermano menor de Amanda, tenía catorce años y era más corpulento. Yo era uno de los tipos más delgados de Suipacha. Por no decir el más delgado y el único trigueño. Los hombres cocinaban. Las mujeres conversaban en el comedor. Yo estaba con los hombres. Me hablaban gritado, pausado, graficando con las manos lo que decían. Acentuaban las palabras más de lo necesario como si me tradujeran de otro idioma. Mientras escuchaba mordí un trozo de carne de más de una pulgada de grueso.

Vacié  la bañera. Esperé que el agua desapareciera. Me vestí. Me puse el pulóver que Amanda me había tejido. Salí a caminar, a presenciar el primer otoño de mi vida. Era como si hubieran florecido todos los guayacanes amarillos. El azul del cielo contrastaba con el amarillo. El azul era tan azul que la retina se dilataba. Las hojas amarillas luego se secaban y caían de los árboles. Las calles eran un colchón de hojas amarillosas.
Dentro,
muy dentro de tu vientre
el eco de un gemido retumba,
titila en lo oscuro
y desaparece
en luces en diamante.


Dentro
hay un manantial de gemidos en caracol
para beber
gota a gota
tu cáliz envinado
tu sudor sacro
tu secreto de Eva.