Por algunos años fui las sobras de otros.
Consumí fritos y fui altamente grasoso 
                                   y contaminante.
Me nutrí y nutrí de lo menos saludable.
Hasta que empecé a verme como consecuencia
                                                  de los alimentos. 

Ahora soy caviar,
un suculento plato.
Ya no me da hambre de compañía
menos, alzo el plato para pedir migajas. 
Al contrario,
consumo lo que fortalece el amor, el propio,
el que te hace dulce, suave,
digerible y exquisito. 


El abuelo sufre de Alzheimer y hace ya tres años que no reconoce a su propia familia y los confunde con sus amigos de la infancia. Parece que se quedó en esa época y a sus ochenta años se le ve en el prado buscando hormigas e inventando figuras con un palo en la arena. Ayer llegué de la cuidad y me senté junto a él a mirar una flor. Durante veinte minutos estuvo en silencio hasta que sorprendentemente me llamó por mi nombre y sin dejar de mirar la rosa dijo que si uno sintiera un poquito el corazón descubriría que muchas veces se vive por nada y puede envejecer sin siquiera haberse detenido a oler una rosa. Sonreí y le pregunté entusiasmado quién era yo. Él se quedó mirándome unos minutos. Luego, sonrió y me dijo que el tiempo era una escalera que conducía a una torre donde estaba atrapada la juventud, una princesa hermosa con senos grandes de pezones rosados. Él hablaba sin dejar de mirar la rosa, estaba en el último peldaño y sentía que estaba llegando al final. En ese instante se levantó con el bastón y empezó a caminar. Salió de la casa y no tuve la fuerza para detenerlo. En las huellas de sus pasos brotaron algunas rosas de un rojo intenso.






Lo conocí en el primer semestre en la Universidad. En ese entonces fumábamos Piel Roja sin filtro, escribíamos a mujeres desconocidas, bebíamos vino hasta la inconsciencia porque en nuestra juventud nos era permitido el agravio. Fundamos “El club de la serpiente” donde leíamos nuestros textos y maldecíamos cuanto se pudiera nombrar. Pero, cuesta creerlo, éramos inofensivos. Quizás, el único hecho relevante fue cuando entramos a un supermercado armados con flores de plástico en los bolsillos. Habíamos conseguido un ramo de girasoles en un almacén de antigüedades. La cajera, cuando le dijimos: “¡Alto, esto es un asombro!” activó la alarma y un vigilante nos encerró en una bodega. Allá nos golpearon en las piernas y brazos. Pasamos varios días en cama reponiéndonos de la golpiza. 

Semanas después, “El zurdo”, como le decíamos por cariño, entró en depresión. Decía que quería irse de la universidad porque era demasiado genio para la academia. Lo escuché y en vez de disuadirlo lo animé a que madurara la idea. Dije que la universidad era una mierda para los adelantados y que yo me iría con él a conquistar Suramérica. Nuestro sueño era darle la vuelta al continente. 

Pasaron tres días y “El zurdo” no fue a clase. Un mes, dos meses… A los seis meses me enteré de que estaba internado en un centro de rehabilitación por consumo de marihuana y sustancias químicas. Después se escapó del centro y no volví a saber nada de él. Seis años más tarde me lo encontré. Estaba sentado en un andén fumándose un porro. Parecía otra persona. Estaba muy flaco y con la mirada perdida. Tenía la misma mirada de los sonámbulos. Le hablé y no me determinó. Me senté a su lado y siguió mirando las nubes. Estuve sentado una hora sin lograr comunicarme. De pronto él me miró y en ese instante llevó una mano a la mochila y extrajo un pedazo de una flor de plástico. Sonrió y se dirigió hasta una vendedora ambulante. Lo seguí. Cuando estuvo frente a la mujer le habló, pero sus palabras eras inentendibles. 



Los rayos de sol se filtran por las rendijas de la ventana hiriendo los ojos de Felipe. Son las siete de la mañana. Hora de levantarse, bañarse, ponerse el pantalón azul oscuro y la camisa blanca, medio desayunar y salir. En la calle la gente va y viene. Felipe camina con la mirada al frente atento a la anciana que cruza la calle, la motocicleta entre dos automóviles, la niebla, el sol que irradia rayos de distintos colores en los espejos, el niño frente a un árbol, el hombre que camina indiferente. En la avenida mira los postes, los transeúntes, las casas... Imágenes mudas, sin resolución. Camina sin mirar, sin ir, sin rumbo al trabajo. 

En la oficina se sienta en el sillón giratorio y presiente que ha estado allí muchas veces, frente a los mismos textos para corregir y entregar en la tarde. El mismo día que avanza con las mismas rutinas. Sobre el escritorio el mismo arrume de textos mal escritos que corrige una y otra vez. No le gusta encontrar los mismos errores ortográficos, como si el mismo texto fuera escrito todos los días por alguien diferente. Se enfurece con los mismos informes mal redactados. En ese momento tira varias hojas al recipiente de la basura. Respira y trata de calmarse pero no encuentra un motivo. Al contrario, cada día se encuentra más afligido. Incluso, llega a imaginar que las paredes empiezan a estrecharse hasta el punto de aplastarlo o el techo se desprende y acaba con su existencia.

Luego, se dirige al restaurante y mira el precio del plato típico. En ese momento se percata de que todas las mesas están copadas y decide no almorzar. Enciende un cigarrillo y se dice a sí mismo que la multitud aburre, pero estar un día sin ella es insoportable. Se necesita de otros cuerpos para alimentar la tristeza. Exhala la última bocanada y arroja la colilla a una charca y produce un sonido semejante al estornudo de un bebé. En la calle, otra vez el azar con su música en escala de grises. Desde alguna parte se escucha There to get ready, Summer song de Dave Brubeck y él camina mientras rompe la última hoja de su currículum vítae.  




La chica camaleón-calzado visitó a F. Ella se sentó en la cama y puso cara de “chica quiere fuego”, “derrite suelas”, “camíname con zapatos nuevos”, “calzado cómodo de amar”. F empezaba a aburrirse. La chica acarició sus cabellos cordones negros abundantes e hizo con los dedos un peine improvisado.


Ella  se despojó del vestido. Dos senos señalaron la boca de F, pero F le dijo que no quería. La chica puso cara de 43 Reebok nuevos, cara de botas Brahma indiana future boots y le pidió a F que la acompañara hasta su casa. F dijo que no porque estaba muy cansado, pero, en su condición de caballero le pedía al espíritu de él que la acompañara. “Espíritu acompaña a care-botas-Brahma indiana future boots hasta la puerta.” La chica hizo un gesto de All Star 5 ½  y se fue sin despedirse cerrando la puerta con furia. F verificó que la chica no la hubiese averiado. Luego se sirvió una copa de vino y asombrado miraba en las baldosas huellas de zapato derretidas, humeantes. Se tomó un trago y celebró que una vez más había hecho mejor el olvido que el amor.