Sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para concentrar más el deleite de estar en la cama.
Herman Melville

Para aquellos que la cama debe ser como el perfil de Facebook o Instagram; siempre con la mejor cara. Para aquellos a quienes les tienden la cama todos los días y huelen a Carolina Herrera, a Pashta de Cartier, a Quorum. Para aquellos que usan talco Mexsana con Triclosán y no pueden salir de la casa sin tender la cama, cada vez, huelen más a olvido de sí mismos y a miedo a estar solos.

Hay quienes que en el trajín diario pasan por alto tender la cama. Y este descuido lo asumen como un antecedente caótico ante las costumbres domésticas del buen vivir. Mientras para otros, me incluyo, no tender la cama representa el acto más íntimo de rebeldía. Ya que la cama es como una extensión de la intimidad. Al menos en estos tiempos en que casi todos tenemos una cama para dormir. Porque antes, en civilizaciones como la egipcia y la romana, la cama era símbolo de poder que reflejaba la posición social de las personas. Y no es hasta la Edad Media y el Renacimiento que la cama adquiere ese primer rasgo de intimidad al integrarse en la vida de las familias.

Así que, en estos días, para muchos es un deber tender la cama, ordenar las sábanas y almohadas. No sólo por higiene, sino también para proyectar una imagen glamurosa de cuidado, aseo y respeto de la propia persona. Porque una cama bien tendida, sin ningún pliegue, simboliza el orden establecido, la rutina y la organización. Significa el sueño programado, las siestas poco frecuentes, una mejor distribución del espacio y cierta frigidez reflejada de las cosas que están en el lugar indicado.

No obstante, la manía de tender la cama a diario debe ir más allá del orden establecido para poder evolucionar en el cuidado propio. Pues, si se mira a detalle lo que simbólicamente representa la cama, es como un retorno al vientre de la madre. Por algo se considera que es el lugar donde uno es más uno mismo. Tal vez por ello, cuando la vida es insoportable, se opta por acostarse en la cama y asumir una posición fetal. O, ¿por qué cuando se llega a casa después de un día fatal se quiere ir directamente a la cama y dejarse caer como si se intentara volver al vientre de mamá?, ¿por qué los amantes, aquellos que están condenados a renovar el instante, pasan días enteros en cama bebiendo los líquidos de la amatoria?, ¿por qué, después de una semana extenuante en el laburo, se quiere dormir hasta tarde el fin de semana como si se flotara en una bañera de agua tibia?

Tal vez sea la cama el único espacio de rebeldía que rompe, de manera genuina, las normas de convivencia y los códigos sociales porque nos recuerda que es el recinto refugio del amor, el descanso, el ocio y la quietud.

Además, así sea aterrador admitirlo, es la cama el lugar donde uno es más imperfecto y humano. Pues, todos, sin importar la edad, la clase social, la profesión, experimentamos el desorden y el caos en la vida: un trancón, una pelea, un accidente… Y esa imperfección nos conecta más con la vida, porque si la vida es algo, es un accidente continuo.

De ahí que, en esos momentos de intimidad, de cada uno con la cama, no importe si ese rebujo se considere caos, falta de control o desorganización. El hecho de fluir con las sábanas arrugadas, las almohadas fuera de lugar y las mantas desordenadas hace añicos la idea de confort asociada al orden establecido. Es que la cama es el único espacio para experimentar las emociones profundas, la vulnerabilidad y la imperfección. De igual modo, permite romper con el ciclo de iniciar una nueva misma jornada diaria. Porque, a fin de cuentas, no somos más que una fugacidad en la vorágine del tiempo.

Esta pena de muerte a los abrazos.
Este encierro que me receto.
Esta sonrisa de café tostado.
Esta soledad, ventana al mar.
Estas ideas, cáscaras de huevos,
que retumban en la cabeza.
Este aullido de animal moribundo.
Esta tarde de camisa gris olvidada en el ropero.
Esta inmovilidad sin metáforas.