Lo poco que he elaborado del amor me lleva a suponer que lo bello del amor es el olvido porque solo se ama lo que se deja ir. En eso concuerdo con el poeta alemán Rainer Maria Rilke cuando dice que el amor es el encuentro de dos soledades. Por eso el amor libre exige estar bien con uno mismo y ese es un trabajo delicado. 

Si uno acepta el ave también debe aceptar el viento y todas las corrientes de aire. A veces uno quiere el ave, pero en jaulas, cuando es el vuelo en el ave el sentido de su existencia. Entonces encerrarla es negarle su existencia. Y no se puede amar algo que no existe para sí mismo. 

El otro es parte de esa energía que mueve todas las cosas, pero no es la energía que mueve todas las cosas. Eso hay que diferenciarlo porque el centro de esa energía está dentro de cada individuo. Ese centro es como una luz de vela que calienta todo el organismo y nos enseña a decir sí: Sí a la familia en la que nací. Sí al trabajo que desempeño. Sí al dolor que he vivido. Sí a la vida. Si a la muerte. Si a la posibilidad de empezar de nuevo… 

El sí modifica el espíritu porque cambia la manera de relacionarnos con las cosas porque con el espíritu se puede encontrar esa tranquilidad que se busca en el lugar equivocado. Me explico, a veces nos esforzamos por salvar a nuestros hermanos, nuestras madres, nuestros hijos, nuestros amigos, nuestras parejas… y nos empeñamos en creer que debemos cargar con sus problemas. Estamos tan dispuestos a sufrir por ellos que cuando nos detenemos a pensar en lo que estamos haciendo es porque ya nos sentimos desdichados. El error parte de que hay que aceptar que no podemos salvar a nadie. Cada quien tiene que vivir lo que le toca. Es mejor utilizar esa energía que se destina en ayudar a otros para ayudarse a sí mismo. Ese, creo, en el fundamento del amor libre: “Quererse a sí mismo como uno cree que quiere a otro.” 

El amor libre exige volver a uno y empezar a identificar las cosas que a uno le gusta. Sin aplazamientos hacer lo que a uno le gusta. Con el tiempo se descubre lo que uno es. Cuando eso suceda, sin que se haya notado, habremos llenado el vacío y sentiremos que no necesitamos de nadie. Entonces viene la paradoja, llegará el ser que nos acompañará y velará para que nuestra luz interna no se agote. La luz del amor propio. El amor que llena la existencia.

Descubrí que me gustaba mirarme en el espejo. Desde entonces llevaba un espejito y un peine en el morral y cuando nadie se percataba de mis movimientos me miraba. Encontré dos lunares en las mejillas, simétricos, a la distancia de los ojos que antes ignoraba. El encanto de mirarse al espejo consiste en que nadie se entere ya que no está bien visto que un hombre saque de su morral un espejito y un peine porque pasa por afeminado. Yo no quería que pensaran tal cosa de mí sobre todo cuando había logrado cierto prestigio en el colegio. Así que, como todo un hombre que oculta sus sentimientos, ocultaba mi gusto por los espejos. Por ello, todo lo que reflejara mi rostro me atraía. En más de una ocasión me crucé en vitrinas con la mirada de otros hombres que al verse sorprendidos arrugaban el ceño y continuaban caminando como si quisieran pelear. Por eso, mirarse al espejo necesita de mucha cautela y concentración para no herir susceptibilidades. Sobre todo si vas conversando. Si se conversa hay que estar pendiente de la última oración del interlocutor para después de mirarse en un vitral repetirla. Así, el interlocutor no se enterará ni ofenderá del placer que te produce mirar tu propio reflejo. Se requiere de cierta agilidad y experiencia para mirarse y conversar sin ser notado. Aunque, a veces, lo más experimentados metemos la pata. Recuerdo que en cierta ocasión, cuando salía del colegio, en una casa contigua a la tienda donde comparaba panes o chicles, había una ventaba enorme. No me percaté en ese momento que los vidrios con la luz invierten el reflejo. Por ejemplo, con la luz del día, el que está dentro de la habitación puede ver hacia afuera, pero el que está afuera solo puede verse a sí mismo. Yo estaba afuera y vi mi reflejo en la ventana. Sigilosamente me acerqué. Pasé frente al vidrio para no generar sospechas. Luego me devolví. Como no detecté nada extraño me quedé frente al vidrio. Esa era la habitación de una de las hijas de la dueña de la tienda. Era una mujer cuarentona, muy religiosa, sin hijos y sin novio. Durante el día permanecía encerrada y odiaba a los hombres. Vi mi rostro azuloso e hinchado con algo sospechoso en la frente. Llevé la mano a la frente y encontré un trocito de borrador. Sonreí y seguí buscando si tenía algo más. Incluso me acerqué más al vidrio cuando sentí un ruido espantoso precedido del chirrido de la ventana que se abrió. Ante mí apareció la hija de la dueña de la tienda. Ella estaba en toalla y me preguntó si se me había perdido algo. Dije que no y cuando me estaba alejando para salir corriendo ella me agarró de una de las manos. Sus uñas se clavaron en mi antebrazo mientras me decía que una dama no se vigila, menos si es una mujer de buena familia. Luego, llevó mi mano a uno de sus senos fríos y arrugados. Sentí náuseas y halando la mano logré escaparme. Con los ojos aguados crucé la portería cuando escuché la voz de Yurley que me esperaba. No sé por qué me detuve, pero al verla se me quitaron las náuseas. Ella se acercó y me regaló una chocolatina. Era el primer regalo que una mujer me hacía en la vida. En silencio, con la chocolatina en el bolsillo del pantalón, la acompañé hasta su casa. Ella me miraba y se sonreía. Yo la miraba e intentaba decir cualquier cosa, pero no encontraba las palabras. Ella se veía contenta a mi lado y suspiraba. Yo la miraba sin poder sacarme de la cabeza la imagen de la beata que me había obligado a tocar sus senos. Ella tomó una de mis manos. Yo sentí un escalofrío en el cuello precedido de una erección, así que me amarré el pulóver en la cintura. Ella me contaba que su madre ya le había comprado el vestido para la confirmación. Yo intentaba ocultar mi erección y respondía con monosílabos. Ella presintió que algo me sucedía porque me apretó la mano con fuerza. Yo empecé a sudar y empecé a sentir miedo. Ella me tomó de la mano y al llegar a un callejón oscuro, se detuvo y de un tirón desamarró el pulóver y poniéndoselo en el cuello empezó a correr. Yo me quedé quieto porque no quería perseguirla. Ella al ver que no la seguía se detuvo y movía el pulóver. Yo, estático, sin saber qué hacer. Ella se devolvió y se acercó lentamente. Yo seguía en un estado de estupor que daba vergüenza. Ella se alzó en las puntas de los pies, como en una clase de ballet y me dio un beso al tiempo que su mano se introducía en el bolsillo donde estaba la chocolatina. Yo la miré y sentí que me dolía menos la vida. Ella sonrió y me entregó el pulóver y media chocolatina antes de marcharse. Yo la vi alejarse y sentía aún entre las piernas el roce de su mano. ¡Era maravilloso! Busqué entre el morral el peine y el espejo.
“El sur es un caballo echado a pique coronado con lentos árboles y rocío”. Pablo Neruda 

                             Los frailejones, la belleza natural del páramo colombiano


                        El macizo colombiano, un lugar para morirse del asombro

Estaba en mi casa intentando ordenar mis cosas para escribir, pero no lograba concentrarme porque hacía unos días había terminado una relación sentimental. Me decía a mí mismo que podía irme sin lloriquear, sin mendigar sus besos y caricias… pero la veía y sentía que todo mi cuerpo se electrizaba. En resumidas cuentas: estaba hecho un lío. 

Un amigo fue hacerme la visita y me dijo: “Florentino vámonos a dar una vuelta al sur en moto”. Sonreí porque creí que me estaba tomando el pelo. Pero al escuchar las rutas y las paradas empecé a preocuparme. No alcanzaba a imaginar cómo podría estar sentado en una moto 1.500 kilómetros. Pensaba en el dolor de espalda, piernas, cuello… pero más me angustiaba la mujer que no podía olvidar. Así que sin darle muchas vueltas al asunto le dije a mi amigo que listo. 

El primer tramo fue desde Medellín hasta Cali. Nos demoramos en promedio ocho horas. Salimos de la capital antioqueña a las seis de la mañana y empezamos el viaje al sur, al lugar donde casi muere una promesa literaria. 

Después de unas dos horas en moto uno deja de interesarse por el paisaje. La idea romántica de que el paisaje es maravilloso pasa a un segundo plano porque el cansancio es más importante que las montañas, la autopista del café, las casas de tapia, la neblina… En Cali nos hospedamos en casa de una amiga. Esa noche dormí como un niño. Lo único extraño fue que en la madrugada tuve un sueño que se repitió durante varios días. Vi una mujer vestida de blanco y tenía un bastón que terminaba en cabeza de vaca. Ella me miraba y señalaba con el bastón. 

El próximo trayecto fue de Cali, la cuidad del azúcar, la salsa y las negras caderonas hasta Mocoa, la cuidad de las motos y de los indígenas industrializados. El viaje duró 17 horas. Atravesamos el departamento del Valle del Cauca, El Cuaca y del Huila para adentrarnos al departamento del Putumayo. Después de la ciudad blanca –Popayán- hasta poco antes de la entrada de San Agustín, municipio con ruinas y cementerios indígenas, la vía era destapada y la moto parecía un martillo en los pulmones. Llegamos a estar por encima de los 3 mil metros sobre el nivel del mar y logramos observar los frailejones, planta insignia del páramo en Colombia. 

Llegamos con los traseros anestesiados a la casa de una familia indígena, de la comunidad Kamtsa. 

Ya en la noche del día siguiente nos invitaron a un ritual de la ceremonia del yagé. El yagé es una planta con efectos endógenos, es decir, con efectos en el interior de la persona. Esta planta es utilizada por los indígenas para alejar malos espíritus y enfermedades. Existen datos arqueológicos que describen que hace unos tres mil años antes de nuestra era en Perú, Ecuador, Colombia y Brasil ya se utilizaba. Por eso es milenaria. En la ceremonia el indígena se pone una corona de plumas y varios collares con semillas o colmillos de tigre o algún otro animal silvestre. Luego, en un tarro metálico echa brazas ardiendo y sobre ellas vierte resinas de árbol como el copal. El humo se echa en todo el recinto. Después, con una armónica realiza un canto en lengua antes de repartir el yagé. El yagé es un líquido café oscuro, amargo, que se sirve en una tasa pequeña, la mitad de una tasa tintera. Uno se toma la bebida y se sienta a esperar lo anodino. Fer se sentó en una esquina. Yo, me hice en una banca y cerré los ojos. A los veinte minutos empecé a sentir un zumbido en las orejas. Respiré profundo y vi unas rocas en una vía. Sobre las rocas había una mujer vestida de blanco, con un bastón que terminaba en forma de vaca. Luego vi una moto rodando. En ese momento abrí los ojos y estaba sobresaltado. Al instante sentí ganas de vomitar. Cuando me repuse de las arcadas me senté de nuevo e intenté reflexionar sobre la visión. Me dirigí hasta un joven indígena, quien ayudaba a su padre en la ceremonia. Él me dijo que había una mujer llamándome y que si no me cuidaba, ella podía atarme por mucho tiempo. Me regaló un tabaco y me dijo que cuando la sintiera cerca me lo fumara al revés. Todo era tan misterioso e irracional. 

Salimos de Mocoa hasta Pasto. Pasamos el macizo colombiano, donde nacen las tres cordilleras que atraviesan el país. En Pasto dormimos y esa noche volví a soñar con la mujer de blanco. Partimos a la mañana siguiente para Ecuador. Sellamos los pasaportes en las fronteras. Desde que entramos a Ecuador algo extraño nos sucedió. Yo sentí unos retorcijones en el estómago y Fer empezó a temblar. Además nos dimos cuenta de que la gasolina se estaba agotando. Al entrar a una bomba nos encontramos con la sorpresa de que vehículos con placas colombianas no pueden abastecerse del combustible ecuatoriano en zona fronteriza. Aun así nos aventuramos a seguir. Ya estaba entrando la noche y empezamos a descender la montaña para llegar al valle cuando a unos 50 metros había una curva cerrada y nos encontramos que estaba cubierta de rocas gigantescas. Fer no alcanzó a esquivarlas y nos estrellamos. Recuerdo que rodé unos dos metros en el pavimento. Vi como Fer pasó por el lado rastrillando el casco contra el suelo al tiempo que una roca con el borde filudo se aproximaba a mi garganta. Lo único que hice fue alzar la mano y como tenía una ruana, ésta se templó y la roca impactó en el casco. Luego, me levanté y busqué a Fer. Yo me había raspado la rodilla derecha y parte de la rótula se veía por uno de los raspones. Fer se había raspado las pantorrillas, las muñecas y los codos, pero eran heridas más superficiales. 

La moto tenía el rin de la llanta delantera averiado y la palanca de los cambios reventada. A los 15 minutos llegó la policía de carretera, nos hicieron los primeros auxilios y nos llevaron con la moto al peaje más cercano. Tomamos un bus hasta Ibarra. Esa noche llegamos al hotel que valía 5 dólares. Nos dormimos al instante. Volví a soñar con la mujer de blanco. Me levanté sobresaltado y fui al baño que estaba fuera de la habitación. Del baño salía una mujer delgada, con un vestido blanco y los ojos hundidos. Ella me dijo, con una voz dulce pero quebrada, que había llegado justo a tiempo. Intentó tocarme la herida pero cambié de dirección y volví a la habitación. Busqué el tabaco que me había dado el joven indígena y lo prendí al revés. El tabaco estaba amargo y me hizo vomitar. Fer ni se despertó. Pasé toda la noche en vela.

En la mañana pregunté por la inquilina delgada y el chico de la recepción me dijo que había llegado hace dos días. Pero que en la madrugada había partido llorando y echando maldiciones. No le dije a Fer nada de lo sucedido. Nos condujimos al hospital San Vicente de Paúl y nos atendieron gratis. En Colombia, con la crisis que hay con la salud, estoy seguro que las heridas se hubieran infectado y cuando ya fuera irreversible el problema nos darían una cita con un médico general. Morirse en Colombia es el eslogan del sistema de salud nacional. 

Después de ese tabaco no volví a soñar con la mujer de blanco. El último día en Ibarra, Fer y yo, cojos, nos dirigimos al parque donde está la catedral del arcángel San Miguel. Entramos a un bar y pedimos una jarra de vino caliente. Al frente había una mesa de mujeres ecuatorianas. Bonitas para el contexto, pero, a mi modo de ver, una mujer bonita en Ecuador es como una mujer fea en Medellín. Igual, el licor ayuda a desligarse de conceptos estéticos. Además, estaba feliz de saber, que hasta ese momento, no había pensado en ella. Sentí que en el sur la había olvidado. Las chicas aceptaron la invitación a sentarse en nuestra mesa. Empezaron a hablar de sus estudios universitarios y me harté. Me parecía irracional que las mujeres que uno ve tranquilas y que se empecina en cortejar porque van con sandalias, vestido largo y sin maquillaje pueden brindarte una relación tranquila y buenos revolcones… Cuando son, lo digo por convicción, las más difíciles de su especie. Se han preocupado por llenarse de tanta información que se enredan con ella. Han olvidado lo elemental que es el hogar. Creo que entre las montañas habrá una mujer que entienda lo esencial de la vida y se enamore de mí sin tantos engranajes y discursos.