
Estaba en clase de filosofía y yo miraba a Aura Rosa. Ella era una niña blanca, de cejas negras, cabello liso y negro. Ella cantaba y lo hacía bien. Toda mi atención estaba en ella.
En el descanso me le acerqué y le dije que me gustaba, así porque sí, por impulso, porque tenía buen trasero. Ella se sonrió y me dijo que no era su tipo. No dije nada y partí.
A la semana realizaron un concurso de poesía en el colegio. Ella ganó. Más me enamoré. Fue horrible. Me enteré que Aura Rosa se había ennoviado con un pelagato que le gustaba las artes marciales y los veía a los dos en los descansos entrenar. Fumaba mientras ellos entrenaban. No hablé durante meses. Callado le di el duelo a esa mujer que aprendía a pelear y estiraba sus nalgas entre patada y patada.
Luego empecé a hablar con Claudia, una muchacha que hacía el duelo de su novio que prestaba servicio militar y que no iba a volver. Claudia hablaba de cómo se besaban, de cómo él le propuso matrimonio y cuando ella dijo si él prefirió el ejército a la iglesia. Sin saber como, me encontraba otra vez enamorado de esta mujer que lloraba a otro tipo, pero, por sus nalgas alargadas y torneadas aguantaba que me hablara de su soldadito.
Claudia contó que su soldadito era muy candente. Él la desvistió, le tocó sus nalgas alargadas y torneadas, le besó los pechos, la penetró y ella sitió como él entraba.
En mí empezó el dolor de estómago. Entre más hablaba más me dolía el estómago. Miré sus labios, carnudos, moviéndose, me llamaban y sin control me lancé a ellos al tiempo que le apretaba las nalgas. Ella se separó. Me dijo que eso no se hacía.
Me quedé callado, mirándola, viéndola irse con sus nalgas alargadas y torneadas. Ella se puso de pie y dijo que no me quería volver a hablar en lo que le quedaba en el resto de la vida.
Permanecí callado un tiempo. No busqué a nadie. No quería hablar con nadie, estaba triste y solo y no quería que nadie se diera cuenta.
En casa, en la noche, empecé a dibujar mujeres desnudas. Había algún sentimiento reprimido que exorcizaba con los dibujos. Las dibujaba nalgonas, con traseros de ensueño. En una ocasión dibujé a la virgen con su hijo, ambos desnudos, viendo tv. La virgen era trigueña y tenía un trasero inmenso. Pues la virgen debe ser la madre de todos los traseros, de lo contrario no sería virgen. Era una virgen con un trasero que me gustaba. Un trasero para darle una palmadita.
Mi madre vio el dibujo y lo quemó porque era herejía. No dije nada. No volví a dibujar. No hacía nada. Me la pasaba caminando, fumando, callado.
Pero llegó Lina, una hija de una profesora. Ella era una mujer trigueña, tenía una cintura pequeña, un trasero bien proporcionado ¡Muy proporcionado! y unos pechos insinuantes. La veía y la veía y no podía quitarle los ojos a su trasero ¡Qué trasero!
Un hijo de Lina nacería con un coeficiente intelectual más grande que el resto de niños debido al tamaño de su trasero. Porque el feto tendría toda la grasa de los glúteos de Lina para desarrollarse y formar el cerebro. Tendría grasa de sobra hasta para formar dos cerebros.
Imaginaba que un hijo de ella, por su trasero, sería un genio. Claro, el padre no debería ser yo. Pues mi madre es desnalgada. Siempre ha tenido el trasero como símbolo y no como presencia. De ahí mi comportamiento, mi desastre. De ahí que tenga un cerebro sin grasa suficiente para ser más practico y que sea un cumulo de tuercas sin uso, regadas, confundidas.
El trasero de Lina me enamoró. La veía sentada viendo a los muchachos jugar futbol. Mierda, y yo que no servía para ningún deporte. Lina buscaba el complemento a la horma de su trasero. Un hombre tonificado, piernón, atlético, resistente y bello. No reunía ninguna de esas características. Mis pies eran pitillos con un par de nudos en la base. Cualquier viento los doblaba o los hería mortalmente.
Algo debía hacer para llamar la atención. En casa dañé varios pares de medias. Con unas tijeras les rompí las puntas. Metí el pie y subí las medias, una por una, hasta los gemelos. Luego amarré las medias con un cordón, en cada pie, para que no se me fueran a bajar a los tobillos. Me subí el pantalón. Me vi al espejo y parecía otro, un hombre con buenas piernas, en apariencia atlético. Porque una mujer que tiene un trasero-manantial-de-genios espera un hombre con piernas fuertes que le sirvan de soporte a ese trasero-manantial-de-genios.
Pasé por el lado de Lina y no me vio. Al otro día y al otro. Llegaba a casa y me quitaba las medias. Los pies estaban morados con la sangre estancada. El último día que me puse las madias Lina me miró y me llamó.
- Hola, te he visto mucho por estos días y me dio curiosidad por saber como te llamabas.
- Ehhh… Flo-re-re-ren-ti-ti-noo
- ¡Florentino! Qué nombre
- Sí
- Y a que te dedicas Florentino
- Ehhh… Flo-re-re-ren-ti-ti-noo
- ¿Eres bobo?
- Ehhh… Flo-re-re-ren-ti-ti-noo.
Lina se paró y se fue. Me quedé viéndola irse. No sirvieron las medias, ese simulacro de soporte para su trasero-manantial-de-genios. De nada sirven las estrategias para llegar a una mujer sino puedes hablarles cuando es necesario el dialogo. Y no sabía como hablarle a una mujer. Era un fiasco.
Lina se ennovio con el mejor deportista del colegio. Su trasero había encontrado un candidato para el genio que esperaba la luz de la vida dentro de su trasero. En su trasero los genios nadaban. ¡Hay ese trasero! Era demasiado trasero para mi invisibilidad esa Lina.