Lo inútil de la lectura reflexiva en la era de la producción masiva de libros

Nada es más útil al hombre que aquellas artes que no tienen ninguna utilidad.
Ovidio

El mundo se mide según el valor de las cosas que se consumen. Por lo tanto, es fundamental integrar un GPS en el sistema operacional del sentido común para satisfacer las necesidades inmediatas. Y esto me abruma, sobre todo después de asistir a la Filbo en Bogotá; evento de vital importancia cuando se anhela ser escritor. Pero lo vital —en eventos tan masivos— pasa a monstruoso cuando al sueño de escribir se le aplica lo práctico y eficaz del mercado. Y se ve por todas partes, como una pesadilla, manuales para escritores jóvenes, para ser feliz y no envejecer.

Entonces las obras de los autores que amas son aplastadas por títulos de escritores emergentes que ofrecen recetas para escribir como si se tratase de una sopa de fideos. Y esta oferta literaria hace lo posible para evitar la sangre, la sombra, el dolor que debería estar entre las páginas de un buen libro. Porque la escritura de cada libro es como salir de una relación tortuosa. Por ello, prevalece en una obra sincera y terrible, no por ello menos bella, la interrogación continua de la condición humana, la ralentización del tiempo y la incomodidad. Así al menos se encuentra en obras como “El desbarrancadero” de Vallejo, “Satanás” de Mendoza, “Tríptico de la infamia” de Montoya, entre otras como los poemas de Jattin, Barba Jacob, Silva o los cuentos de Nicolás Buenaventura, Hernando Téllez o Germán Espinosa.

Ante la producción masiva de libros se empieza a percibir —con cierto terror— esa sensación de que hay más escritores que lectores. Tal vez sea cierto. Por algo, el informe “Hábitos de lectura, asistencia a bibliotecas y compra de libros en Colombia 2023”, realizado por la Cámara Colombiana del Libro, plantea que el 72% de la población colombiana lee. Pero de ese porcentaje un 34% lee en redes sociales y páginas web. El otro porcentaje, el que acude a los libros, en promedio lee entre 1 a 5 libros anuales. Una taza muy baja si se mira la vida lectora de un colombiano, suponiendo que empiece a leer a los 18 años y muera a los 73, según la esperanza de vida del DANE del 2021. En promedio, leería entre 55 y 275 libros en toda su vida. Cantidad de títulos que podría exhibir una editorial, de formato pequeño, en la Filbo.

Si se lee tan poco, el frenesí de exhibición de libros atenta de manera directa a la perspectiva de lo inútil de una lectura atenta y reflexiva. A lo inútil me refiero al acto —hoy día primitivo— de sentarse con un libro en las manos. Pasar las páginas como un acto autista de máxima concentración. En estas circunstancias, sentarse a leer un libro va en contra del consumo de lo funcional y lo rentable.

Es que se busca generar estándares comerciales basados en productos vendibles que, de manera acrobática, dejen a un lado la inutilidad que ofrece una obra literaria o un autor; como sucede con la vida y obra de Onetti o Rulfo. Ahora, se necesitan escritores —me incluyo—, que vendan los libros como la última tendencia en televisores. Tal vez por ello, se valoran más las habilidades técnicas y prácticas que las habilidades creativas y expresivas. Cuando la búsqueda de la obra literaria (como toda obra de arte) es lenta, angustiante, revolucionaria. Pero en el comercio lo que prima es la rentabilidad. Así, por lo rentable, se pierde la libertad creativa y la exploración de territorios más arriesgados y experimentales. Quizás —para esta época— sería imposible publicar a Kafka, Cortázar, Bolaño, Cepeda Samudio... Sus obras serían algo menos que inútil para los estándares actuales del mercado editorial.

Sin embargo, es ahí, en la estética de lo inútil, donde se da el contrapeso a la lógica consumista. Porque esas obras experimentales hicieron un registro intelectual, emocional y espiritual de su época. Fueron el termómetro de su tiempo y mostraron de frente, sin concepciones, la hipocresía de las sociedades de consumo. Doy tan sólo un puñado de ejemplos: Kafka explora en sus obras temas como: alienación, culpa, ansiedad, surrealismo... Dostoyevski aborda la enfermedad, el odio, el dolor, el crimen, la venganza… Saramago refleja una sociedad podrida y desencajada. Alfonsina Storni explora el feminismo y la denuncia social. Rosa Montero ahonda en la enfermedad mental. Estos autores y otros, en sus obras, evidencian lo podrido de sus entornos y, con una trama entreverada de acciones e imágenes poéticas, logran desencadenar emociones, despertar la imaginación y abrir espacios para la contemplación y el asombro. La belleza reside, precisamente, en esos elementos narrativos que escapan a la lógica de lo funcional y lo práctico. En sus libros —para leerlos— se requiere tiempo, análisis, reflexión, subjetividad, ocio e improductividad para interrogar un sistema de consumo que se vende como un engranaje perfecto.

En tal medida, lo inútil —lejos de ser mera extravagancia— puede ser una posibilidad de encuentro con lo poético, lo sugerente y lo trascendente que encierra una obra literaria. Una obra que va más allá, o mejor dicho, más adentro de las páginas para desmarcarse de la utilidad pragmática del mercado.

Debido al fenómeno masivo de producción de libros, considero que acumularlos podría ser un acto antinatural porque es imposible leerlos. Antes, en el mundo antiguo, se buscaba atesorar libros por lo que representaban y lo que tenían escrito; así lo expone Irene Vallejo en “El infinito en un Junco”. Pero ahora, si se hace una depuración exhaustiva y sincera, lo que se acumula es más estorbo. Hay tanta basura que es un milagro encontrar un libro que transforme un punto de vista del mundo. Porque lo que se busca, al menos así lo considero como lector, es un punto de vista que me transforme la manera en que percibo las cosas. Pero con una oferta desmedida de obras, lo que se fomenta, es una visión reduccionista de la existencia humana porque se deja de lado las dimensiones más profundas y significativas del ser humano. Cuando la exploración de lo humano, de la enfermedad social, de los agujeros del tejido social… permite enamorarse de personajes literarios. Pues, en el fondo, el lector se acerca con cierta complicidad a los personajes que están más jodidos que él. O, ¿por qué personajes como Quijano, Holmes, Raskólnikov, Lisbeth Salander, Ignatius, Chinaski, Sawyer, Florentino, Rosario Tijeras…parecen más vivos que la gente que uno se cruza a diario en la calle? Tal vez, porque en esa cosa inútil que es la lectura de un libro indispensable, se abre una puerta a la creatividad, a la introspección y la búsqueda de significados que van más allá de lo material y lo superficial. Y en esa indagación, muchos lectores pueden darles significados a sus vidas.

En tal medida —la percepción de lo inútil como la lectura de un libro—, podría ser un acto legítimo de resistencia. Y esta resistencia, si se masifica como se hace con la producción de libros, podría poner en aprietos a los círculos dominantes que dan las pautas del mercado editorial.

Sábato plantea en “La resistencia” que no se le puede leer a los niños cuentos de gallinas y pollitos porque el consumo ha sometido a estas aves a algo peor que el suplicio. Claro, Sábato lo nombra porque sabe lo fundamental de reconocer lo útil de lo inútil que resulta la lectura reflexiva, porque así, sólo así, se puede desestructurar el sistema de creencias, cuestionar la utilidad de las normas establecidas por las lógicas consumistas dominantes, hacer de lo efímero y lo fugaz una herramienta para abrir caminos hacia nuevas formas de pensar y vivir.

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