La defensa de las cicatrices

Encontrarse a una persona que no tenga un raspón en las rodillas y los codos es un descubrimiento a tomar en cuenta. Porque las cicatrices son recuerdos en relieve que develan que hubo un sueño o una lección importante.

Recuerdo una caída monumental. Estaba en sesto y mamá me había dado una bicicleta verde marca Arvar. Con varios amigos nos íbamos en las tardes a patrullar la carretera de la vereda. Queríamos aprender a pedalear de pie y ser ciclistas expertos.

Cierta vez, un sábado, mamá me dijo que fuera por la leche. Tomé la bici porque había que atravesar la vereda. Sentía el viento y las manos temblaban en el manubrio al pasar las rocas y los huecos. No había nada más mágico.

De regreso a casa vi a una niña que me gustaba. Su mamá la peinaba. Me acomodé la mochila en la que llevaba la leche. Empecé a pedalear de pie para que ella me viera. Justo frente a su mamá caí sobre la barra y luego al suelo. Me levanté como pude. La botella de coca-cola litro y medio en la que traía la leche se quebró. Intenté pedalear pero la cadena se había enredado. La niña y la mamá fueron en mi ayuda. Les dije que no había pasado nada y me monté en la bici. Cuando me aseguré de que ellas no me veían me miré los codos y las rodillas. Estaba raspado. Entonces lloré y descubrí que los hombres si lloran y el amor era una caída vergonzosa.

Me caí muchas veces y por ello desconfío de aquellos que no tienen cicatrices. Por lo regular son el tipo de personas que hacen un escándalo porque los picó un mosquito o les salió una espinilla en la nariz. Son los que caminan hasta donde llegue la señal del celular. Son los que viajan y se fotografían desde todos los ángulos posibles para poder tener tema de conversación. Son los que no se atreven a cambiar de rutinas. Son los que temen volver a la infancia donde rasparse las rodillas no era un evento traumático.

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