Después del almuerzo procuro hacer una siesta de una hora. Pongo una sábana bajo un árbol, me cubro con el sombrero los ojos y duermo como un niño. Este hábito me lo enseñó mi padre. Ese es uno de sus legados. Pero el que más recuerdo fue el que me dejó en su lecho de muerte. Afirmó que llega un momento, en todo sembrador, que se conecta tanto con la tierra que le suceden cosas maravillosas. Indagué sobre qué cosas. Se limitó a decirme que ya lo descubrirÃa. Pasaron los años y todo continuó igual. Mi madre no volvió a conseguir marido y envejeció a mi lado. Mis hermanos se marcharon y de vez en vez vienen a quedarse unos dÃas.
Uno de mis hermanos, el mayor, nos dijo que pensaba vender la casa y que nos fuéramos con él. Mi madre dijo que sÃ, pero en el fondo deseaba morir en la casa en la que habÃa vivido 40 años. Yo no respondÃ. Me gustaba la idea de cambiar de vida. Sin embargo querÃa pensarlo mejor. Ese dÃa sembré en la mañana frijoles y maÃz. Luego almorcé e hice la siesta. En esa hora soñé que mi corazón era una plántula que brotaba de la tierra con un surco de girasoles. La imagen fue tan nÃtida que todavÃa la recuerdo, pero lo más sorprendente fue ver, al despertar, una parejita de colibrÃes a pocos milÃmetros de mi pecho. Entonces supe lo que debÃa hacer.
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