Me escapé con una alumna de la universidad para Perú. Le dije a Lucrecia que iba por cuestiones de trabajo. La alumna, quien lo imaginara, era gorda. ¡Yo, Florentino, con una gorda! Pero me gustaba y fuimos a unos termales que estaban en la entrada de Machu Picchu. Fuimos a los termales que olían a plumas de gallina remojadas en agua caliente. Lorena se quedó en el hostal. No quería que la vieran en vestido de baño. Desde que estábamos juntos su gordura le representaba un problema. Cuando su gordura había dejado de importarme porque ella me había demostrado que su inteligencia era más sensual que su cuerpo. Por ello, no necesitaba ser delgada ni vestirse con minifaldas o prendas insinuantes para llamar la atención. No era una mujer para olvidar como se olvidan a las mujeres que pasan todo el día preocupadas por su imagen. Mujeres que se visten con prendas trasparentes, insinuantes, con escotes profundos, con los que más que despertar la imaginación despiertan el instinto. Lorena no era una de esas mujeres que se deja por otra parecida, y así sucesivamente en el tiempo de la prisa y la Internet, donde el amor es una ecuación de utilidades y apariencias. Como si todas las mujeres fueran la misma mujer. Cada vez hay más mujeres delgadas que parecen muñecas exhibidas en vitrinas que para acceder a ellas sólo exigen deseo y olvido. En cambio, Lorena era una mujer que no se agotaba en la conversación y cuando se desnudaba su actitud era como un vestido que no podía quitarle. Incitaba el erotismo a través de la imaginación.
Partimos de Aguas Calientes en la mañana. Abordamos el tren que llevaba a los obreros hasta Hidro. Allá conseguimos una combi que nos condujo hasta Ollantaytambo, el lugar donde estaban las torres de vigilancia de los incas. Conseguimos un hostal y descansamos. La dueña, una mujer joven, nos dijo que podíamos entrar de ilegales a unas ruinas y nos dio las indicaciones. Madrugamos a las seis de la mañana, cruzamos un campo de trigo y saltamos un arroyo para entrar en las ruinas. Encontramos algunos lugares destinados a las torturas. Por lo general, los incas eran pacíficos pero inclementes si alguien quebrantaba sus leyes. En el suelo había fisuras de roca donde amarraban a los infractores que eran apaleados, muchos hasta morir. A los incas de rango alto se les castigaba tirándoles rocas sobre la espalda desde las altas peñas. A las vírgenes que sorprendían hablando con un hombre las colgaban del cabello. Los métodos de castigo eran arbitrarios, pero era una de las bases para el funcionamiento de la civilización Inca. Sin los castigos no hubiera sido posible la obediencia. Por eso los líderes, los caudillos, tienen cierto aire militar que les ayuda a implantar el orden. Necesitan imponer sus ideas para demostrar su poder. Un Simón Bolívar, un Napoleón, un Alejandro… no hubieran conducido grandes ejércitos si no hubieran impuesto la obediencia y la disciplina en sus hombres. Las casas de los incas no hubieran sido construidas si no hubieran creído en el poder de sus líderes. Poder que les permitía defenderse ante el enemigo y construir moradas de gruesas paredes, ubicadas en lugares estratégicos para que los guerreros pudieran observar el avance de los españoles. Otra sería la historia si los españoles no hubieran conocido la pólvora. Salimos de las ruinas por la entrada principal y nos despedimos de los guardas como si hubiéramos pagado la entrada.
Lorena y yo compramos pasaje para Arequipa, la ciudad natal del escritor Mario Vargas Llosa. Nos hospedamos en un hostal a cuatro cuadras de la Plaza de Armas. Arequipay, término quechua, quiere decir: “bien está, quedaos” en Arequipa la ciudad blanca. La ciudad de la piedra sillar en la construcción de templos, conventos y casonas. La ciudad de las canteras del volcán Misti. La ciudad-puente a los dos cañones más profundos del mundo: Cotahuasi, provincia de La Unión, y Colca, provincia de Caylloma. La ciudad colonial de Perú. La ciudad sin edificios. La ciudad medida de evacuación en caso de sismos.
En las afueras de Arequipa estaba la mansión del fundador Francisco Pizarro. Lo monstruoso de la mansión era la cocina. Más que cocina era un salón de tortura. No había chimenea para el escape del humo. Cada olla pesaba entre 25 y 40 kilos. La indígena que rechazaba al fundador o a algún español de alto rango, estaba destinada a cocinarle al ejército español hasta encorvarse debido al peso de las ollas, o a morir asfixiada. Su promedio de vida era de cincuenta años.
En la Plaza de Armas, en las escalas de la catedral, Lorena dijo que soñaba conmigo de la mano por las calles de Lima. Sonreí y le dije que podía regalarle una argolla sin necesidad de comprarla, por arte de magia. Al instante apareció un artesano y nos ofreció un anillo en tres soles y le dije:
—Viejo no tengo dinero, pero le propongo un trato.
—¿Cuál?
—Vea… No tengo dinero. Sé que necesitas dinero para los materiales de las artesanías. Pero puedo decirte un versito. No es dinero pero es arte. Si crees que ese versito pesa tres soles me das el anillo. Si no, nada.
—Ehhh… a ver… ¡Este colocho! Listo, porque me cae bien acepto el negocio.
—Bueno, el verso es este: “Si la vida es una autopista al mar yo soy un automóvil en reversa”.
—¡Caramba! Toma el anillo. Dios los bendiga.
El verso lo había escuchado hacía años en la universidad, aunque desconocía el autor lo hice pasar como propio. Fuimos al hostal y nos dimos un beso lento. En la mañana me desperté y en una libreta en blanco escribí un promedio de treinta poemas donde pinté con versos a Lorena. Puse la libreta con los poemas cerca de la almohada y salí del cuarto. En el hostal había viajeros transitorios. Pero los que más me inquietaron fueron dos franceses que estaban en una mesa tocando blues. Cantaron varias canciones de Manu Chao en francés. Los franceses no pasaban de los veinticinco años y eran estudiantes de filosofía. Habían presentado un proyecto en la universidad para viajar a Latinoamérica: aprender español y hacer un relato de viaje. En su travesía habían conseguido marihuana chilena y me ofrecieron. Fue una traba dulce y tranquila. Uno de los franceses sabía quiromancia. Me dijo que iba a vivir mucho tiempo y mi vida sería muy tranquila. Pero en el amor todo estaba enredado. Muchos problemas. Por eso, para soportar ese choque sentimental, la línea de la vida estaba clara y sin altibajos. La línea de la cabeza, la que está paralela a la unión de los dedos, era una línea profunda, la más profunda en comparación con las otras líneas. Eso significaba que tenía muchas ideas locas en la cabeza. Que era un ser creativo. También, que era un tipo muy erótico pero no tenía potencia sexual. Sonreí. Quité la mano y dije: “Suficiente”. Entré al cuarto, Lorena leía el mini-librito de poemas que le había regalado. Me tiré a la cama y le conté el episodio con los franceses. Ella frunció el ceño y me preguntó si yo era homosexual:
—¿Por qué la pregunta?
—No te hagas el inocente, Florentino. Esos francesitos no hacían sino mirarte y tú sonreírles.
—Pero le sonrío a todo el mundo.
—¡Mentira! A ellos más. Si quieres te quedas con ellos.
—Lorena. Espera. Te conté algo que me pareció curioso. Sobre todo lo de la potencia sexual. Porque sabes que no es tan cierto.
—Eso no va al caso, Florentino.
—Bueno, Lorena. Bueno. No tengo cómo demostrarte que no lo soy. Además, no quiero demostrarte nada.
—No te pongas serio, Florentino.
3 coment�rios:
Todos tenemos nuestro punto de autoestima baja...
Besicos
Me ha gustado mucho la primera parte cuando esta hablando de Lorena "Cuando su gordura había dejado de importarme porque ella me había demostrado que su inteligencia era más sensual que su cuerpo" es grande por parte de alguien no ver solo lo exterior y no fijarse solamente en las apariencias ! Un saludo.
http://electrical-columbia.blogspot.com/
Excelente historia maestro. Y estuviste en mi querido Perú, lo máximo. Saludos desde Lima.
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