El hombre búho


Llegué a una casa de tapia donde vivía una anciana de nariz larga, rostro arrugado, ojos pequeños y vivaces. Tenía unos ochenta años. A pesar de la edad parecía muy lúcida. Al verme me dijo, como si ya me conociera, si había utilizado la flor del borrachero. Este árbol era usado por algunas comunidades indígenas para rituales de sanación. Con sus hojas hacían baños y riegos. Miré a la anciana y le dije que no.

Entré a la casa. Atravesé una sala llena de cosas antiguas. Al final crucé una puerta que llevaba a un patio con muchos árboles y flores. El patio debía medir unos doscientos metros cuadrados. La anciana me indicó que tomara una flor de uno de los borracheros. Luego echara un polvo blanco que había en una canasta. Cuando lo intenté un guacamayo me picó los dedos. Hice varios intentos y lo mismo. La anciana extrajo el polvo y lo echó en la flor sugiriéndome que uniera los extremos. Lo hice y nada sucedió. En cambio, la flor de ella empezó a expeler un humo fuerte que picaba en la nariz. Acto seguido la agitó y dijo lo siguiente:

“¡Borrachero que tu luz descienda y te proteja y te haga invisible a todo daño material o espiritual! ¡Desciende a lo más oculto de tu ser y encuentra la fuerza animal!”

La anciana me indicó que la acompañara hasta un extremo del patio donde había una reja de hierro y madera. Bajo la reja había un pozo al que no se le veía el fondo. De caer sería el fin. Me senté enfrente del agujero. La anciana silbó y a los segundos aparecieron dos ayudantes. Ambos eran jóvenes. El primero era un chico trigueño, cabello liso, ojos rasgados, sin camisa y con un collar de dientes de tigre colgado en el pecho. Él intentaba ayudarme. Ponía una de sus manos en mi espalda y la otra en el pecho para darme firmeza. Mientras tanto, el otro ayudante, una chica blanca, cabello castaño claro, encendía una vela en un altar con figuras religiosas y rezaba. La anciana me indicó que pusiera las manos con las palmas hacia arriba. Después debía respirar profundo y concentrarme en el animal que había dentro, en la fuerza que la naturaleza había depositado en mí.

Mi primera prueba era comunicarme con el espíritu del jaguar, según la anciana, el guardián del lugar. Respiré profundo y al cabo de unos minutos mi postura era otra. Estaba en flor de loto sin ayuda. Además, mis manos se agitaban en el aire como si sostuvieran una maraca invisible. En ese instante entré en trance y empecé a ulular. Era inevitable sentir el canto. Lo sorprendente era que la vista era otra. Podía ver con mucha claridad. Por encima de los muros que limitaban el patio de la casa observé los árboles de la montaña vecina. Veía en un tono azuloso. El patio también había cambiado sustancialmente. Los árboles movían sus ramas. Las flores, con sus colores, eran como bombillas en la oscuridad. Bajo los árboles de borrachero había un felino amarillo mirándome. El jaguar hizo un gesto de reproche. Alzó la cabeza y bostezó para luego llevarse una de sus patas a las orejas. Dejé de ulular y sentí retorcijones en el estómago. En ese momento apareció la anciana y empezó a fumarse un cigarrillo sin filtro. El humo me lo echó en el estómago. Las náuseas desaparecieron y volví, en frente de sus dos ayudantes, a ulular. La anciana sonrió y les dijo a sus ayudantes que se marcharan.

Los árboles, las flores y el patio volvieron a la normalidad. Eché un vistazo por encima de los muros y la montaña vecina era una remota sombra amorfa. Sonreí porque ya podía marcharme. La anciana me acompañó hasta la puerta. Pero esta vez ya no era tan anciana. Su rostro parecía más joven y su nariz más pequeña.

Caminé por un sendero custodiado de árboles. Miré los ramajes y de inmediato las manos empezaron agitarse con movimientos sincronizados y armoniosos. Los pies se levantaron de la tierra. Intenté decir algo, pero solo escuché un ruido agudo, como un ulular de búho.

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