29 enero 2019
Por Juan Camilo Betancur E.
Sea
lo que sea que puedas o sueñes que puedas, comiénzalo. Atrevimiento posee
genio, poder y magia. Comiénzalo ahora.
Johann Wolfgang Von Goethe
La
magia existe y no es el juego óptico de hacer aparecer conejos de un sombrero o
partir con una sierra a una mujer en dos. Al menos eso entendí con el hombre
que conocí hace varios años en Girardota. Se llama Juan Daniel Pérez, fue
profesor de la IE Emiliano García. Pero sobre todo, supo, con su palabra,
transformar a muchas personas, claro, incluyéndome.
Cuando
lo nombro mago, me refiero específicamente a su capacidad de comprender el
mundo que habita valiéndose de la filosofía y la palabra. Es decir, su palabra
ha ayudado a comprender que el universo físico no es el resultado de un poder
de creación original que actúa sobre la materia, sino que es el resultado del
poder de la vida que actúa sobre sí mismo, es decir, el fuero interno.
A
esa especie de mago me refiero cuando nombro a Juan Daniel Pérez. El mago de la
palabra que trasformó a sus alumnos. Así sucedió con Mauricio Hoyos: “Yo era un
muchacho de 14 años, estaba en noveno. En ese momento, era buen lector, pero no
tenía conciencia de que eso fuera una forma de vida. No conocía a ningún adulto
que supiera leer y escribir. Juan fue el primero. Era muy particular. Se
ofuscaba porque los profesores no leían. Los que más leían, leían El colombiano. Pero, a los que querían
leer les recomendaba que si leían 15 minutos, con eso era suficiente. Otra cosa era que ponía frases inquietantes
en el tablero. Solo para eso utilizaba el tablero.
Juan
daba ética y español. Cada clase con él
era una ruptura del esquema. Él nos mostraba como el sistema te hace daño. Por ejemplo, nos puso a investigar y escribir
sobre lo que nos diera la gana. Era la primera vez que alguien me mandaba a
hacer algo que quería. Investigué sobre el dibujo. Me interesaba irme para
Japón a estudiar animación.
Recuerdo
que en vez de organizar el salón, lo desordena. También, le daba prioridad a la
lectura en voz alta. En el salón andaba con un libro, en fotocopia, bajo el
brazo: Cuentos orientales.
La
clase era escucharlo. Andaba con camiseta, collares y manilas. Declaraba que
había sido hippie y que viajaba por el mundo leyendo la palma de la mano. Lo
que más recuerdo era que él tenía el don de la palabra. Además, tenía una
perspectiva distinta de las cosas. Decía que Jesús era el “mago Jesús”. Con
esas declaraciones, uno que no tenía ni formación ni ganas de meterse en esas
cosas de pronto se interesa. Por eso, es que para muchos, Juan hacía
magia.
Una
vez me senté con un amigo en el pupitre de Juan. Él conversaba con otros profes
de matemáticas y les hacía preguntas hasta enojarlos. Incluso, hacía otras
cosas aparte de jugar con los profes. De pronto, sacaba un spray de frutas y se
echaba en las manos. Y sonreía. Era misterioso. Por ello, le preguntamos por la
magia, porque creíamos que era mago. Lo que me enteré era que la magia de él
eran las palabras”.
Para
muchos, la magia es la ciencia de las
relaciones ocultas. Entonces el mago tiene el poder de revelar la intimidad que
subyace a todo. Con esa intimidad,
dirige la orquesta. Como director de la
orquesta modula el sonido caótico de los músicos con naturalidad. Así percibo
la magia de Juan, y eso que no fui alumno suyo.
Lo digo, porque después de conversar con él, puedo dimensionar su
palabra en un evento ocurrido hace varios años.
Recuerdo
que él estaba sentado en el Kiosco de Girardota. Me senté en la mesa de al lado y él me invitó
a la suya. Ese día me fui con ganas de llorar. Cada palabra suya iba dirigida a
un lugar específico, como si tocara la cuerda indicada y al hacerla sonar le
quitara el polvo que le impedía ser música. Por esos días estaba
despechado.
Hizo
una pausa y se tomó un sorbo de tinto. Miró por la ventana. Después de unos
minutos de silencio, como si hubiera visto el origen de mi incertidumbre, me
dijo que uno se pasa la vida buscando fuera de la casa lo que está en la casa.
Por eso, se desboca con las mujeres por la urgencia de amor y hace invisible a
la madre y hermanas por la razón de que no son objeto del deseo. El hombre se
demora mucho en entender que la vida le da la madre y hermanas para que tenga a
primera mano la información que necesita para relacionarse con las mujeres.
Ese
día le dije que me gustaría volver a verlo a lo que me contestó que
esperáramos. Que él a los amigos los consideraba sus iguales y por eso prefería
a los amigos que a los discípulos porque no tenía nada que enseñar. Antes de
irse pagó la cuenta sin dejar cita o punto de encuentro.
Evoco
ese recuerdo porque hace poco volví a encontrármelo y fuimos a la Plaza de
Mercado a almorzar. Allá lo entrevisté. Me advirtió que no quería figurar. Le
dije que bueno. Sin embargo, abusando de su palabra y traicionándola un poco,
se me ocurrió preguntarle a algunos conocidos, la mayoría ex-alumnos suyos:
¿cómo la presencia de Juan, sus palabras, quedó en ellos?
La
sorpresa fue muy grata. Por ejemplo, Eliana Vahos dice: “Recuerdo a Juan Pérez
como un profesor con ganas de hacer las cosas diferentes y el amor por la
literatura. Hacía que por primera vez, al menos para mí, transcendiera un
texto. Él fue un maestro humano. Nos enseñó a sentir y a ser. Además, nos puso
a escuchar Ojalá de Silvio Rodríguez”.
También, Cristián Palacio comenta: “Con el profesor Juan Daniel Pérez me vi
llamado por la literatura. Él logró sembrar dudas, y no porque él hiciera
preguntas, sino porque me presentó a grandes maestros de la literatura. Así
pues, agradezco al devenir por la mano que tendió en mi camino la novela
Siddharta de Hermann Hesse, y que tejió una amistad que derrumbó los límites de
las aulas y que permanece con los años”.
A Carlos Orlas le pedí un párrafo y me
escribió un texto hermoso. Un texto que estoy seguro hará lagrimear a más de
uno. Un texto donde se retrata de una manera poética ese perfil del
profesor-mago:
“Juan Pérez Poeta
Se
notaba que además de saber cultivar flores, amores y amistades, Juan filosofaba
poemas o poemaba filosofías. O sea que era un alquimista del verbo, a lo Jesús.
Nunca lo sentí como un profesor; desde mi silencio, que era una forma de
admirar su palabra reverberante, escuchaba como un arroyuelo, “murmullo
nocturno”, la voz enamoradora de Juan Pérez. Me terminé de convencer de su
extrañeza, virtud de la que carecían los profesores normales, normalistas o
normalizadores, cuando nos puso a voltear las sillas del salón, siempre mirando
hacia el frente, y cambiar de perspectiva: esta vez mirando hacia la ventana al
lado izquierdo del salón. ¡Fue un momento mágico¡ Apenas estábamos volteados,
el viento de la tarde se dejó escuchar como un silbido. Juan emana alegría de
sus ojos clarísimos y dice como un niño asombrado, extasiado: “¡escuchen el
viento Ahhhh¡.” En otro momento (porque eran momentos y no clases los que se
vivían con Juan) sacamos las sillas del salón y nos sentamos en el suelo.
Escuchamos y reímos con la ocurrencia: escuchar la canción Gracias
a la Vida de Violeta Parra, en la voz atronadora de Mercedes Sosa, y todos
libremente en el suelo.
Y
así era con Juan. Parece un maestro a la antigua. Como esos poetas que fueron maestros de escuela
–pienso en César Vallejo o en Sanín Cano– y que en sus clases lo que hacían era
poetizar, es decir, jugar a mirar el mundo con los ojos del alma, con amor y
locura. En otro momento Juan nos saca del colegio y nos lleva a una manga a
escribir lo que fuera pero con inspiración. De repente pasa un personaje
vendiendo obleas de las grandes. Juan compra algunas y las comparte con
tremenda sencillez y prodigalidad. No puedo dejar de pensar en la
multiplicación de los peces. O en lo rico que sabe el alimento compartido. Tal
vez, sea la extrañeza que daba salir del colegio a “pensar afuera”, en la
manga, o poder ver correr las lindas compañeras con ese uniforme desatado y uno
con ganas de darles besitos por ahí bajo
cualquier árbol. Todo eso lo desataba Juan como un mago.
El
punto máximo de estos momentos se da cuando Juan me presta un libro: Fernando González. Una recopilación de
sus frases más agudas extraídas de todos los libros. Un libro de máximas que me
convirtió tempranamente en un disidente, casi un rebelde. Me cuestionó
profundamente hasta hacerme sentir absurdo. Me enseñó el peligro de la vanidad
y de no ser auténtico. Me demoré dos años leyendo y releyendo ese librito que
cabía en el bolsillo como le gustaba a su autor. Hasta que pude renunciar a esa
sabiduría tan abrumadora y de ahí catapultarme hacia escritores más
entenebrecidos y a la vez refrescantes: Dostoievski, Baudelaire, Rimbaud,
Herman Hesse, Sábato. Todos desempolvados de las bibliotecas escolares donde
Juan sabía refugiarse. Cuando le devolví el libro a Juan, con el que apenas
conversaba desde un silencio que él sabe leer, me dice: “este es un hombre
honesto”.
Bueno.
La palabra de Juan es dulce, limpia, libre y liberadora. Pero Juan se veía que
había vivido. No era un intelectual de pose. Menos un profesor conductista y
mediocre. Tenía calle. Silencios. Meditaciones. Casi un brujo. Las mujeres eran
encantadas. Los que se dejaban cautivar prácticamente lo seguían como a un
profeta. Fácilmente habría fundado a lo Gonzalo Arango un nadaísmo “escolar”,
si acaso cabe tal cosa. En todo caso, nunca le dije nada. Hasta ahora. El
instinto anarquista no me dejaba profesar admiración a un ser que ya le sobraba
mucha fama. Pero eso sí: lo escuchaba con una concentración y un respeto que es
el que me hace recordar mil cosas con las que llenaría muchas páginas. Como una
suerte de memorias del dulce infierno escolar. Una más que no puedo dejar pasar
fue cuando, después de conquistar un silencio de ritual en el salón, saca una
manito acariciadora y a uno por uno se
nos va acercando. Cuando me tocaba el turno ya se sentía la excitación
de todos los que habían sido acariciados. O sea que la manito llegaba
magnetizada y provocaba un escalofrío delicioso en todo el cuerpo. Ahí sentí
que un hombre puede acariciar a otro hombre y no necesariamente tiene que ser
homosexual. La cópula es con el universo o, mejor, pluriverso.
Juan
fue, en todo caso, un precursor, un instigador. Hacía que los demás se
inspiraran. No enseñaba nada: solo instinto. Jugaba futbol en el torneo del
colegio, ajedrez, billar. Seguramente hablaba con los árboles y las flores.
También con niños. Ese man tiene su misterio. Tiene muchos amigos, hasta un
hijo, pero esencialmente es un poeta y por tanto un solitario. Descifra en la
oscuridad el silencioso trinar de las estrellas.
Con
una sola frase que me dijo sobre la historia, me convenció de buscar a mi padre
que no conocía, a los 23 años de edad. Él sabe que propició un encuentro para
nada romántico y sí revelador. Como estas palabras que me salen de la nada y
que me brotan como agua de la peña. Juan el amado, bonito poder escribir estos
recuerdos”.
Se
puede inferir del texto que Juan construyó un aprendizaje. Por ejemplo,
enfatizó en la práctica del solitario al enamorarlo de la lectura para indagar
sobre la investigación individual. Luego, trabajó las discusiones en equipo
para enfrentarlos desde las habilidades cognitivas. De esta manera, potenciar
sus procesos mentales desde la argumentación y la justificación. Claro,
partiendo de la idea de que pudieran,
sus alumnos, resolver conflictos, ya sea entre ellos, con sus familiares, o
internos. Siempre con el fin de que ganaran en independencia de criterio. Todo
esto, alrededor de la palabra. Veamos como lo recuerda, Melissa cañas:
“En
el año 2000, a mis doce años, entré a octavo y me había desentendido de los
libros de texto: había entrado a un colegio estatal, a la Institución Educativa
Emiliano García, y podía masticar chicle y maquillarme. Allí encontré a Juan
Pérez. Tenía los ojos más bonitos que jamás hubiera visto, el motilado de un
hombre –como se refería mi mamá a los hombres que llevaban el cabello peinado
hacia atrás–, una barba no muy densa y una voz bellísima. Era un placer siempre
escucharlo, más que todo, cuando leía poesía: eso sí era una delicia.
Hablaba
con palabras que yo nunca había escuchado y de conceptos que, por más que
pensara, no lograba comprender. Siempre llevaba jean azul y camiseta. Jamás lo
vi caminar rápido. Se maravillaba de todo y tenía una explicación, igualmente,
para cada cosa. Era fácil hacer amistad con él. Era muy jovial, sin perder esa
figura de autoridad, por supuesto. Nos hicimos muy buenos amigos, y
compartíamos las letras y el ajedrez.
Recuerdo
que un día le dije que se inventara una actividad y que la pusiera en parejas.
Él las escogería. Le pedí que me tocara con un chico que me gustaba, que en paz
descanse, y él, Juan Pérez, sin vacilar, accedió. Ahora me rio de esas cosas,
que, en su momento, fueron cosas de una adolescente”.
Juan
tiene la capacidad de acceder a la vida psicológica de sus alumnos y de las
personas con las que comparte. Les muestra que tiene experiencias comunes con
ellos y hace que sus cosas, a veces soterradas en el inconsciente, afloren y
sea un tema de conversación y de aprendizaje. Esto, lo aplica Juan desde el
principio de que acceder al conocimiento del otro es precisamente acceder a la
diferencia del otro. Sabe que el conocimiento del otro se constituye en el
interior de una contradicción a partir de lo que se tiene de semejante con esa
persona, en este caso alumno o profesor. Así ocurre con su amigo y profesor
Fernando de Jesús Gutiérrez:
“Juan
es un hombre de convicciones fuertes. Yo he conversado con él y me he dado
cuenta de que él hace lo que le gusta. Cuando él va a trabajar con sus
estudiantes y habla de cosas intangibles como es la filosofía, le pone alma
corazón y vida. Él está en su salsa.
Juan se fue hace dos años del Emiliano. Estuvo conmigo en esta
institución como 12 años. Es un gran amigo.
Desde que nos vimos hubo una empatía. Es un hombre muy interesante. Además, le
gustaban las cosas que me gustaban a mí: la lectura, la poesía, el futbol, la
buena comida, el buen vino, y sobre todo es un excelente conversador.
Con
Juan confirmé algo que he considerado hace mucho tiempo para conmigo y es que
un verdadero matemático tiene honduras filosóficas. Por lo tanto, las
matemáticas y la filosofía van de la mano. En la antigüedad filosofía y
matemáticas eran un par de novias y con ellas se juntaba la poesía”.
Juan
transforma la escuela. Hace de ella un lugar para la palabra y la reflexión.
Descifró que los saberes escolares no son repetitivos y que el hecho de que un
profesor repita el mismo discurso cada año impide recrear y reinventar
esos saberes. Pues, el propósito de la
escuela es darles herramientas a sus alumnos para que se puedan incorporar en
una cultura, pensamiento y lenguaje. De
esta manera, ayuda que un individuo se desarrolle en el interior de una
sociedad. También, propicia encuentros con el otro porque las relaciones
sociales son la base de la construcción de una cultura.
Por
ello, Juan, por decirlo de alguna forma, es un emisor de saberes a los que le
preceden. Sobre todo, porque ha logrado un alto grado de conocimiento de sí
mismo. Esto, y es lo sorprendente, le permite efectuar elecciones distintas de
las de la bandada y expresarse de una manera que es la propia. Le da
autenticidad y magnetismo. Por lo tanto, es capaz de examinar las costumbres
sociales, asimismo las ideas, y
adoptarlas o no según su elección.
Para
concluir y evocar ese saber trasmitido que sigue siendo en el terreno amistad,
evoco un texto de Julián Ospina donde expresa de manera bella y contundente al
maestro de la palabra:
“Saber y
amistad
El recuerdo de un “maestro de escuela” uno lo va
desovillando a lo largo de la vida. La impronta más viva marcada en nosotros
uno la identifica más honda a medida que atardece la vida. Nunca se olvida un
buen profesor o un buen amigo. Más que a estos hay más probabilidad de olvidar
una “buena” mujer.
Un ser humano que ausculta la armonía en
medio de la desconfiguración de las familias deja una huella y una seña,
en-seña a peregrinar, a buscar, a soñar,
a encontrar el propio camino. Judap —de quien hablo en este texto— en la
escuela como en la canción Luis Eduardo Aute reivindica “el espejismo de
intentar ser uno mismo”, sin que esto connote egoísmo mezquino sino,
precisamente, encuentro de co-construcción del conocimiento, espacio abierto de
la palabra, Ágora, como se llamó el periódico que tuvo a bien fundar y jalonar
en lo que era la antigua idea de “varones”, la misma donde Emiliano García
moriría en plena clase. La misma a la que un día llevaron a los “hombre de
acero” de los que el profesor en cuestión se gozó mientras jugaba ajedrez
porque era esos los hombre que caían por la cabeza, como los clavos de acero.
En
cualidad de docente a ninguno otro profesor en el colegio le escuché hablar del
ocio, de la argumentación y de la desnudez. La humanidad y el pensamiento
crítico de este tipo de profesores, dicho sea sin ánimo de adulación, despierta
una nostalgia, incluso amando uno ya la lectura, de quedarse niño y escuchar a
Judap leer en voz alta o encararlo a uno con el abismo silencioso de la
escritura.
Atribuyo
a su labor la inclinación por las humanidades de decenas de sus estudiantes, lo
que no es desdeñable si se tiene en cuenta la orientación que tiene la
“institución educativa” a la empresa, o sea a las máquinas que salen a trabajar
a ellas, bien formaditas por los profesores que siempre dictaron: Dictadores.
Judap
nunca dictó, insinuó libertad, era descontento e inconforme y sabía ver danza
en la turbulencia. Tampoco se está vendiendo acá como modelo. Este ligero
testimonio y el alcance que pretenda es como querer describir exactamente uno
de los rostros de Perseo. Justo porque son múltiples los modos de ser con que
Judap propiciaba saber y amistad. Quizá y según verso de Cernuda quiera todavía
“arrancar una sombra/ olvidar un olvido”.
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