Un maestro de las palabras

9 julio 2018

Por Juan Camilo Betancur E.
El mundo será de los mansos.
                                                                                                                      Juan José Hoyos 

 Leí hace tiempo en el periódico El Colombiano una crónica que hizo el periodista Alberto Salcedo Ramos sobre Juan José Hoyos, el maestro de muchos. Sentí que ese homenaje era apenas merecido. Después de ese texto hice memoria de cómo fue que lo conocí. Recuerdo que al ingresar en la Universidad de Antioquia, en el 2003, quise preguntar a los chicos de semestres avanzados sobre el maestro. Todos sonreían y me decían que esperara para que averiguara por mis propias percepciones. Pues, para muchos, en ese entonces a puertas de su jubilación, era uno de los profes más aburridos de la facultad.

Sin embargo, ya era un periodista conocido por ser parte de una de las primeras generaciones de periodistas formados por la U. de A. graduado en 1975. También, se destacó como reportero y enviado especial del periódico El Tiempo entre finales de los setenta e inicios de los ochenta. Entre sus crónicas icónicas estaba la que le hizo a Pablo Escobar donde describe los lujos y las extravagancias del capo que por aquel tiempo era parlamentario del Movimiento Renovación Liberal. Además, muchas de esas crónicas se recopilaron en sus libros: Sentir que es un soplo la vida (1994) cuya crónica "Los muertos fuimos cinco" sobre una masacre en el municipio de Remedios es más que un relato de terror. El oro y la sangre muestra lo devastador de la minería, el cáncer de la actividad extractiva que sigue vigente; libro que le demoró 15 años y con el que obtuvo el primer premio de Periodismo Germán Arciniegas (1994). O Viendo caer las flores de los guayacanes y Un aprendiz de jaibaná. Múltiples textos que fueron determinantes en su más de 40 años de contar historias para que recibiera en el 2017 el premio Simón Bolívar a la vida y obra.


En ese entonces, esperé tres semestres para ver una clase con él. En ese primer encuentro salí decepcionado. Creí que el gran Juan José Hoyos iba a dar un discurso que me cambiaría la vida. Ese día llegó y se sentó frente a todos. No habíamos más de seis estudiantes y en un silencio, casi aterrador, leímos la crónica “El sastre” de Gay Talese. La clase fue tan tranquila que se tornó algo aburrida para mi gusto. Precisamente, lo entendería después, ese era el truco. Buscar lo asombroso en lo que a primera vista no tiene importancia. Por lo tanto, en cuestión de meses, de un momento a otro, estaba hipnotizado con su conversación. Cuando me dije que iba a recibir las clases sin expectativas y empecé a asistir después de clase a algún bar donde iba Juan. Pues al finalizar la clase él nos invitaba a tomar tinto o cerveza. Y sin que me diera cuenta esas invitaciones se convirtieron en las clases maravillosas que estaba buscando. Fueron esos encuentros los que me permitieron ver la grandeza de Juan José. Su método consiste, como en la antigua Grecia, en el diálogo que intenta construir cotidianidades más que conceptos. 


Años después, ya jubilado de la universidad, me invitó a su casa en Cisneros donde vive con su esposa, Martha, una mujer contemporánea de las flores que cultiva orquídeas, anturios, entre otras variedades. El motivo de la visita era acompañar a Juan el día del idioma. Él compartía con los niños de la escuelita El Balsal ubicada en los límites de Santo Domingo y Cisneros, pero abandonada por ambas administraciones. Llegué en la noche del 22 de abril. Juan José estaba algo resfriado, pensé. Pero era algo más grave, Juan es alérgico al frío y esto le ocasiona una tos intermitente que no le permite respirar. Esa noche Juan se enfermó y en la madrugada lo llevaron al hospital. Llegó de nuevo a las cinco de la mañana, disfónico, con un pasamontañas y bufanda a organizar el evento. Cuando le pregunté si quería descansar me dijo que ya estaba bien porque era de día. Me confesó que desde hace mucho le teme a la noche porque no puede dormir. A veces, cuando oscurece, se asusta porque estará de nuevo ante sus fantasmas. Luego, revitalizado, me dijo que cuando uno le hace una promesa a un niño hay que cumplirla. 


Estuve en silencio. No sabía qué decir. Su historia cotidiana, de la que fui testigo, era una línea en ese gran dibujo del mundo que ha hecho con sus relatos. Pues tiene la certeza del poder de las historias porque afirma que la gente no puede vivir sin las mismas. Fue inevitable evocar dos episodios, entre muchos que me compartió, donde se manifiesta este postulado. El primero, lo relata en el prólogo de su libro Sentir que es un soplo la vida. El hecho ocurre hace ya varios años cuando investigó a una tribu indígena, los katíos, en Valparaíso, Suroeste antioqueño. Sobrevivieron a la violencia de los cincuenta gracias a que vivieron en los árboles hasta que volvieron a pisar la tierra gracias a una donación. Esa cónica conmovió a los lectores y provocó que algunos antropólogos quisieran estudiar la zona. Uno de los visitantes hizo un negocio con el Jaibaná y se llevó el tambor dejándole una flauta, un tenedor, un cuchillo, un porta comidas y doscientos pesos. Esto originó que el Jaibaná se enojara con Juan José. Por lo que Juan publicó una crónica en El Tiempo “¡Qué devuelvan el tambor”. “Al día siguiente, por la noche, recibí una llamada del jefe de redacción de El Mundo. Decía que en el periódico había una fiesta. Que fuera a acompañarlos. ¡Qué habían devuelto el tambor!” recuerda Juan. El segundo suceso fue con la pérdida de un morral donde llevaba el portátil con un archivo muy adelantado de su última novela que es en honor a su padre, a quien retrata magistralmente en el relato “Historia de un diccionario” que se publica en El libro de la vida (2006). La noticia se difundió por los medios locales y el morral apareció en El Colombiano. En ambos casos, Juan evidencia el poder de la palabra y los medios de comunicación. Y cada que puede rememora el momento en que el Jaibaná, al recibir el tambor, dijo que Juan tenía más poder que él. 


Juan encarna el siguiente postulado: “uno recuerda mejor una historia que una fecha importante”. Por algo, todavía los lectores lo siguen en su espacio dominical en el periódico El Colombiano. Y las veces que ha anunciado su retiro por épocas de insomnio, sus lectores le envían cartas para que los siga acompañando. De esta manera, a parte de sus lectores, también ha acompañado a varias generaciones de periodistas dejándoles textos memorables como: El método salvaje, Escribiendo historias: el arte y el oficio de narrar historias en el periodismo (2003), la contribución al rescate de 400 años de tradición del periodismo narrativo en Colombia con su obra La pasión de contar.

 Otro aspecto del maestro es el literario. Sus novelas: Tuyo es mi corazón (1984) que fue llevada a la televisión por Julio Cesar Luna y protagonizada por Carlos Vives y Amparo Grisales, muestra a un joven enamorado, hincha de Medellín y amante de los boleros por lo que la música es otro personaje. En El cielo que perdimos (1990), en la Medellín donde los homicidios han sido un asunto cotidiano, en la alianza de la fuerza pública y la ilegal, Juan Fernando, un reportero judicial de El Tiempo se enamora de la esposa de un amigo. El texto revela la fluctuación emocional de los personajes y la violencia del contexto.

A Juan José, como lo predicaba el milenario Confucio a sus discípulos en el siglo IV antes de Cristo, no le interesa hacer nada extraordinario para buscar adeptos. Lo único que busca es vivir en armonía con su entorno y con su ser interior. Por eso, el compromiso con los niños,  la familia, los amigos y la literatura. Sus enseñanzas, a mi modo de ver, no estaban en el salón sino en bar de Ciro, En este lugar de la noche, el viejo Jordán u Homero Manzi, con buena música. Pues, la mayoría de estas reuniones se dieron después del Club de Lectura John Reed. Y se dieron sin un método de estudio, sin la estructura maestro-alumnos. Más bien fue un encuentro entre amigos donde él era el amigo más experimentado que nos contaba historias fascinantes. Por lo que el verdadero espíritu del maestro se manifestaba en Juan cuando estaba fuera de clase, cuando había tomado un par de cervezas, cuando empezaba a hablar y su voz suave iba ocupando todo el espacio. En esa medida, la posibilidad de conversar con Juan era e irse descubriendo día a día era lo que pocos entendieron y pasaron por alto en sus clases.

Los que recibieron sus palabras entendieron que el maestro se caracteriza en su conversación y crónicas por sus palabras sencillas que brotan tranquilas y sin malabarismos discursivos. Por algo, en el 2014 la U. de A. le otorgó el escudo de oro, reconocimiento por su labor como maestro. Además, sus palabras llevan varias generaciones en el corazón porque les despertó el amor por la palabra. Palabras que en él se fermentan y se renuevan. Palabras que juegan entre los anaqueles de su biblioteca (Dacha) en Cisneros. Palabras que recrean paisajes e historias de un país sumergido en el letargo de la guerra y el olvido. Palabras antiguas que en Juan son abrazo, sonrisa, ron con Coca-cola y muchas más palabras.

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