La niebla subÃa del rÃo Cauca y una capa blanca impedÃa que se viera a más de un metro, por lo que se me dificultaba el camino. HabÃa ido a la plaza de mercado a conseguir un queso, un pan y una botella de vino porque habÃa escuchado que era lo que le gustaba al monje que vivÃa en la montaña.
Del pueblo a la casa hay zonas muy pantanosas, especÃficamente en el último tramo. La primera parte es una carretera rodeada de potreros. A lado y lado de la carretera hay eucaliptos que dan la sensación de estar andando bajo un túnel vegetal. Luego se toma un desvÃo por un camino precolombino en muy mal estado.
Juan estaba sentado en una silla mecedora como si estuviera esperándome. Por eso, me sorprendà al verlo. Lo curioso era que llevaba más de diez años sin recibir visita porque afirmaba que desde que el pueblo habÃa olvidado el cuidado de sus vidas espirituales habÃa dejado de ser su pueblo. Por ello le pregunté, en son de burla, si llevaba mucho tiempo esperándome. Él sonrió y me contestó que sÃ. Además, me ordenó que me quitara los zapatos y me pusiera una bata blanca. Quedé muy inquieto, pero no le pedà explicaciones.
En la sala habÃa sobre la mesa una canasta con frutas y semillas. Al lado Juan dejó el paquete.
—SÃgueme que ya empezó tu trabajo. Después nos sentaremos a descansar —dijo Juan y continuó— en la mañana vi un colibrà tigre dando vueltas por la casa. Esa era la señal de que vendrÃa alguien con un camino espiritual trazado y que era necesario empezar con su iniciación.
Caminamos juntos hasta el altar ubicado en un cuartucho al costado derecho de la casa, lugar en el que Juan pasaba dÃas encerrado meditando. Era un cuarto pequeño con una alfombra y cojines. En la mitad habÃa un candelabro de siete puestos y algunos cuarzos de diversos tamaños. Él se sentó cerca de la entrada indicándome que cerrara los ojos y tratara de pensar en un propósito mayor.
No habÃan transcurrido más de diez minutos cuando escuché la voz de un hombre diciéndome que era requerido en la alcaldÃa municipal. Sin abrir los ojos respondà que lamentaba no poder acompañarlo. Al dÃa siguiente, llegaron dos hombres con un papel firmado por el Alcalde. Juan sonrió y con un movimiento de cabeza aprobó mi partida. A los dÃas fui nombrado alcalde. Misteriosamente a mi despacho llegó una carta de Juan con una lista de libros, estatuillas, esencias, collares, camándulas, entre otra infinidad de cosas. Al mes, Juan escribió otra carta donde incrementó el pedido.
Una mañana me comunicaron que habÃa sido nombrado el mejor alcalde del paÃs. Entonces Juan me escribió otra carta con la solicitud de una casa y un sueldo fijo de por vida. Respondà que esa petición era imposible. Incluso sentà que Juan estaba abusando de mi generosidad y dudé de su espiritualidad por lo que le dije de manera tajante y grosera que ya habÃa pagado sus enseñanzas.
Ya era de noche cuando abrà los ojos y vi las velas casi consumidas en el candelabro. Estaba solo en el altar. Estiré las piernas y al salir me sorprendà al ver a Juan sentado en la silla mecedora con una manzana en la mano.
—El que desea gobernar debe poner toda su fuerza interior en dominar las emociones y evitar que las emociones lo dominen. Cuando las emociones son las que dominan el espÃritu se turba y el gobernante mira pero no ve. Sin control de las emociones es muy difÃcil gobernarse a sà mismo y casi imposible gobernar a un pueblo.
Recibà la manzana que el monje me habÃa obsequiado para el camino. Cabizbajo, con la bata blanca, di la vuelta y desaparecà entre la niebla.
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