Magdalena, la mujer de dos vidas


Hace poco, en una meditación, escuché la historia de una mujer que podía estar en dos partes al tiempo. Ese relato me inquietó tanto que hice lo posible para hablar con ella. Volví a indagar al maestro de la meditación que me narró ese relato y me conectó con un amigo de Magdalena quien me facilitó su número de teléfono. 

- Hola Magdalena, le habla Juan, periodista y quería preguntarte por lo de la ubicuidad.
- Hola Juan, no entiendo por qué a mí.
- Mira, he escuchado que puedes estar en dos partes al tiempo. Y quería que me hablaras más de eso.
- Y quién te habló de ello.
- Bueno, es que asistí a una meditación y el maestro mencionó su caso y me interesé. 
- Ah, veo, pero no sé por qué te interesa.
- Mira Magdalena, me interesa porque creo en la historia y quisiera registrarla.
- No sé. Déjame lo pienso y si alguna cosa de te llamo.
- Está bien.

Pensé que había perdido la oportunidad de conocer a Magdalena. Creí que había sido muy directo. Tal vez debo aprender un poco más de sutileza. Pasaron varios días sin noticias de Magdalena. Intenté llamarla pero no contestó. A la semana recibí, con gran sorpresa, su llamada. Me decía que me invitaba un sábado en la tarde a su casa. 

Confieso que me podía la incredulidad. No daba crédito a que una persona estuviera en presencia en dos sitios diferentes al mismo tiempo. Sería vivir dos vidas simultáneas. Eso es imposible. He escuchado de personas que están en el momento preciso, en el lugar indicado y eso los hace visibles generando la sensación de estar en varios lugares al tiempo. Pero es distinto. También, en estos tiempos, se puede decir que hay ubicuidad al reconocer los avances tecnológicos. Es decir, uno puede estar conectado a la red sin importar el lugar de la conexión. Claro, estas percepciones de ubicuidad se dan desde un mismo punto y no desde dos lugares distintos. En esas conjeturas se me fue el viaje. 

Llegué a la casa de Magdalena quién vive con su esposo e hija en una parcelación del oriente antioqueño. Por petición de la familia omito las coordenadas exactas para evitar curiosos en los alrededores irrumpiendo en la tranquilidad del lugar.

Jorge, el marido de Magdalena, me llevó hasta la sala. Ella es veterinaria, de unos 40 años, piel trigueña, cabello ondulado que le caía hasta los hombros, delgada, al verme me miró unos segundos a los ojos. Luego, vaya a saber que vio, me saludó como si esa mirada le hubiera confirmado algo. La verdad, es que me sentí incómodo, como cuando debo asumir mis responsabilidades ante una metida de patas. Respiré profundo y me senté frente a ella.

Jorge, que es arquitecto, nos dejó solos. Dijo que estaría en el cuarto con la niña. Si alguna cosa lo llamábamos. Magdalena hizo un gesto de aprobación. 

Empecé por preguntarle por el inicio. Pues, estaba algo nervioso después de esa mirada. Y las preguntas que tenía planeadas se me olvidaron. Lo único que logré articular fue pedirle que me contara como había empezado todo.

Magdalena sonrió. Antes de empezar me afirmó que había pensado en no llamarme. Pero que algo, no sabía muy bien qué, la impulsó en llamarme. Luego, al verme a los ojos se había dado cuenta de que era una buena persona. Eso me asustó porque a veces no me considero tan buen ciudadano, no con lo que tengo que presenciar a diario en la ciudad. Igual, no discutí esa percepción. Antes debía agradecer porque podía acercarme a Magdalena y a su historia.

Ella desde muy joven sentía que vivía otra vida, pero no sabía cómo explicarlo. Su madre, psicóloga, la llevó a un siquiatra conocido. La evaluaron, la estudiaron y no encontraron nada. Concluyeron que era un desorden mental debido a los cambios hormonales en la adolescencia. Así que a Magdalena le dieron unos medicamentos que debía ingerir tres veces al día. Durante un tiempo, esos medicamentos le permitieron estar, según su madre, equilibrada y sociable.

Años después Magdalena ingresa a la universidad y vuelve a la sensación de estar en otro lugar. Los medicamentos ya no le sirven. Una vez, saliendo de la facultad fue tan intenso el dolor que tuvo que llevarse las manos a la cabeza y pedir ayuda. Jorge, quien la observó, la llevó a un hospital y a partir de ese momento la acompaña.

Fueron a muchos lugares, a muchos médicos, metalistas, siquiatras, yerbateros… Ninguno les supo decir que era lo que tenía. Mientras tanto Magdalena empezaba a sentirse loca, a decir que había estado en ciertos lugares y los describía. Cada vez los dolores de cabeza eran más intensos. Un amigo les recomendó visitar a un maestro de la meditación que él conocía. 

El maestro le recomendó, en un principio, que no se asustara y fuera hasta donde la llevara la sensación. Entre esos ejercicios y varias meditaciones Magdalena se fue tranquilizando. Lo primero que vio fue que salía de su casa, tomó un bus, llegó a la ciudad y visitó a su madre. Luego, la tarde noche, se despidió de su madre y volvió a su casa. Al abrir la puerta su esposo la recibió con abrazo porque ese día había hecho un almuerzo y una cena deliciosos. 

Magdalena volvió donde el maestro y este le dijo que tenía un don. Ella podía estar en presencia en dos lugares al tiempo. E iban a trabajar en ello. Por ello, los ejercicios consistían en fortalecer el sistema nervioso para aceptar sin dolor de cabeza el don de la ubicuidad

Le pregunté cómo sentía ella esa ubicuidad, es decir, si era consciente de ambas. Afirmó que sí. En ella sucede como una visión, como un sueño lucido, pero donde esté es ella y actúa como ella es. Es su esencia en los dos cuerpos. Al indagar por la visión ella responde que en ella la experiencia es como una visión, pero en los otros es una realidad. Por ahora, solo se permite la ubicuidad los fines de semana, todavía, con el maestro, está aprendiendo a conocerse y a manejarla. Por eso, todos los sábados en la madrugada, después de una profunda meditación, autoriza a su ser a salir de su casa. 

La miré fijo porque la historia se me salía de todo orden lógico. Le pregunté sí en ese momento estaba en otra parte. Me respondió que sí, estaba con su madre. Le dije que si podía llamar a su madre. Ella sonrió y me dijo que sí. Con las manos temblorosas tomé el teléfono:

- Buenas tardes, hablo con la madre de Magdalena.
- Si, con ella, qué necesita.
- Señora habla con Juan, un amigo de su hija, quería preguntarle si ella se encuentra con usted.
- Sí, claro, ya se la paso.
- ¡Aló!
- ¿Magdalena?

- Hola juan, cómo estas, espero que la estés pasando bien en mi casa con mi otra presencia. Como te estaba diciendo, puedo, los fines de semana, por ahora, visitar dos lugares. Por lo regular procuro estar con las personas que me quieren y me pueden ayudar en caso de que algo me suceda. Es algo maravilloso. Me acuerdo de todo y ya no me duele. Con las meditaciones he fortalecido mis nervios para recibir esta segunda experiencia de vida. El maestro me ha enseñado a ver eso que me afligía como una bendición.

- Eh… eh… yo…
- Bueno Juan, te dejo, debo seguir ayudando a mi madre.

Al descargar la bocina miré a Magdalena y ella sonreía. Habíamos pasado toda la tarde conversando. Me sugirió que era hora de irme. Me despedí sin salir de mi perplejidad. Salí de su casa con un sentimiento de vacío y pequeñez que apenas me permitía respirar.

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