Desde que te vi sabÃa que iba a tocarte. Algo me decÃa que eras una presa fácil para mi sed insaciable de damiselas desprevenidas. Te vi sentada en una mesa del bar y sin decirte una palabra empecé a llamarte con la mirada. Instantes después estábamos frente el uno del otro, y la siguiente oración que presidió el saludo fue que querÃa pasear contigo y besarte. Fui directo porque no eras una mujer que me importaras para salir de dÃa. Lo percibiste porque sin importar lo que te habÃa dicho, te quedaste esperando a que se iniciara una conversación. Necesitabas sentir que estabas sintiendo también. Pero, me alejé porque no me interesaba hablar contigo y lo sabÃas.
Pasaron cuarenta minutos antes de que te decidieras a sentarte en la silla al lado de la mÃa. Apenas te habÃas acomodado en la silla llevé mi mano sobre tus piernas, alcé la falda y le hice presión con los dedos a tu entrepierna. Me bajé la cremallera y conduje tu mano a que estrangulara al animal que estaba ansioso por envestirte. Tus dedos en vez de calmar la furia más la endureció. Me humedecà de ti. Charquitos de ti atestiguaban el movimiento de los dedos. Tu olor de pintura a base de aceite en madera húmeda invadió la noche.
Salimos del bar a dar un paseo por los alrededores. Entramos a un parque abandonado y me aferré a ti. Llevé mi pelvis a tus caderas y te besé frenéticamente, como un animal.
Algo demoniaco habÃa dentro. Se habÃa despertado porque en los últimos dÃas habÃa controlado el deseo. Pero como un preso el deseo huyó de su cárcel y se encontraba libre de culpas y moralismos. SentÃa la perversión del santo, el que busca motivos para perdonarse. Por ello, ante ti, ante tu cuerpo disponible no pude negarme y te lamà el cuello hasta hacerte caer un arete. Te envestà con violencia. Te maldije contra un muro. Te mordà los labios. Te corté la respiración. Te culpé por mi debilidad. Te asusté e intentaste huir diciéndome que te estaba maltratando y no querÃas que asà pasaran las cosas. Pero tus peticiones fueron como leña a la llama. Con más rabia te besé. Volvà a llevar mi mano a tu entrepierna. Te volvà a besar casi hasta morderte los dientes. Mi respiración y la tuya un ventarrón sin rumbo, arrÃtmico y delirante. Volvà a frotar mi miembro en una de tus piernas. Tu olor caÃa a goteras de los tejados y las ventanas. Tu olor era vapor en los adobes contra los que te empujaba.
Lloré por ti y por mÃ, por la herida que ensanchábamos, por la terrible soledad que se avecinaba. Asà que mis dedos huyeron de tu cuerpo después de haber llorado de lujuria, hastÃo, ausencia y rencor.
Huà de ti porque me permitiste satisfacer el deseo y eso me dejó más triste y solo. Huà porque podÃa irme tranquilo, con la certeza de que no amanecerÃas en mi lecho, con la agonÃa de que no eras la que debÃa amanecer en mi cuarto. Huà porque ya no te necesitaba y estaba aterrado porque ya no te odiaba y feliz porque llamarás mañana a las cuatro de la tarde y no te contestaré el teléfono.
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