El útero materno es el paraíso. Ahí no hay frío, ni hambre, ni espera. Todo se da sin pedirlo. Pero al nacer aparece el llanto, la necesidad de alimento y abrigo. Y el mundo irrumpe con su primer aprendizaje: el dolor existe y no todo se puede.

Por lo que desde niños es imperante aprender a frustrarse. Aprender a esperar. Aprender a tramitar el “no”. Es en esa cuerda floja del querer y el no tener siempre lo que se quiere donde se forja el carácter. Y forjar el carácter implica tolerar la frustración y el límite. De lo contrario, se puede ser rehén del narcisismo, donde el mundo se adapta a uno y no uno al mundo.

En tal medida, la frustración es un antídoto del narcisismo. Ayuda aceptar que el universo no es una prolongación del ombligo. Además, se pierde, al crecer, el milagro de amar que se da más allá del centro del yo, donde se está ciego al otro. Como decía Humberto Maturana: “Amar a un ser humano es aceptar la oportunidad de conocerlo verdaderamente… contemplar con ternura sus más profundos sentimientos, sus temores, sus carencias…”.

También, frustrarse edifica el límite. Porque no soy el único que quiere, que necesita, que sueña. El otro, de igual modo, sueña, quiere y necesita. Por lo que sin frustración no hay empatía. Y sin empatía, como advierte el caos de esta era digital, el otro se convierte en un objeto para saciar mis carencias, mis odios. Y cuando se odia a una persona se ensancha la herida narcisista.

Lo que más me gusta de la frustración, a la que tanto se le teme, es que te entrena para la derrota, donde está la valía del alma humana. “Hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria”, lo dijo Borges. Porque el que pierde ―cuando se pregunta por qué perdió― asume el fracaso como una oportunidad para levantarse, recomponerse, volver a intentarlo. Renueva el aprendizaje infantil de ir a las repeticiones para entender algo esencial sobre el alma humana y es que, al equilibrar tus deseos y talentos con las necesidades del mundo, tal vez, seas consciente de tu vocación, esa que no alza la voz ante una derrota.

Otra de las bondades de la frustración es que permite adaptarse. Empecé esta defensa con que en el vientre todo es perfecto. Así que el bebé vive gracias a la madre, pero el niño aprende a vivir gracias a la adaptación. Y mamá es el agua, la salud, el núcleo de cómo, si aprendo a frustrarme, me relaciono con el mundo y con el otro. Mamá es el reino emocional, inconsciente y colectivo. Mamá es el puente entre la nada y la vida. Ella me crea, me da forma en el vientre. Pero también, gracias a la separación que emprendo desde que me cortan el cordón umbilical, mamá me da forma según lo que cree y piensa que soy. Y así será con la pareja, el amigo, el otro. Entonces soy, así me cueste aceptarlo, también lo que el otro piensa que soy. En esa ambivalencia, para entender el mundo circundante, es vital la adaptación. Así, evito sumergirme en el engaño de una vida feliz y busco un sentido, una motivación, una empatía para tener la habilidad de poder agradecer lo que se me da y aceptar lo que no. Porque “Un hombre se puede equivocar muchas veces, pero no se convierte en un fracaso hasta que empieza a culpar a otros por sus propios errores”, escribió John Burroughs. Adaptarse, entre muchas otras cosas, es dejar de culpar.

Y en la culpa, más que aceptar los hechos, se excede en las explicaciones, se grita, golpea, se impone. Se pierde la comprensión de la espera; cuando una pausa hace parte de la canción, muchas veces la mejor parte de la canción. “Es alma ligera y no dedicada a la introspección la que se agita ante un ruido”, decía Séneca. Y la culpa es ruidosa. Muy ruidosa.

Cuando la culpa desdibuja la aceptación a frustrarse, se puede caer en el embeleco de percibir la realidad desde la distorsión del mundo interno: los miedos, la rabia, los celos, la envidia. Y se pierde de vista el mundo externo al perseguir una felicidad que no existe. Pero al aceptar la frustración, sin culpa, se puede acudir a la introspección para mirar hacia adentro. Como en unos versos de Lao Tse: “Permanece en silencio y tu corazón cantará./ No anheles ningún contacto y encontrarás la unión./ Permanece quieto y te mecerá la marea del universo”. Así, a pesar de la imperfección, la rabia, la tristeza y la soledad, se puede empezar de nuevo. Porque en lo fundamental se está irremediablemente solo.

Y en la soledad de la introspección consciente, el frustrado, si ve la oportunidad, no sentirá rechazo del mundo; menos, le dolerá el vacío de no ser visto ni ser el centro del universo. Pues, en mi humilde opinión, es mejor ser parte del mundo para poder dudar cuando eres el más inteligente en un recinto. Así, tal vez, se vea en el límite el brote de la compasión donde se puede amar sin destruir, perder sin romperse y vivir sin miedo a lo que no será.


Para iniciar el año quisiera hacerlo con tres micro-crónicas de tres lugares no muy explorados en Antioquia. Y así, resaltar la certeza de pertenecer a un país de contrastes, donde la exuberancia de la selva amazónica se encuentra con las cumbres nevadas de los Andes; donde, a tan sólo un par de horas, se pasa del aire seco de montaña al bochorno húmedo selvático del trópico. Un país que, después del proceso de paz, ha hecho del turismo un factor crucial para la economía y el encuentro con el otro y lo otro. Aunque el turismo también (como lo es el paseo de olla) es una plaga, me enfoco en el turismo consciente, el que va más allá del ruido y la pasarela.

Los tres lugares, no muy conocidos, que me maravillaron son: Concepción, Mutatá y la Reserva Surukí. Estos sitios no son tan masivos y abrumadores como lo son: Jericó, Jardín o Santa Fe de Antioquia. Por lo tanto, permiten otra experiencia del viaje, más allá de la selfie. Me refiero al viaje que deja espacio a la pregunta y la reflexión para que se abra un boquete de vacío por debajo de eso que se llama “yo” y se pueda contactar con el entorno. Cuando sucede, se percibe diferente el paisaje porque se escucha otras historias. Entonces, con los relatos, se establece una relación singular con la naturaleza.

Concepción

Conocido como “La Concha” (diminutivo de Concepción), es un municipio ubicado en la subregión Oriente, fundado por mineros devotos de la Virgen de la Inmaculada Concepción. Se erigió municipio en 1773.

Se encuentra a unos 75 kilómetros de Medellín; limita con Barbosa, Santo Domingo, Alejandría, El Peñol y San Vicente Ferrer. Es un pueblo de calles empedradas, declarado “Bien de Interés Cultural de la Nación” en 1999. Las calles, junto con su arquitectura colonial, como la iglesia principal y la Casa de la Cultura (donde nació José María Córdova), son una instantánea fija en el tiempo y se vive como si el tiempo fuera un río que se desliza lento por las rocas y los amaneceres coloridos de la montaña.

Concepción es un pueblo atrapado entre montañas y el tiempo, con un poco más de 1.500 habitantes y la virtud del silencio y la calma, tan en vía de extinción en la cultura antioqueña que adora la pólvora, la música parrandera a todo volumen a las cinco de la mañana y los gritos por cualquier motivo. Adoré Concepción porque sentí mi sangre campesina de calles empedradas, de piel tostada por el sol y de pies descalzos. Adoré Concepción porque todavía es ajena a la plaga masiva de turistas que, como las langostas, devastan con los cultivos fértiles de los saludos que buscan los ojos y un temblorcito de alma.

Mutatá
Conocido como “La Puerta Oro de Urabá”, ubicado en la subregión de Urabá, se erigió como municipio en 1887. Está ubicado a unos 270 km de Medellín y limita con Turbo, Chigorodó, Ituango y Dabeiba.

Mutatá, en la zona urbana, es un reguero de casas, ruido y bochorno, con una temperatura promedio de 28°C. En la calle que atraviesa el caserío, al lado de la alcaldía, hay una tropa de Marías Mulatas o Mirlas que son garrapateros estilizados, de picos más largos y mucho más bullosos. Llueve y las aves producen un ruido agudo, oscuro, fúnebre, como si recordaran la década de 1990, cuando Mutatá fue escenario de enfrentamientos entre guerrillas y paramilitares con masacres como la ocurrida en noviembre de 1996, donde paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas asesinaron a ocho campesinos en las veredas cercanas a la carretera Medellín–Turbo, en jurisdicción de Mutatá y Dabeiba. Pero con la firma de los acuerdos de paz, Mutatá activó el turismo. Su ubicación privilegiada se ha explorado en un 10%. Es una región donde convergen varias formaciones montañosas cercadas por las serranías de Abibe y Darién. Aunque la Serranía del Darién es especialmente significativa por ser parte del Tapón del Darién, una de las áreas más biodiversas y menos exploradas del mundo.

Sin embargo, para contactar con la naturaleza, hay que llegar al caserío que, aparte de las Marías Mulatas, no tiene mucho interés. Pero a las afueras, Mutatá es un paraíso de bosque húmedo tropical dónde, todavía, se dice que llega el jaguar.


Surikí

La Reserva Natural Surikí conecta con el Golfo de Urabá y Turbo, alberga más de 20 especies de animales y plantas en riesgo de extinción, incluyendo jaguares, osos perezosos, Titís cabeza de algodón y una gran variedad de aves.

El proceso de paz ha sido fundamental para la apertura del turismo en la región, permitiendo a la familia Jiménez, que cuida de la reserva, retomar su hogar y conservar el entorno.

Al entrar a la Reserva, llegué al centro del corazón de la familia Jiménez, 21 hermanos de tres madres que, tras ser desplazados por la violencia, regresaron a estas tierras para convertirlas en un santuario. Su padre, llegó cazando en los años 50, construyó un hogar hasta que, en 1995, los paramilitares del Bloque Bananero lo asesinaron.

En 2006, Ever Velosa, alias HH, confiesa el crimen. La Reserva fue el centro de operación de Don Mario.

Volvieron, con la restitución de tierras, liderados por Enilda, a transformar el dolor y vincular la familia. Y fueron ellas, las mujeres, quienes ondearon la bandera del perdón. Hoy, Iván, antiguo escolta, es guía turístico; Carlos, antes operario en logística, comanda el barco que llega desde Nueva Colonia; y Nelli sirve platos que saben a memoria. Ellos hicieron de Surikí un refugio, no solo para la familia, sino también para el jaguar.

¡Lo vi! ¡Sí! El jaguar cruzó un riachuelo frente a nosotros, majestuoso y silencioso. Se veía su cabeza amarilla, ancha, amenazadora. Iván gritó como si se tratara de un dios, y todos lo imitamos. Gritamos como si hubiéramos ganado un mundial de fútbol femenino o le hubiéramos dado la importancia que tiene la reducción de la tala de árboles y la prohibición del matrimonio infantil. El jaguar desapareció entre un matorral. Iván propuso buscar sus huellas. Estacionó el bote en la orilla. Bajamos. Olía a pantano y orín fétido de felino.

En Suriki, donde los zancudos atacan sin piedad, se respira perdón. Y el perdón, me enseñaron los Jiménez, no es para quien lo recibe, sino para quien lo da. Liberados de su pasado, ellos nos liberan también, mientras el jaguar camina por su tierra.