La loción potencia la desconfianza en sí mismo porque se huele para el otro. Por pretender que somos un olor que no nos pertenece olemos a desinfectante, a superficie, a lo que no somos.
Gusta oler bien para denotar limpieza. Nos bañamos para parecer buenos cristianos. Utilizamos el aseo y el olor artificial para ocultar las malas intenciones. Fabricamos una aureola olfativa para rechazar el olor del vagabundo que huele a no me hable de frente y no me importa su historia.
Hice un experimento. Quería saber si mi olor era agradable a las mujeres. No me bañé un sábado. Tuve un sueño húmedo en la madrugada del domingo y no me limpié. Salí fermentado de casa a las cinco de la tarde. Me senté a tomar un café. Del azar una mujer me contó de sus días oscuros en la adolescencia. Me despedí. A pocos metros escuché mi nombre. Una ex-novia me invitó a salir. Quería que nos viéramos uno de estos días por si de pronto pasaba lo que queríamos. Inventé una excusa. Quería irme a casa. Tomé una moto-taxi. Ese día comprobé que el olor propio es más efectivo que el efecto Axe.
El sacerdote huele a escalera de bambú y sopa de fideos con espinaca. El adolescente a aceite quemado, sangre coagulada y reggaetón a alto volumen. La profesora recién graduada de la universidad a sedal rizos obedientes anti frizz y colonia de rosas. La oficinista a helado de ron con pasas derretido. La colegiala a hierba húmeda y romero. La ama de casa a detergente y eucalipto.
Por oler bien se nos olvidó oler. Estamos confundidos porque olemos a todo menos a individuos. Tememos al propio olor. Disgusta sabernos mamíferos. Acumulamos toxinas y feromonas porque es más saludable taponarse los poros con lociones. Educamos el olfato para el olvido.
Pero basta con llevarse la mano a la nariz. Aspirar. Aspirar. Huele a animal de sol, a individualidad, a naranja, a papá, a hombre primario, a día de no baño, a cuarto oscuro, a pino podado, a sombrero volteado, a conversación de íntimos y a niño que mira el cielo desde el copo de un árbol.
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