Un cuento corto es algo por completo distinto: podría compararse con un beso dado apresuradamente en la oscuridad a una desconocida.
Stephen King
“Elibrerto y otros cuentos provincianos” es un libro que recibió dos Estímulos Creativos. El primero fue en la 2ª Convocatoria Pública de Estímulos 2025 de Girardota, en la categoría de cuento. Con ese apoyo se escribieron 15 relatos que representaron el 70 % de la propuesta ganadora de la Convocatoria de Estímulos a la Creación 2025 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia (ICPA) y la Gobernación de Antioquia, en literatura: Narrar para Contar. Gracias a la beca del ICPA, el libro se publicó con el cuidado editorial de Lucía Donadío y su equipo de Sílaba Editores, y la hermosa ilustración fue obra de Tobías Arboleda.
Este libro busca conectar la literatura con los jóvenes, especialmente los de colegio. Los primeros lectores fueron los jóvenes de Girardota del noveno de la Institución Educativa Rural San Andrés y el grado once de la Institución Educativa Manuel José Sierra. Pero también con cualquier lector cuya memoria transite por caminos empedrados. Los relatos exploran aspectos esenciales de la vida pueblerina: la memoria colectiva, los vínculos comunitarios y la relación con la naturaleza.
Divididos en tres bloques, cada conjunto responde a una pregunta clave: ¿cómo convertir a Girardota en un escenario de ficción que dialogue con la memoria y las emociones? ¿Cómo crear personajes vivos, con conflictos potentes, que inviten a reflexionar sobre valores para una mejor convivencia? ¿Qué recursos narrativos permiten reconectar al lector con su entorno natural y otras formas de vida?
Las respuestas dan cuentos que retratan la cotidianidad de Girardota, tanto urbana como rural. Pues, a mi modo de ver, la literatura ofrece el don de la ubicuidad. Es decir, permite estar en dos lugares al mismo tiempo. Y el lector, aunque esté lejos, puede recorrer el municipio como un turista que se encuentra con campesinos, artistas, niños y ancianos.
Además, Girardota presenta la mezcla singular de la vida urbana por su cercanía a la ciudad y la ruralidad. Es un fenómeno aún no registrado a profundidad por la ficción local. Y se refleja en las atmósferas, los diálogos y los paisajes de los relatos.
Otro aspecto vital en el cuento es que cada uno debe ser la fotografía de un instante. Así que este libro podría ser como abrir un álbum familiar. Y entre relato y relato se genera una sensación de azar, como en la vida misma, donde se vive de forma desordenada, arbitraria, ilógica. En ese caos reside la magia de la vida cotidiana.
“El espacio, el tiempo y los personajes de los relatos de Juan Camilo tienen un centro de gravedad en un lugar inventado a través de sus expresiones, de sus hipérboles, de sus piropos y dichos, de su lengua… tal vez toda lengua es provinciana… Uno habla la lengua del barrio, del parce o la gallada, del colegio… algunos, los menos afortunados, hablan solo la lengua de la familia…”, dice Nicolás Buenaventura.
Al final del libro hay una matriz como una guía para quienes quieran contar historias. Porque cualquiera puede hacerlo. Lo maravilloso es descubrir que escribir es, ante todo, disciplina. El escritor no es un ser superior. Es tan común y excepcional como cualquiera. La única diferencia es cuánta soledad puede soportar.
Del libro se harán dos lanzamientos en Girardota, el primero será el 21 de noviembre en Talpa, Casa Cultural a las 7:30 pm. El segundo será el 28 de noviembre en la Biblioteca Pública Municipal Alberto Aguirre, a las 6:00 pm.
A continuación, un cuento del segundo bloque: “Vínculos comunitarios”:
Los Gorgojos
Federico llega a la cancha, situada en la cabecera de la vereda Juan Cojo, para liderar el equipo de fútbol: Los Gorgojos. Enfrentarán a los paramilitares que, desde su llegada un año atrás, han hecho de la injusticia un cáncer terminal: despojos de tierras, asesinatos y todo tipo de hostigamientos que coagulan la sangre antes de tiempo.
Federico mira la cancha. Al lado de la portería, sus compañeros sonríen. Él responde con un desgano que bordea la fatalidad. Chavo, el portero, pasa el esférico al defensa y la pelota pasa de largo como un conejo que huye. Federico respira hondo y se pregunta: “¿Qué hago con estos tullidos, si yo jugué en la selección de Girardota y, por algunos meses, en la liga juvenil del Nacional?”. Lo que evita recordar es que lo echaron por marihuanero. Federico, con su delgadez de remordimiento acumulado, saluda a Los Gorgojos.
Las señoras, al ver al muchacho entrar a la cancha, hacen rosarios en voz baja para animar al equipo de fútbol. Matilde, la que hace la mejor gelatina de pata de res, empuña una camándula en el bolsillo del saco roto que heredó de su madre y murmura que ojalá ganen Los Gorgojos y los paras se vayan para siempre, al horno más hirviente del infierno, esos que mataron a su hijo mayor. Por otro lado, los esposos con sombreros, ponchos, botas pantaneras, mostachos cantinflescos… rodean una caja de cerveza. Matías, la encarnación del muñeco de pastas Doria, al imaginar qué pasaría si Los Gorgojos pierden, suelta el aire con violencia como si hubiera recibido un puñetazo en la panza. Los jóvenes se acomodan, como si a todos los hubieran regañado las mamás, en las bancas de guadua. Ana, una muchacha anémica, más cercana a los espárragos que a las campesinas carnosas de su edad, observa a Federico como un menjurje de brujo, e implora que la salve del miedo a que, como a sus amigas del salón de clase, los paracos se la lleven al monte. El futuro de la vereda está en juego. De ganar Los Gorgojos, los paracos se marchan. De lo contrario, los campesinos abandonan sus tierras.
Federico, como puede, se infunde ánimo y con las manos temblorosas da una que otra palmada en la espalda de un compañero. Intenta animarlos porque, tal vez, sea el último partido de su vida. Siente en la boca del estómago arcadas de un mal presagio. Federico sacude la cabeza y, al instante, salta, toca con las manos la punta de los guayos. Repite el ejercicio y pide a Los Gorgojos que lo sigan. El primero en unirse es Chavo; luego Moncho, el mediocampista. Posteriormente, todo el equipo hace un pique hasta el centro de la cancha.
En la otra portería están Las Águilas Negras, el equipo de hombres panzones que se abrazan como un collar de arepas redondas mientras gritan que son los reyes del mundo. Luego se pasan una garrafa de aguardiente y cada uno bebe un gran trago. Después gritan y escupen como bestias.
El árbitro, antiguo entrenador de la selección de Girardota, hace sonar el silbato para que los capitanes lleguen al centro de la cancha. El árbitro lanza una moneda al aire, la hace girar, con la mano derecha la atrapa, la deja caer sobre la mano izquierda y le pregunta al capitán de Las Águilas Negras: “¿Cara o sello?”. El gigante panzón dice “Cara”. Pierde el saque.
Suena el silbato. Moncho le pasa la pelota a Federico que gambetea a tres paramilitares y le devuelve el esférico a Moncho que, efectúa con precisión un pase al vacío. Federico adelanta al centrocampista, alcanza el esférico, se autohabilita con un ocho y, como un virus, atraviesa las autodefensas de Las Águilas Negras. Frente al portero ve un espacio entre las piernas y chuta.
“¡Goool!”, gritan las mujeres y, a mitad del arrebato, se llevan las manos a la boca y el grito se reduce a un golpeteo húmedo de lengua. Los hombres, más discretos, toman sorbos de cerveza para ahogar el entusiasmo y embolatar cualquier indicio de emoción. Los jóvenes apenas se mueven y muerden el suspiro para que no abandone sus bocas.
El jefe de los paramilitares, un hombre gordo y de sombrero, al que llaman Patacón, pide un cambio. Sale La Liendra y entra El Zarco, exjugador del Independiente Medellín. El Zarco, mientras hace morisquetas, como si lo hubiera picado una avispa en la mitad del rostro, realiza un pique hasta el centro de la cancha y pide que le pasen la pelota. Cuando tiene el esférico, resopla y se gambetea a Moncho. El Zarco alza la cabeza y le tira el esférico al gigante que se decide a chutar. Chavo se levanta y, en el aire, con el puño derecho impacta el balón. Federico y Moncho felicitan al portero mientras se dirigen a reforzar la defensa.
El Zarco acomoda el balón para el tiro de esquina. Se acuclilla y gira la cabeza un poco a la derecha, como si trazara un camino en el aire que después seguiría el esférico. El Zarco retrocede y, cuando escucha el silbato, impacta con el empeine el balón que, en un principio, pareciera ir al punto penal, pero luego da una comba hacia la portería. Chavo retrocede, se estira como un gato y toca el balón. El esférico pega en el palo. En el rebote, Moncho atrapa la pelota y se la pasa a Federico.
Federico avanza por la banda izquierda aprovechando el contragolpe. Corre. Parece una camiseta sacudida por el viento. Se saca a uno, dos, tres… Es una gacela que hace crecer en burbujas el grito de las señoras, alimenta el temblor de la emoción en la garganta de los señores y despierta en los jóvenes una vibración similar a cuando se presiente el timbre que anuncia el recreo en la escuela.
“Parece Maradona cuando le anotó a Inglaterra”, dice Moncho en el momento en que Federico chuta. El balón pasa entre las piernas de dos defensas y va al ángulo del poste derecho de la portería. El portero se estira, pero cae como un pilón de mazamorra y...
“¡Goool!”. Las señoras saltan, se abrazan, llegan hasta donde sus esposos, quienes beben cerveza. Todos gritan como una bandada de loros bajo la lluvia. Los jóvenes juegan a estar alegres de nuevo. Hay en el aire una alegría de viernes en la tarde, cuando se termina la escuela y la semana de trabajo. Una alegría que hace cosquillas en el cuerpo y saca más sonrisas de las permitidas. Una alegría de animal extinto que sacude el lomo y expele un viento frugal y mentolado. Sin embargo, ese mismo viento, a unos cuantos metros, Las Águilas Negras lo respiran agrio, por lo que arrugan el ceño y escupen.
El Zarco, al lado de sus camaradas, aspira un polvo blanco y la boca se les tuerce en un intento desesperado de huir de la cara. Patacón mira el reloj: faltan veinte minutos para que se termine el partido. Así que ordena detener a Federico, cueste lo que cueste. El Zarco cierra la boca, junta los índices de las dos manos y forma una cruz; besa los dedos y jura que van a ganar. Los otros hombres bufan y vuelven a la cancha como perros que no han comido en días.
El Zarco avanza con la pelota y, cuando ve a Moncho, en vez de pasarla a uno de los suyos, adelanta el balón. Cuando Moncho recupera el esférico, El Zarco se lanza en tijeretas y cae de lleno sobre el tobillo. Moncho rueda en el suelo. Matilde vuelve a empuñar la camándula, Matías comprime el estómago como si el ombligo fuera a aparecer en la espalda y Ana se aferra con ambas manos a la silla de guadua.
El árbitro se aproxima. Pide que retiren al jugador lesionado. Finalmente, dice que hay saque de banda a favor de Las Águilas Negras. Los Gorgojos no protestan, aunque sienten un desánimo de varios kilos sobre los hombros. Federico arruga el ceño y propone pasarse el balón entre ellos para quemar tiempo.
Poco después, los paramilitares, animados, se lanzan y lesionan a otros dos jugadores, aún sin tener el balón. El Zarco aprovecha la desventaja numérica del rival para acercarse a la portería, chutar y anotar el primer gol. Luego va hasta el gigante, el capitán del equipo, y le susurra algo al oído.
Los gorgojos pierden de nuevo el balón. El Zarco se aproxima a la portería, chuta y gol. Se empata el partido. Los paracos celebran y beben aguardiente. Las señoras miran el juego como una película de terror que no pueden dejar de ver; algunas se quitan con los dientes el barniz de las uñas. Los señores tragan saliva para evitar que se les encharquen los ojos al pensar en la tierra. Los jóvenes, con los puños apretados, clavan los ojos en el juego en espera de algo peor. El silencio en la barra de Los Gorgojos huele a sudor de caballo viejo.
Federico mira a las señoras como gallinas que esperan ser desplumadas para el sancocho; a los señores que están ahí, como una fotografía familiar en Eureka —cantina del pueblo—, que no le importa a nadie; a los jóvenes que parecen ramas de chamizos para encender el fogón de leña. Luego observa a los paracos que ríen y dejan ver sus dientes aserruchados. Dientes más de dinosaurios que de hombres.
Faltan cinco minutos para que se termine el juego. Federico traga saliva y siente en las vísceras que es inevitable la derrota. Las lágrimas, como las primeras gotas de agua que anuncian el invierno, asoman en sus ojos. La fatalidad es inminente. Pero se niega a aceptarlo y con la muñeca de la mano derecha se limpia los ojos. Asienta los pies con fuerza en el suelo y quiere dar lo mejor de sí en una última jugada. Así que pide que le pasen la pelota. Recibe el esférico y lo tira a casi un metro adelante. Corre. Va tras el balón directo a la portería. Se saca uno, dos… Hace una bicicleta. Corre. Deja atrás a los adversarios.
Las señoras, en vez de ojos, tienen reflectores que alumbran a Federico. Los señores sienten el pecho caliente y aprietan los dientes como si ese instante fuera una presa de pollo que no quieren soltar; los jóvenes alargan el suspiro como una corriente de viento que refuerza la carrera de Federico.
De golpe, Federico está frente a la portería que defienden siete de Las Águilas Negras. Federico sigue. Está dispuesto a atravesar ese bloque de panzas templadas. Corre como un leopardo tras un pecarí. Los pies apenas tocan el suelo y velocísimo se acerca a la portería. Con cada respiración los músculos son más aire. Avanza.
“¡Ahora!”, grita El Zarco y, desde el costado izquierdo, se lanza con el guayo levantado, con los taches en dirección al pecho de Federico. El paraco de dos metros, desde el extremo derecho, salta con las manos abiertas, como si estuviera en un ring de lucha libre. El portero, de frente, se tira en plancha.
Los hombres ruedan en un amasijo de piernas y manos. Forman una criatura deforme, en movimiento, que rueda y se desenrosca. Los paracos se levantan lo más rápido que pueden y ven a Federico como una costra de mugre, en el suelo, sin vida. Inmediatamente buscan el balón. Y ven el esférico atravesar la portería y anotar el gol de la victoria de Los Gorgojos.
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