Estos tiempos, los de las redes sociales, las personas actúan igual a los micos de feria. Quieren, con urgencia, que los vean. Y se exhiben haciendo muecas, almorzando en un parque o en brazos de la persona amada. Viven su vida como si se tratara de un reality show para retardados mentales.

Entonces en las redes sociales la estupidez es como un enjambre de langostas que acaba con los pequeños campos fértiles de la inteligencia. Queda, después de esta plaga tan adictiva, campos desiertos de una estupidez que lo rodea todo. Una estupidez que es infinita, ahí, en la diminuta pantalla del computador o el celular, donde convergen los idiotas de las redes sociales que se han entregado ciegos, mansos y serenos a la boca del lobo. Los idiotas que piensan en sus errores cuando van a dormir porque así, sólo así, pueden descansar profundamente y hacerle el quite al remordimiento. Al remordimiento que se vende como dietas para adelgazar en las redes sociales. Redes sociales donde los tontos son los amos del mundo. Y ante este mundo de tontos, es inevitable, que abunden mujeres y hombres hermosos, pero cuya hermosura es equivalente al espacio vacío que tienen en sus cerebros. Tanto mujeres como hombres, cuyos físicos son apenas una muestra de generosidad de la naturaleza para que vayan ciegos, a toda prisa, velocísimos, a ser más estúpidos ante el dios de cobre que es Facebook, un dios de tontos que permite que los tontos sean ejemplos a seguir y los inteligentes sean mentecatos que hay que escupir a carcajadas. Un dios que se divierte sustituyendo por corchos los cerebros de sus adeptos, para que así, gracias a Dios, los tontos pronuncien sus estupideces con un énfasis trascendental. Dios, si en verdad existes, enmonta esta compota repleta de idiotas, de tontos, tan tontos, que izan la estupidez, con tal seguridad, que la vaguedad suena importante y un descubrimiento digno de replicar. ¡Ah, cuánta estupidez! ¡Cuánta materia gris la de las redes sociales! Toneladas de materia gris de los millones de tontos que, de manera masiva, aportan más materia gris para que sean un ejército incontable, el más grande de todos los tiempos. Un ejército que obedece con devoción y ama dócil el látigo que lo embrutece. Ese látigo que hace de la estupidez una caída inminente al escalón más bajo de la naturaleza, menos que la animalidad. Porque, a diferencia de los animales, el idiota busca al más idiota de la manada para que marque la pauta, se imponga como un referente importante que, para ser honesto, hace que sea más fácil respirar la idiotez que el aire. Porque el idiota está en todas partes y es más abundante que el desastre, el desempleo y la pobreza. El idiota es excesivamente amigable; asume la estupidez como una competencia de convivencia que lo hace hablar a destiempo, como una nota desafinada. Además, el idiota se entretiene, con entusiasmo, en causar daño a los que más lo aman, los únicos que lo soportan, sin obtener nada a cambio, excepto, un daño irreversible así mismo. Finalmente, gracias a la estupidez masiva, los idiotas se quedan solos y se lanzan, precipitadamente, a buscar amigos, cuando no hay nadie más solo que el dice tener muchos amigos. Entonces, Facebook los acoge como un almacén de idiotas. Los hay de todas las formas, tamaños, edades. Pero prefiero a los jóvenes. Me gusta, entre la gran oferta: el idiota simio, la idiota prehistórica y el idiota seudosecretario de sabio. El primero, por imitación del simio masculino, que es el más idiota de todos los idiotas, sube videos con una imagen suya, haciendo gestos primigenios: arrugando la frente, rascándose cabeza, señalando con el dedo otro video de alguna conferencia de un médico neurocerebral; sólo para reafirmar lo evidente, lo que puede hacer un retardado, y así, celebra su idiotez cómo si apenas se descubriera la teoría de la relatividad de Einstein. La segunda, a pesar del avance tecnológico y el progreso en todos los campos de la humanidad ―excepto en la política―, sigue repitiendo el mismo guion de la primera mujer que se miró en un charco de agua. Y nunca más dejó de mirarse. Y para disfrute de los tontos, ella descubrió el hombro, la espalda, las piernas... y así hasta los días de hoy donde ella, gracias a las virtudes de la estupidez, cuida más su imagen en las redes sociales que su salud mental. Y el tercero hace de la vida un meme. Él o ella, usualmente, lleva gafas y aparece con un libro que, de seguro, utiliza para hacer un guardacuchillos en la cocina. Y pone imágenes de mascotas humanizadas, de niños con poses extrañas o videos de personas cayéndose. El idiota seudosecretario de sabio hace sus publicaciones con la misma trascendencia que requiere la lectura de un heterónimo de Pessoa, una oda de Rilke o un canto Walt Whitman. Ejemplo, describe, como si se tratara de un descubrimiento espiritual, la tragedia de comprar una hamburguesa con demasiada salsa y, pública la foto de la hamburguesa como si fuera un Picasso.

¡Ah, cuánta idiotez! Y entre los idiotas se atontan y expanden la tontera como un virus. Un virus que afecta, no a quien lo padece, sino a los que lo rodean. Un virus que sobrepone, sobre todas las virtudes, el gen de la idiotez y el de la degeneración más acelerada de la humanidad. Un gen que activa la ofensa para ofenderse por todo con el mismo ímpetu de querer ser admirado. Un virus que va a los tópicos, a las palabras comunes, las más gastadas: “la felicidad existe”, “piensa positivo”, “eres el dueño de tus decisiones”. Un gen que hace que estas frases sean usadas por millones de personas hasta vaciar lo bello de lo bello y dejar anémico cualquier intento de criterio. Un gen que hace de los millones de tontos sean las mascotas de los dispositivos electrónicos. Y van los idiotas amarrados a los celulares. Les dan vídeos de tik Tok, de Facebook, de YouTube... para que sigan pegados a la pantalla. Los amontonan y los alimentan con los “me gusta” que los entristece, los encorva, los hace perder la noción de los árboles y del cielo. Los idiotas que son la masa gris de las redes sociales.



Hace unos días, un gran amigo, me regaló y a otro cuarentón, el libro “Indigno de ser humano” de Osamu Dazai. Lo curioso fue que esa misma tarde el cuarentón encarnó una versión desteñida de Yozo Oba, el protagonista de la novela. A este cuarentón lo llamaré Lenguado.

El Lenguado, como a pocos escritores, la literatura le ha dado cierta visibilidad en la fauna intelectual de Medellín. Aunque, para mí, no es más que uno de esos personajes segundarios que se instalan en la historia como un boceto sin relieve.

El Lenguado dijo que buscaba el amor, pero, se ufanó de ser amante de una mujer casada que, además, era su subordinada. No obstante, pocas horas después, en un bar, se emborrachaba y se besaba con otra chica. Una historia digna para una ranchera.

Dejemos, por unas líneas, al Lenguado y vamos a la novela “Indigno de ser humano” de Dazai. Tal vez así, se profundice en la insustancialidad del Lenguado. La novela se desarrolla a través de los cuadernos de Yozo, un joven pintor, en desgracia, drogadicto y alcohólico, incapaz de conectar con los demás. Aunque, desde niño, Yozo llevó la máscara de bufón para ocultar la tristeza y habitar un mundo que no comprendía y que lo rechazaba.

Osamu Dazai (1909–1948) fue el seudónimo de Tsushima Shuji. Pero, el autor, también se dejó ver en el personaje Yozo Oba. Y para tejer la vida del autor con la vida ficticia de Yozo, Dazai estableció tres tópicos fundamentales: sentimiento de alienación, adicción y destrucción y relaciones problemáticas.

Sentimiento de alienación: Yozo no entendía las normas sociales. “Sé que le caigo bien a la gente, pero imagino que carezco de la facultad de querer a los demás”. Y tanto el personaje, como el autor, provenían de una familia aristocrática, pero les fue imposible sentirse parte del entorno social. Por lo que emprendieron una lucha anormal por parecer “normales” y ocultar el sufrimiento.

Adicción y destrucción: Dazai era conocido por su pulsión por el alcohol y la morfina. “El alcohol y las mujeres eran mis únicos consuelos”. Eran los vicios con los que Yozo y el autor querían escapar al dolor o caer más hondo, sin punto de retorno.

Relaciones problemáticas: las relaciones de Yozo eran caóticas. Pero son las amorosas las que lo hundieron en el lodazal de la destrucción. Tal por ello, habló de manera despectiva de las mujeres: “Comprender los sentimientos de cualquier mujer es más complicado y desagradable que estudiar las emociones de una lombriz”, o “Las mujeres me aburren cuando comienzan a hablar de sí mismas”. No obstante, Yozo las necesitaba como el aire: con una intentó suicidarse (ella murió y él sobrevivió), otra lo sostuvo económicamente mientras él dibujaba pornografía y se emborrachaba, con otra se casó y estuvo indiferente cuando la violaron... Y todas las mujeres representaron una esperanza de redención. Sin embargo, Yozo, vio colapsar cada una de sus relaciones en su búsqueda infructuosa del amor. Búsqueda obstaculizada por el sentimiento de no merecer la felicidad. Como él mismo lo dijo: “Los cobardes temen hasta la felicidad. Pueden herirse incluso con el algodón”. De manera similar, Dazai fue desheredado por estar con una geisha. Y después de cuatro intentos de suicidios, en 1948, Dazai se ahogó a los 39 años en el río Tama junto a su amante. “Indigno de ser humano” fue publicada poco antes de su muerte.

Empero, “Indigno de ser humano”, más que una novela sobre la autodestrucción, exploró la condición humana e intentó representarla con imágenes potentes; por ejemplo, el autor planteó que la humanidad era como una vaca pastando tranquila y, de pronto, levantaba la cola contra el tábano. Bastaba la ocasión para llevar a cabo la naturaleza cruel que había permitido que la humanidad sobreviviera. Con imágenes como esta, el autor dejó ver entrelíneas que sólo los humanos podían acudir a la ambigüedad con tal maestría que eran capaces de ver sufrir a otro ser humano mientras sonreían y se chupaban un helado.

Ahora, volvamos al Lenguado, que con menos ingenio que Yozo o Dazai, quiso mostrarse como un “chico malo”; pero, a su edad, parecía más un insomne con resaca.

Recodemos que el lenguado quería encontrar el amor. Lo curioso es que, para tal propósito, representó al hedonista aventurero con un elevado grado de pedantería y estupidez disfrazada de lectura.

Pero pensemos en el amor. El amor, del modo que se aborde, es la búsqueda de significados para la existencia y así, darle a la vida cierta profundidad. Por lo que el amor impulsa a buscar la conexión con otros para construir vínculos que trasciendan la supervivencia y el impulso reproductivo.

Y para que la experiencia del amor sea posible, hay que evitar disfrazar con el ideal del amor el impulso sexual para no lazarse como ciego a satisfacer el deseo que es como hambre. Luego, lleno, uno se pregunta: ¿qué hago con esta persona? Y al darse cuenta de que la respuesta es insatisfactoria, ¿qué se hace? Beber, buscar más aventuras y expandir la herida. Y, ¿es necesario hacer tanto daño y herir a tantas personas? ¿En verdad es lo que se busca?

No creo. Yo al menos, quiero seguir en una relación estable y sentir el amor como una experiencia vital y no como un aullido de perro moribundo. Porque, finalmente, el “chico bueno”, al estar fuera del alcance del alcohol y la mal sana costumbre de la conquista, entiende que el amor es más que una pasión porque la pasión es una deformidad del carácter. Pues, el apasionado se obsesiona y la obsesión es un conjunto de manías que subordina a los cobardes, los que son incapaces de ver que el amor es más que un instinto. Porque el amor es una creación de dos personas que se ocupan de cosas sencillas. Cuando hablo de cosas sencillas me refiero a aquellas que se pueden hacer con las propias manos. Cosas sencillas que, en el fondo, era lo que buscaba Dazai en la novela y, al no encontrarlas, dibujó a Yozo como un indigno ser humano.

Sin embargo, hombres como el Lenguado eligen lo difícil porque representa un desafío ya que lo sencillo no requiere conquista ni dificultad. Creen firmemente que la historia recuerda al insensato.

Ahora bien, para los Lenguados, es imposible que un “chico bueno” sea recordado porque la esencia de una vida sencilla es la posibilidad de vivir bien con otra persona, sin herirla. No obstante, sólo el “chico bueno”, experimenta los umbrales más grandes de la conciencia que le permite sentir que la vida es algo más que una reacción loca de los sentidos.



No estaba entre las posibilidades que ella me encontrara en pijama en el Kiosco. Al principio me asusté, pero en pijama el susto es más volátil.

Decidí ir a la cita en pijama porque es una prenda tan sencilla que encierra tal libertad que, pocos se atreven a explorar fuera de casa. Es la libertad del confort y la intimidad. Y como esa muchacha me interesaba, quería estar libre y sencillo. Porque la sencillez es el más alto refinamiento.

Pijama proviene del persa “payjama” o “pijama”, que significa “ropa para las piernas”. Originalmente, en las regiones de India y Persia, el pijama se utilizaba como una prenda ideal para el clima cálido. Con la colonización británica, este atuendo fue adoptado por los europeos como ropa de dormir. Con el tiempo, el pijama se consolidó como una prenda para el descanso y el hogar.

Al ver la chica con un pantalón pegado y una camisa negra, igual de ajustada; la vi constreñida, limitada en sus movimientos. Y supe que, como ella, la mayoría de personas prefieren la incomodidad que han asociado a estar a la moda. Pero la moda no es más que una enfermedad inducida que uniforma y condiciona. Cuando el pijama rompe los estereotipos porque envuelve el cuerpo en una suave caricia de telas ligeras y sueltas. Y lo que prevalece es la comodidad.

Ella me miró asombrada, entre repudio y fascinación. Pero se inclinó por el repudio por vergüenza de que la vieran con un hombre tan desparpajado. Para calmarla, le confesé que no era un descuido. Porque me despierto temprano, me ducho y me pongo de nuevo el pijama. Escribo tres horas diarias en mi nueva novela. Este método de trabajo lo propuso Martin Caparrós. Según él, si un individuo trabaja tres horas, sin interrupción, logra cualquier objetivo. Porque, a fin de cuentas, el que trabaja ocho horas no trabaja, sino que conversa, toma café, hace pereza y espera con ansiedad la hora de salida.

Le expliqué que el pijama era un experimento social. Quería quitarme las convenciones que traen consigo la ropa para salir a la calle. Ropa que obliga a adoptar ciertos comportamientos. Por ejemplo, se elige la pinta de diciembre o semana santa para ir a la misa los domingos, las reuniones familiares o las entrevistas de trabajo. Lo curioso es que a esta pinta se le otorga ciertos atributos que sólo puede dar la personalidad y el carácter. O para las fiestas se quiere ir casual y elegante, como si fuera posible tal cosa. Porque la elegancia se vuelve extravagancia y la casualidad exhibicionismo. Cuando el pijama, sin tanta parafernalia, nos permite ser nosotros mismos, en la forma más auténtica y despojada. Además, el uso del pijama reduce el uso del espejo. Y lo más asombroso, en pijama cualquier lugar es la casa. Y en casa uno es natural y espontáneo.


Le confesé que es muy extraño como se dividen los atuendos. Están las prendas para salir a la calle y las prendas para estar en casa. Las prendas para salir a la calle se utilizan con la intención de representar la máscara para interactuar en un mundo donde la apariencia externa, a menudo, dicta la percepción de quienes somos. Y entre más ajustadas, incomodas y brillantes sean las prendas, mejor se encaja en la rigidez de las normas sociales. En cambio, las prendas para estar en la casa no tienen intención y, por ello, son harapientas para garantizar el descanso. Es que están hechas para resistirse a la tiranía del disfraz y la máscara. Por lo que el pijama, en su sencillez, nos libera de las cadenas de la moda.

Al ver que la muchacha cambiaba la percepción del uso del pijama; le dije que así, en pijama, no pienso cómo me veo y es cuando más veo, más la veo. Porque para ver a alguien en pijama es necesario conocerlo o tener cierta intimidad con esa persona.

Ella se acomodó en la silla, perdió la rigidez de cuerpo, se quitó los tacones, se olvidó de las personas que nos rodeaban y habló como si estuviera en la sala de su casa, desprevenida.


Me inscribí para leer en una velada poética.
Asistí al evento.
Pero nunca me llamaron a leer.
Tampoco insistí.
Y mejor que no leí.
En cuestión de minutos
la desazón me hizo anhelar el encierro de mi casa.
Pues
los organizadores se proclamaron “poetas magnos”.
Y declamaron, de manera sobreactuada,
con gestos que deforman el rostro,
poemas de poetas muertos que no pudieron defenderse.
Y sus aplausos fueron igual de inútiles
que la primera rebanada del pan Bimbo.
Y después leyeron sus propios poemas.
Gastaron innecesariamente el aplauso de la mano.
¿¡Tal vez los envidió?!
Tal vez quiero lucirme como el último rayo de sol.
Aunque eso le valga rábano al sol.
No sé.
Me confundo ante el mercado de la estupidez
de buenos fondos económicos.



Nada es más útil al hombre que aquellas artes que no tienen ninguna utilidad.
Ovidio

El mundo se mide según el valor de las cosas que se consumen. Por lo tanto, es fundamental integrar un GPS en el sistema operacional del sentido común para satisfacer las necesidades inmediatas. Y esto me abruma, sobre todo después de asistir a la Filbo en Bogotá; evento de vital importancia cuando se anhela ser escritor. Pero lo vital —en eventos tan masivos— pasa a monstruoso cuando al sueño de escribir se le aplica lo práctico y eficaz del mercado. Y se ve por todas partes, como una pesadilla, manuales para escritores jóvenes, para ser feliz y no envejecer.

Entonces las obras de los autores que amas son aplastadas por títulos de escritores emergentes que ofrecen recetas para escribir como si se tratase de una sopa de fideos. Y esta oferta literaria hace lo posible para evitar la sangre, la sombra, el dolor que debería estar entre las páginas de un buen libro. Porque la escritura de cada libro es como salir de una relación tortuosa. Por ello, prevalece en una obra sincera y terrible, no por ello menos bella, la interrogación continua de la condición humana, la ralentización del tiempo y la incomodidad. Así al menos se encuentra en obras como “El desbarrancadero” de Vallejo, “Satanás” de Mendoza, “Tríptico de la infamia” de Montoya, entre otras como los poemas de Jattin, Barba Jacob, Silva o los cuentos de Nicolás Buenaventura, Hernando Téllez o Germán Espinosa.

Ante la producción masiva de libros se empieza a percibir —con cierto terror— esa sensación de que hay más escritores que lectores. Tal vez sea cierto. Por algo, el informe “Hábitos de lectura, asistencia a bibliotecas y compra de libros en Colombia 2023”, realizado por la Cámara Colombiana del Libro, plantea que el 72% de la población colombiana lee. Pero de ese porcentaje un 34% lee en redes sociales y páginas web. El otro porcentaje, el que acude a los libros, en promedio lee entre 1 a 5 libros anuales. Una taza muy baja si se mira la vida lectora de un colombiano, suponiendo que empiece a leer a los 18 años y muera a los 73, según la esperanza de vida del DANE del 2021. En promedio, leería entre 55 y 275 libros en toda su vida. Cantidad de títulos que podría exhibir una editorial, de formato pequeño, en la Filbo.

Si se lee tan poco, el frenesí de exhibición de libros atenta de manera directa a la perspectiva de lo inútil de una lectura atenta y reflexiva. A lo inútil me refiero al acto —hoy día primitivo— de sentarse con un libro en las manos. Pasar las páginas como un acto autista de máxima concentración. En estas circunstancias, sentarse a leer un libro va en contra del consumo de lo funcional y lo rentable.

Es que se busca generar estándares comerciales basados en productos vendibles que, de manera acrobática, dejen a un lado la inutilidad que ofrece una obra literaria o un autor; como sucede con la vida y obra de Onetti o Rulfo. Ahora, se necesitan escritores —me incluyo—, que vendan los libros como la última tendencia en televisores. Tal vez por ello, se valoran más las habilidades técnicas y prácticas que las habilidades creativas y expresivas. Cuando la búsqueda de la obra literaria (como toda obra de arte) es lenta, angustiante, revolucionaria. Pero en el comercio lo que prima es la rentabilidad. Así, por lo rentable, se pierde la libertad creativa y la exploración de territorios más arriesgados y experimentales. Quizás —para esta época— sería imposible publicar a Kafka, Cortázar, Bolaño, Cepeda Samudio... Sus obras serían algo menos que inútil para los estándares actuales del mercado editorial.

Sin embargo, es ahí, en la estética de lo inútil, donde se da el contrapeso a la lógica consumista. Porque esas obras experimentales hicieron un registro intelectual, emocional y espiritual de su época. Fueron el termómetro de su tiempo y mostraron de frente, sin concepciones, la hipocresía de las sociedades de consumo. Doy tan sólo un puñado de ejemplos: Kafka explora en sus obras temas como: alienación, culpa, ansiedad, surrealismo... Dostoyevski aborda la enfermedad, el odio, el dolor, el crimen, la venganza… Saramago refleja una sociedad podrida y desencajada. Alfonsina Storni explora el feminismo y la denuncia social. Rosa Montero ahonda en la enfermedad mental. Estos autores y otros, en sus obras, evidencian lo podrido de sus entornos y, con una trama entreverada de acciones e imágenes poéticas, logran desencadenar emociones, despertar la imaginación y abrir espacios para la contemplación y el asombro. La belleza reside, precisamente, en esos elementos narrativos que escapan a la lógica de lo funcional y lo práctico. En sus libros —para leerlos— se requiere tiempo, análisis, reflexión, subjetividad, ocio e improductividad para interrogar un sistema de consumo que se vende como un engranaje perfecto.

En tal medida, lo inútil —lejos de ser mera extravagancia— puede ser una posibilidad de encuentro con lo poético, lo sugerente y lo trascendente que encierra una obra literaria. Una obra que va más allá, o mejor dicho, más adentro de las páginas para desmarcarse de la utilidad pragmática del mercado.

Debido al fenómeno masivo de producción de libros, considero que acumularlos podría ser un acto antinatural porque es imposible leerlos. Antes, en el mundo antiguo, se buscaba atesorar libros por lo que representaban y lo que tenían escrito; así lo expone Irene Vallejo en “El infinito en un Junco”. Pero ahora, si se hace una depuración exhaustiva y sincera, lo que se acumula es más estorbo. Hay tanta basura que es un milagro encontrar un libro que transforme un punto de vista del mundo. Porque lo que se busca, al menos así lo considero como lector, es un punto de vista que me transforme la manera en que percibo las cosas. Pero con una oferta desmedida de obras, lo que se fomenta, es una visión reduccionista de la existencia humana porque se deja de lado las dimensiones más profundas y significativas del ser humano. Cuando la exploración de lo humano, de la enfermedad social, de los agujeros del tejido social… permite enamorarse de personajes literarios. Pues, en el fondo, el lector se acerca con cierta complicidad a los personajes que están más jodidos que él. O, ¿por qué personajes como Quijano, Holmes, Raskólnikov, Lisbeth Salander, Ignatius, Chinaski, Sawyer, Florentino, Rosario Tijeras…parecen más vivos que la gente que uno se cruza a diario en la calle? Tal vez, porque en esa cosa inútil que es la lectura de un libro indispensable, se abre una puerta a la creatividad, a la introspección y la búsqueda de significados que van más allá de lo material y lo superficial. Y en esa indagación, muchos lectores pueden darles significados a sus vidas.

En tal medida —la percepción de lo inútil como la lectura de un libro—, podría ser un acto legítimo de resistencia. Y esta resistencia, si se masifica como se hace con la producción de libros, podría poner en aprietos a los círculos dominantes que dan las pautas del mercado editorial.

Sábato plantea en “La resistencia” que no se le puede leer a los niños cuentos de gallinas y pollitos porque el consumo ha sometido a estas aves a algo peor que el suplicio. Claro, Sábato lo nombra porque sabe lo fundamental de reconocer lo útil de lo inútil que resulta la lectura reflexiva, porque así, sólo así, se puede desestructurar el sistema de creencias, cuestionar la utilidad de las normas establecidas por las lógicas consumistas dominantes, hacer de lo efímero y lo fugaz una herramienta para abrir caminos hacia nuevas formas de pensar y vivir.


“En agosto nos vemos” es la obra póstuma de García Márquez, cuando en el 99, al leer públicamente el primer capítulo, dejó claro que la obra no servía. Entonces decidió no publicar el manuscrito porque creía que estaba en desorden y no tenía la calidad requerida. Pero sus hijos deciden publicarla.

“Cuando leímos las versiones nos dimos cuenta de que el libro estaba mucho mejor de lo que recordábamos, entonces empezamos a sospechar que al igual que Gabo perdió la capacidad para escribir, también perdió la capacidad para leer” y por lo tanto “la capacidad para juzgar”, dijo Gonzalo García.

Esto me genera un sabor agridulce en la boca del estómago porque el autor no pudo defenderse.

En fin, la novela, que es corta, narra la historia de Ana Magdalena Bach, una mujer que regresa a una isla en el Caribe donde reposan las cenizas de su madre. En este viaje introspectivo, Ana teje su historia a partir de los retazos de su memoria. Lo inquietante es que Ana ―el personaje― se sumerge en un viaje emocional y explora sus deseos, temores y la complejidad de sus relaciones personales; cuando su creador ―Márquez― empezaba a sentir la memoria nebulosa en la escritura del libro.

Lo anterior ―aunque la narrativa está hábilmente hilada― permite ver incoherencias que, aunque imperceptibles para algunos, resultan censurables para el perfeccionismo de Márquez en sus días de gloria. Por ejemplo, la edad de Ana: se menciona que Ana cumplirá cincuenta años el 25 de noviembre y que esta edad es la que más teme, lo que sugiere que está cerca de cumplirlos; sin embargo, también se indica que su madre murió a una edad no muy lejana a la de Ana cuando esta tenía 50 años, lo cual no concuerda si Ana aún no ha alcanzado esa edad. La reacción de Ana en el cementerio: ante las flores podridas en la tumba de su madre, su pregunta sin malicia al celador no refleja la gravedad y lo revelador del hecho. El elemento vampírico: es sugerente, pero se diluye en el trasfondo de la historia. El personaje de Ana no acude a su formación profesional: se dice que es docente, pero la ausencia de recuerdos en la escuela deja un vacío en el personaje. La relación conflictiva con su hija: apenas se esboza y cuando promete un mayor desarrollo, se desvanece sin dejar huella.

Sin embargo, pese a estas inconsistencias, encuentro consuelo en la imperfección de la obra, que la hace más humana y cercana. En esta imperfección, se vislumbra a un Márquez que lucha contra el olvido de sí mismo. Por lo tanto, más allá de las críticas infundadas por un sinfín de opiniones de personas que no han leído la novela, reconozco que la historia emociona, excita y no suelta. Nada más por esto, es un regalo para los que admiramos al autor. Porque sólo aquellos que se aventuran en el arte de la escritura comprenden la angustia y el dolor que resulta escribir una buena página de ficción. Sobre todo, que emocione.
Sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para concentrar más el deleite de estar en la cama.
Herman Melville

Para aquellos que la cama debe ser como el perfil de Facebook o Instagram; siempre con la mejor cara. Para aquellos a quienes les tienden la cama todos los días y huelen a Carolina Herrera, a Pashta de Cartier, a Quorum. Para aquellos que usan talco Mexsana con Triclosán y no pueden salir de la casa sin tender la cama, cada vez, huelen más a olvido de sí mismos y a miedo a estar solos.

Hay quienes que en el trajín diario pasan por alto tender la cama. Y este descuido lo asumen como un antecedente caótico ante las costumbres domésticas del buen vivir. Mientras para otros, me incluyo, no tender la cama representa el acto más íntimo de rebeldía. Ya que la cama es como una extensión de la intimidad. Al menos en estos tiempos en que casi todos tenemos una cama para dormir. Porque antes, en civilizaciones como la egipcia y la romana, la cama era símbolo de poder que reflejaba la posición social de las personas. Y no es hasta la Edad Media y el Renacimiento que la cama adquiere ese primer rasgo de intimidad al integrarse en la vida de las familias.

Así que, en estos días, para muchos es un deber tender la cama, ordenar las sábanas y almohadas. No sólo por higiene, sino también para proyectar una imagen glamurosa de cuidado, aseo y respeto de la propia persona. Porque una cama bien tendida, sin ningún pliegue, simboliza el orden establecido, la rutina y la organización. Significa el sueño programado, las siestas poco frecuentes, una mejor distribución del espacio y cierta frigidez reflejada de las cosas que están en el lugar indicado.

No obstante, la manía de tender la cama a diario debe ir más allá del orden establecido para poder evolucionar en el cuidado propio. Pues, si se mira a detalle lo que simbólicamente representa la cama, es como un retorno al vientre de la madre. Por algo se considera que es el lugar donde uno es más uno mismo. Tal vez por ello, cuando la vida es insoportable, se opta por acostarse en la cama y asumir una posición fetal. O, ¿por qué cuando se llega a casa después de un día fatal se quiere ir directamente a la cama y dejarse caer como si se intentara volver al vientre de mamá?, ¿por qué los amantes, aquellos que están condenados a renovar el instante, pasan días enteros en cama bebiendo los líquidos de la amatoria?, ¿por qué, después de una semana extenuante en el laburo, se quiere dormir hasta tarde el fin de semana como si se flotara en una bañera de agua tibia?

Tal vez sea la cama el único espacio de rebeldía que rompe, de manera genuina, las normas de convivencia y los códigos sociales porque nos recuerda que es el recinto refugio del amor, el descanso, el ocio y la quietud.

Además, así sea aterrador admitirlo, es la cama el lugar donde uno es más imperfecto y humano. Pues, todos, sin importar la edad, la clase social, la profesión, experimentamos el desorden y el caos en la vida: un trancón, una pelea, un accidente… Y esa imperfección nos conecta más con la vida, porque si la vida es algo, es un accidente continuo.

De ahí que, en esos momentos de intimidad, de cada uno con la cama, no importe si ese rebujo se considere caos, falta de control o desorganización. El hecho de fluir con las sábanas arrugadas, las almohadas fuera de lugar y las mantas desordenadas hace añicos la idea de confort asociada al orden establecido. Es que la cama es el único espacio para experimentar las emociones profundas, la vulnerabilidad y la imperfección. De igual modo, permite romper con el ciclo de iniciar una nueva misma jornada diaria. Porque, a fin de cuentas, no somos más que una fugacidad en la vorágine del tiempo.

Esta pena de muerte a los abrazos.
Este encierro que me receto.
Esta sonrisa de café tostado.
Esta soledad, ventana al mar.
Estas ideas, cáscaras de huevos,
que retumban en la cabeza.
Este aullido de animal moribundo.
Esta tarde de camisa gris olvidada en el ropero.
Esta inmovilidad sin metáforas.