Alfredo desde pequeño se
sintió atraído por los colores resplandecientes. Jugaba con muñecas y una
máquina oxidada en la que imaginaba confeccionar los vestidos que se pondría.
Sin embargo, se cuidada de no ser descubierto. Apreciaba tanto a su padre que
no quería decepcionarlo. Su padre era rudo, amoroso y muy exigente. Su forma de
educarlo era enseñarle a ser hombre, y para ser hombre había que hablar ronco,
buscar problema, coleccionar amores furtivos, beber sin importar el dinero
invertido y gustarle hasta el fanatismo el fútbol. A pesar de su ineptitud para
cualquiera de estas actividades necesarias para ser un hombre, Alfredo aceptó que su padre
lo matriculara en un club. Así que cierta mañana, su padre lo llevaba a
matricularse en un semillero en las ligas menores del Nacional y se encontraron
con dos ladrones. El padre los enfrentó,
como un hombre y como un verdadero hombre fue herido con varias puñaladas. Los
ladrones huyeron y Alfredo vio a su padre hombre verdadero morir en sus
manos.
Ese recuerdo de la
infancia le agrietó el corazón a Alfredo. Lo endureció como si fuera de roca
para que ningún sentimentalismo lo afectara. Por tal motivo enterró sus sueños
de infancia bajo la piedra que era su corazón. Incluso, pese a su naturaleza de
chico sensible, se mostraba fuerte, varonil, brutal, violento… como un
verdadero hombre, como le había enseñado su padre
Cierto día, cuando ya era
adulto y trabajaba de administrador en una sucursal bancaria, cuando era
cortejado por varias mujeres por su físico y actitud varonil, dos hombres lo amenazaron. Alfredo los
enfrentó, pero uno de los ladrones le puso una navaja en la espalda por lo que
Alfredo alzó las manos. Luego, uno de los rufianes más que requisarlo lo tocó.
Recorrió todo su cuerpo con cierta violencia y sensualidad. Alfredo recordó las
muñecas, los colores resplandecientes, los vestidos que él fabricaría para sus
muñecas… y aparecieron algunas lágrimas que ablandaron la roca que tenía al
lado izquierdo de su pecho. El ladrón al verlo llorar le gritó: ¡Marica! y huyó,
después de quitarle el efectivo y el celular, con su compañero. Alfredo no
estaba del todo ofendido ni tampoco tranquilo. Más bien desconcertado porque
había un impulso interior de renunciar a su idea de gran hombre, era como un
impulso que había surgido desde su interior y ahora que flotaba en la
superficie de su ser no podía ignorarlo. Así que lo único que sabía con certeza
era que no volvería a su trabajo. Así que se dirigió a su casa, buscó efectivo,
luego fue a un almacén y compró varios calzones y encajes de mujer.
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