Desde pequeño quiso
ser un hombre importante. Soñaba con ser diferente a sus hermanos. Por ello,
dedicó toda su fuerza vital en capacitarse y acumular diplomas para certificar
sus conocimientos. En pocos años enmarcó sus sueños y los colgó en la sala de
su casa, agregó varios ceros a su patrimonio y viajó por todo el mundo,
figuró en la lista de los hombres ilustres, lideró proyectos
humanistas... En fin, se ubicó en el púlpito de los hombres respetados.
Sin embargo, a sus
sesenta años, en las noches, acostado en su cama, con las cobijas hasta el
pecho y los ojos abiertos, se siente intranquilo. Es incapaz de confesar a la
jovencita, que podría ser su nieta, que solo la quiere unos segundos, cuando se
desnuda y la besa y le hace el amor. En ese frenesí le dice te amo como si eso
fuera suficiente para ocultar su desazón. Mientras tanto, en esos segundos, su
compañera lo desconoce y responde con desgano a su declaración de amor. Para
evitar que él la vea llorando cierra los ojos y recuerda su infancia. Se ve de
niña con sus hermanas ayudando a su mamá en el cuidado de las gallinas.
Él siente un
estremecimiento. Gime. Luego vuelve al rincón de la cama y apaga las luces.
Ella organiza su pijama, busca sus calzones que estaban en el borde de la cama
y se los pone. Trata de decirle algo, pero él ya no la determina. Ella, con
lágrimas en los ojos, sigue recordando la casa donde fue feliz. Él la escucha llorar
y disfruta. El llanto lo arrulla y lo sumerge en el sueño. A veces ha
considerado la idea de terminar con ella para no hacerle más daño. Aunque es
incapaz de dejarla ir porque con ella ensancha la herida insondable que lo hace
sentir sesenta años más solo, sesenta años más triste, sesenta años más lejos
de la mujer que ya no llegará porque es una ausencia tan fuerte que ha
empezado a averiar los resortes del colchón.
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