Grandeza


Él después de vagar por el mundo, de buscar aquello que no encontró en el estudio de los libros sagrados ni con los diferentes maestros llegó, a sus treinta y cinco años, cansado, a un pueblo tranquilo, poco habitado, dispuesto a morar. Llevaba varios años intentando hablar lo preciso. Pues quería solo utilizar su palabra para fines útiles. Sabía que hablar mucho distrae y no permite escuchar la voz antigua que cada ser lleva en su corazón.

Al llegar a aquel pueblucho sintió en el aire la misma calidez que de chico en casa cuando sus padres lo recibían con un abrazo. Sintió una corazonada que le decía que ese lugar era conocido. Vio una luz en una casa humilde. Se dirigió a ella con el fin de pedir posada. Había un grupo de personas dispuestas a empezar una ceremonia alrededor del fuego. Amablemente lo invitaron. El hombre se sentó en un rincón a esperar. Observó como un jovenzuelo echaba incienso por todo el recinto, como avivaba el fuego y le echaba algunas hierbas, así como puñados de maíz y panela. El joven invitó a las personas, que eran unas quince a sentarse en círculo. Luego les propuso que pensaran en el propósito, el que los había llevado hasta ese lugar. En ese momento las llamas de fuego se tornaron naranjas y rojizas. El hombre supo que había alguien, con un nivel de conciencia más elevado, hablándole al fuego. Miró a todos lados y no encontró. Las llamas, lo sabía, estaban quemando el dolor, las bajas frecuencias de antivalores como envidia y odio… en los presentes. Se olvidó del interlocutor del fuego y se maravilló cuando las llamas formaron una especie de espiral de la que emergía un ángel que se desintegró al instante. Luego, las llamas se tornaron moradas. Eso significaba que el fuego había limpiado a los presentes. Algunos que tenían la cruz de la muerte en la frente podían vivir más años, otros que engordaban tristezas en sus corazones habían sido liberados… sin la menor sospecha de ello. Por ocuparse en el dolor y en sus miserias, pensó el hombre, las personas no establecían conexión con la unidad. 

A los segundos entró una mujer con un vestido blanco. Joven, delgada, alta... ella emanaba una paz que empezó a moverle las palabras al hombre. Por primera vez, en mucho tiempo, quiso hablar, pero se contuvo, había desarrollado el poder de su voluntad. Podía dominar sus impulsos con maestría debido al grado de soledad que le había otorgado su independencia espiritual. La mujer se sentó y saludó a los presentes. Los invitó a que le contaran el motivo de la visita. Cada uno expuso: porque me está yendo mal en el negocio, porque mi esposa me abandonó con otro y no lo soporto, porque mi hijo es un drogadicto y no sé cómo ayudarlo, porque quiero conseguir trabajo, porque me cuesta hablar con las personas… así hasta llegar donde el hombre. Él sintió en el corazón un fuego que no había registrado antes. En sus veinte años de estudio de sí no había vibrado de tal forma. Entendió que a diferencia de las otras personas, él no se preocupaba por tener sino por ser, por ello, ante la mirada de aquella mujer, lo único que dijo fue que: “Sigo mi corazón. Por eso nada te pido.” La mujer lo miró de nuevo. Cerró los ojos. Él sintió que su fuego interior aumentaba y empezó a ver una espiral violeta que lo cubría. 

Cuando todas las personas se fueron, el hombre descubrió, con gran asombro, que su cuerpo estaba muy caliente. Miró al fuego y vio que las llamas formaban dos bailarinas azulosas. El jovenzuelo que antes avivaba el fuego se sentó en una silla y miró fijamente al hombre. Lo desafiaba. El hombre sintió que su palabra era inevitable, por más que intentara acallarla. Así que abrió la boca, sin atender a la mirada del joven, y le dijo a la mujer: 

- Dentro de una gran mujer hay un gran hombre.
- Eres grande querido, respondió de manera directa la mujer.

2 coment�rios:

Carolina Campos V. dijo...

Es verdad, si la llenas de amor, la mujer se llena de grandeza.

Juan Camilo dijo...

Carolina

Gracias por sus palabras.